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"No se puede perder la vida, los minutos hermosos de la vida, en esperar a una persona que no viene, en sobresaltarse creyendo oír el ruido de un bastón en la acera. No se puede. Yo tengo mil años de vida en tierras cálidas, y te digo: «No sabes nada, no busques nada. Eres una loca»."

Marta estaba sentada. No sabía cuánto tiempo estuvo así con los ojos entrecerrados de cansancio, apoyada en el tranco del drago.

No sabía que a aquellas horas había gente que hablaba de sus paseos con el pintor como de algo pecaminoso y sin precedentes en una criatura de su educación. No entendía tampoco aquel sopor, aquella angustia de su vida apoyada contra el tronco del árbol.

De pronto se sobresaltó. Era como si la hubieran llamado en medio de un sueño profundo, y se le ennegrecieron delante de los ojos todos los contornos de las plantas en el día despiadadamente luminoso.

Se puso en pie. El deseo de ver al pintor se le hizo fuerte y desesperado.

Se echó a correr por los senderos del viejo parque Doramas, donde las plantas de países cálidos y templados ponían su sombra confundida en los senderos amarillos. Según iba corriendo, se calmaba.

Una vez en la calle, atravesada por las guaguas, en la calle cruzada de automóviles particulares, bañada de luz de mar, se detuvo… Sin pretexto alguno, ¿cómo iba ella a meterse otra vez en la casa de este hombre? Ninguna mujer hace estas cosas. Cuando se detenía a pensar así era como si todas sus amigas, delicadas, buenas y recatadas, le tiraran de las faldas.

Los oídos se le llenaron con unos cañonazos y un lejano repique de campanas, como si alguna fiesta se preparara. El mar estaba alto. Pleamar. Mediodía en la isla. Las nubes se apresuraban en un fondo celeste…

Se asustó. Todo lo que había en ella de niña burguesa se inquietó enormemente, y tuvo un gesto tranquilo y resignado al renunciar. Subió a una guagua para que la llevara corriendo, apretada entre otras gentes, con los rubios y cortos cabellos lacios, despeinados por la brisa marina, hasta el corazón de Las Palmas, junto al Guiniguada, cerca del barrio antiguo de Vegueta, donde vivían sus tíos.

Iba tan aturdida pensando que llegaba tarde para comer, que no notó siquiera que los balcones de las casas estaban engalonados con banderas. Cuando se metió en el hondo y fresco zaguán y empujó la verja de madera desde la que se veía el patio lleno de macetones con palmeras y begonias, aún no sabía la noticia. Una galería con ventanas rodeaba el patio. A una de las ventanas se asomó Honesta al oír la campanilla de la cancela.

– Sube, sube, Martita… ¡Estamos tan contentos…! ¡Daniel se ha puesto malo!

Marta quedó con la boca abierta. Aparte de que a Daniel le gustaba mucho que lo cuidaran, y que se hablase de sus trastornos intestinales, no veía la relación entre la alegría y la enfermedad de Daniel.

Una risita idiota, incontenible, la empezó a coger cuando subía las amplias escaleras. ¿Sería posible? Quizá para Daniel, que no tenía más que manías, resultaba una verdadera fiesta estar por una vez enfermo… Claro que no lo creía, pero estaba con las rodillas temblorosas de risa cuando alcanzó la galería de arriba. Honesta la estrechó en sus brazos, y luego, también Matilde, tan seca de costumbre.

– Esto es el fin de la guerra… ¡La victoria!

– ¿Se acabó la guerra?

– No, aún no… Pero prácticamente… ¡Ha caído Barcelona en poder de los nacionales!

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