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Allí, entre los troncos claros de los eucaliptos, Marta tenía el aire de un duende. Muy pequeña parecía con sus sandalias y su chaqueta roja. Su cabeza rubia se inclinaba para escuchar. Desde lejos se oía ya una larga bocina. Luego una trepidación que asustó a la mañana. Apareció al fin un monstruoso coche amarillo cargado de campesinas madrugadoras que iban al mercado con cestas de huevos, gallinas y los quesos tiernos llamados de flor, y con el ruido de las cacharras de la leche que tintineaban al entrechocar sobre el techo del vehículo. El coche se detuvo y Marta trepó a él en un momento.

Al llegar a Las Palmas, aquel ligero desasosiego que tuvo, aquel miedo indefinible se le disipó. Abajo, el sol ya era templado y suave. Al acercarse a la ciudad olían ásperamente las plataneras. De entre su masa de verdor salían palmeras altas, y las torres de la catedral navegaban en aquel cálido verde. Detrás de ellas se veía la línea azul del mar mañanero. Luego el coche se metía entre un montón de calles soñolientas. Marta tenía todo el día por suyo.

Se fue como solía hacia el barrio del mercado, que ya estaba despierto. En el viejo puente de Palo sobre el Guiniguada las vendedoras de flores empezaban a instalar sus puestos. Marta vio el oleaje marino lleno de luz verde, que allí, bajo aquel puente, intentaba tragar el rio, inmóvil de piedras, con sus polvorientas tuneras, tabaias y llorones.

La vida de la plaza había empezado. Campesinas acababan de llegar en los coches de hora, sirvientas madrugadoras se movían ya por allí. Ella las miraba. A veces pensaba: "Soy yo, yo, Marta Camino, quien estoy libre en este día." Y era como si hubiera comenzado a vivir gracias a aquel permiso debido a los celos de Pino, de marcharse muy temprano y sola por las mañanas. "A veces he sido mezquina, a veces he estado angustiada -pensaba con asombro-; una vez sentí envidia…" Le parecía que todos los malos sentimientos sólo pueden criarse en la oscuridad, en la opresión; un ser libre en el maravilloso mundo de Dios es bueno siempre. No se decía esto exactamente, pero lo sentía. Pasaba delante de casas conocidas. Muchas de sus amigas no se habrían levantado aún.

Marta se sentía envuelta en tufaradas de olor a fruta, a pescado, a café. Eran espesos olores que la mañana exacerbaba y que repentinamente barría una ráfaga salina del mar.

Sonrió. Pensó en lo que sus amigas le decían, un poco asustadas, por las tardes. "Te van a tomar por loca; la gente empieza a verte vagando por las mañanas como un alma en pena. ¿Qué haces?" Marta no hacía nada. Se dejaba vivir. Más tarde, a raíz de una desgracia ocurrida en su casa, la gente murmuró sangrientamente. Se dijo que ella vivía abandonada, que se la veía rondando por las calles, con cara de susto y de hambre. Se dijeron muchas cosas, pero a Marta no la afectaron por la sencilla razón de que jamás llegó a enterarse de estas murmuraciones.

En la puerta de un cafetucho oscuro, cerca del mercado, Marta se detuvo porque oía allá dentro un rasgueo de guitarras. Vio una sala grande, y al fondo un mostrador, junto a él una puerta con una cortina sucia corrida. Detrás de aquella cortina, dos o tres borrachos que, después de una noche de juerga, seguían cantando incansablemente, monótonos:

Esta noche no alumbra…

La farola del mar…

Marta sonrió, tímida, encantada. Puesto que los supuestos borrachos eran invisibles, ella podía entrar en la primera habitación oscura y sucia donde desayunaban algunos trabajadores del mercado. No sabía por qué tenía para ella aquel ambiente un encanto tan fascinador. Quizá fuese únicamente porque era nuevo, distinto de todo lo que la niña había tenido siempre por costumbre. Metida en un rincón sombrío, pidió café y churros. El café, hirviente, era claro y malo, pero los churros le gustaron.

Cerca de ella, unos hombres bigotudos, que sujetaban sus pantalones con una faja negra, y unas mujeres con moños recogidos en la nuca, y las espaldas abrigadas con pañoletas de punto de lana negra, la miraron un momento; luego la dejaron en olvido, como ella quería. Su presencia de colegiala parecía extraña allí, pero al mismo tiempo era insignificante.

Olía a vino, a fritos, a mugre, a moscas, a vida.

Por reacción a toda la limpieza, al orden exagerado, a la pesadilla de la palabra "microbios" que había oído hasta la saciedad, a la chiquilla le producía todo aquello una sensación de encanto casi perverso. Le divertía oír el fondo de los derrotados juerguistas siguiendo su canción de la farola…

Esta noche no alumbra…

porque no tiene gas, porque no tiene gas…,

porque no tiene gas

Seguramente serían soldados, soldados de los que vienen con permiso después del duro trabajo de la guerra, y están exaltados siempre, y les gusta emborracharse.

Esta noche no alumbra…;

mañana alumbrará.

Era como una promesa; pero, pensó Marta sonriente, ya es mañana. Se levantó y pagó, para salir a la luz de la calle. Aquel día tenía la impresión vivísima de que se presentaba afortunado como ninguno. Pensó en su agenda: "un día de oro", escribiría allí. En la acera tiró una moneda a cara o cruz. Si salía cara, aquel día vería a Pablo. Salió cruz. Pero de todas maneras sabía que había de ver al pintor. Era como si alguien le hubiese soplado esa seguridad en el alma. Aturdida, oyó una fuerte palabrota. Unos hombres a su lado descargaban sacos.

– …¡Que la aplasto, cristiana! ¡Menéese! ¡Oh!

¡Ah, sí, todo el mundo trabajaba, se movía, vivía!

Los moros vendían sus abalorios. Los canarios, despaciosamente hacían sus trabajos. Iban andando como ella, las gentes de la mañana, pero todas con algún fin.

Se fue a ver el mar, rodeando el gran edificio de piedra que es el Teatro Pérez Galdós. Por la parte trasera del teatro llegó hasta el mar y vio su agua, rompiendo contra unas calles oscuras, húmedas, gorgoteando sus olas al retroceder entre las piedras, como protestando de que la ciudad volviera a la luz y le dejara frente a aquellas calles tristes. Pero Marta amaba aquellas espaldas de la ciudad.

Estaba subiendo la marea. Unos chiquillos, desgreñados, morenos, enteramente desnudos, jugaban entre las rocas como diosecillos paganos y descarados. Se tiraban en el fragor de la marea a nadar. Vieron a Marta y le dijeron algo que el ruido de las olas impedía entender. Ella sabía bien que no sería ningún cumplido lo que le dijeron.

Desde donde estaba asomada vio una larga calle oscura con un muro de contención para el mar, donde muy pronto las olas chocarían formando surtidores de espuma.

Al final de la calle el Parque de San Telmo, con sus palmeras, avanzaba briosamente sobre el agua; allí llegaban ya a romper aquellas grandes olas del Atlántico en la avanzada de su marea.

Marta volvió a sentir aquella sensación aguda de lo hermoso que era poder estar así viviendo suelta en aquel mundo sin hacer nada. Era más hermoso aún porque tenía la seguridad de que poder hacerlo era casi un milagro que sólo llenaría una parte muy corta de su vida. Tenía ganas de encontrar a Pablo y de contarle aquellas cosas, ya que a él le gustaba hablar de cosas así. Aquel día de enero, un veintiséis de enero, lleno de nubes blancas y de sol cálido, aquel día lo iba a ver.

Lo vio. Pero no en los alrededores de su casa, como había imaginado, y a donde llegó mediada la mañana, como atraída por un imán. Estuvo descaradamente esperándolo, cerca de media hora, por sus alrededores. Como casi todos los días anteriores fue inútil. Era aquello una espera enervante al sol; a veces se ponía a mirar el agua y veía su florida espuma hirviendo. "Cuando pasen diez olas miraré." Cuando pasaban diez olas miraba hacia la casa de Pablo… Nadie. Entonces le daba miedo de que él hubiera salido y hubiese pasado a sus espaldas sin verla.

Imaginaba luego a Pablo en su habitación. Ahora se arreglará la corbata, ahora se pondrá la chaqueta, ahora sale por el pasillo oscuro… Le parecía sentir su bastón golpeando, y sentía luego que sólo era los latidos de su corazón. Pablo no salió. Cansada ya, con las piernas doloridas y la boca seca de aquella espera, se metió en el viejo parque de la Ciudad Jardín. Recorrió sus senderos amarillos llenos del olor pesado y magnífico de grandes flores blancas, llenos del bordoneo de los moscardones que celebraban una fiesta de primavera eterna. Había un drago enorme con un banco alrededor de su tronco, y se sentó allí. Estaba mucho más deprimida que en la mañana; casi con ganas de llorar. Veía contra el cielo una fiesta de palmeras con troncos cargados de geranios trepadores. Un conjunto de plantas siempre verdes. Siempre, hasta el cansancio, floridas.

Se preguntó, asustada, cuánto tiempo duraría para aquel pintor el encanto de esta dulzura siempre igual; cuánto le duraría a él, que venía de los países donde cambian las estaciones. Ni siquiera sabía ella por qué causa había llegado Pablo allí. Decía Honesta que porque las islas eran el lugar más tranquilo y más alejado de la guerra que había en España, y quizá porque quería un nuevo paisaje para pintar. Pero la guerra terminaría pronto, y lo mismo que los parientes peninsulares él se marcharía.

El pensamiento este la trastornó. Hacia ya días que, con el nuevo atrevimiento que ahora había adquirido desde que hablaba con Pablo, Marta dijo claramente a cu hermano José que ella quería irse a Madrid con los parientes, a estudiar, cuando la guerra acabara. José se había negado redonda y terminantemente a dejarle concebir la más pequeña ilusión. A Marta no se le había perdido nada fuera de la isla, nada… Cuando ella le contó esto a Pablo, fue cuando el pintor le explicó aquella teoría de que todo lo que se desea de veras se alcanza.

Marta tenía la cabeza apoyada en el tronco del drago. Es un árbol de siglos, casi humano. Un árbol cuyo tronco retorcido finge cuerpos apasionadamente enlazados; su copa de hojas duras, agudas como pequeñas pitas, araña la suavidad, la sed del cielo, y una savia roja corre bajo su corteza. No es bueno pensar en quien se quiere con la cabeza apoyada en este árbol de tierras cálidas. Su silencioso misterio no se envuelve en brumas, se recorta duramente en la luz deslumbrante y sin frío. Está pidiendo realidad. No quiere sombras; si el cuchillo le hiere, no disfraza sus zumos de frescura y de agua; suelta sangre como la carne de los hombres al herirse. Siglos y siglos está quieto bajo el sol y las tibias noches de estrellas bajas, esperando. Marta sentía detrás de su cabeza la palpitación de aquella sangrienta sabiduría del drago. "Realidad, realidad, besos en la noche, besos… Realidad, Marta Camino, ¿qué esperas de este hombre, de este amigo? No te va a dar nada. No lo amas. Nunca te abrazará, nunca te dará hijos. Te hace soñar en otros países, te hace soñar con la pureza de la vida y del arte. Pero, ¿qué es eso? La vida para una mujer es amor y realidad. Amor, realidad, palpitación de la sangre. Tu boca ancha es triste y respira voluptuosidad aunque tus ojos sean puros. Tienes dentro de ti semillas de muchos hijos que han de nacer; eres como una tierra nueva y salvaje y debes esperar como la tierra, quieta, el momento de dar plantas.

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