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Ya sentados a la mesa, y cuando en ocasión del postre llegó el enorme flan de Daniel como un reto, Pino contó que ella desde joven había trabajado con sus manos, y se había ganado su comida, cosa que muchos encontraban mal.

José comía vorazmente, como siempre, y con toda tranquilidad.

– Nunca he sido una carga para nadie -recalcó Pino.

Daniel, en medio de un silencio, pidió un salero a Marta. Ya no se atrevía a sacar su tic delante de José, que lo fulminaba con la mirada.

– Hay niñas mimadas, como Marta, que ni se zurcen las medias. No quieren más que leer, y luego, si las cosas les van mal, seguramente se irán a casa de unos parientes, a que las mantengan.

Matilde dijo: -Si esas cosas las dices por nosotros, en lo del trabajo tu marido tiene la palabra. Daniel habla inglés, y es posible que sea útil en su oficina. El otro día dijo que le hace falta gente. Estamos deseando vivir en la ciudad, independientes.

– ¡Claro…! ¡Aquí les tratamos tan mal…!

– ¡Por Dios, querida Pino…! nadie ha dicho nada. Haya paz… ¡Por Dios!, si lo que habéis hecho por nosotros…

Matilde, sin hacer caso a Daniel, siguió disparada.

– Muy mal lo pasamos en Francia. Pero peor lo pasan otros, en estos tiempos. Nunca fue nuestra intención estorbar en esta casa.

Se detuvo un momento, y con gran sorpresa de todos, se oyó la voz de Marta muy fuerte y clara:

– Pero, ¿quién puede decir que estorban? Esta es la casa de mi madre, ¿entienden? De mi madre y mía… Estamos muy contentas de tenerlos.

José dejó de comer. Se puso rojo y le destacaron en la cara los pálidos ojos azules. Nadie supo lo que iba a decir, porque en aquel momento le entró la histeria a Pino, y todos se asustaron. Empezó a gritar, mientras arrugaba el mantel trayéndolo hacia ella. Se volcaron vasos, y corrieron agua y vino sobre el mantel, que después de empaparse aún dejó gotear al suelo, durante un rato, aquel líquido rojizo.

– ¡Esto tenía que oír…! ¡No estoy en mi casa! ¡No estoy en mi casa! ¡Aquí amarrada a una loca, sacrificada, abandonada por mi marido por las noches…!

José se levantó y llamó a Pino mentecata, entre furioso y asustado.

– ¿Qué dices de las noches? ¿Qué tiene que ver…?

Lolita, que servía esta vez a la mesa, corrió a la cocina, tapándose la boca con las manos para no soltar la risa. En la misma puerta se tropezó con la majorera, que entraba al oír el escándalo.

– Abandonada por ti, sí…

Pino lloraba y se ahogaba. José le metió entre los dientes un vaso con agua. Los dientes castañeteaban contra el cristal, y el agua se derramó sobre el pecho de Pino.

Matilde fue quien ayudó a la majorera a sostener a Pino para subirla a su alcoba. Marta iba detrás, confundida. Se quedó al pie de la escalera, al fin, sin saber qué hacer. José la vio, cuando él también iba a subir, y le soltó una palabrota, y luego dos bofetones sonoros. Le marcó los dedos en las mejillas. Marta quedó quieta… Vio que la vieja Vicenta, ordinaria y obtusa, se paraba un momento para ver su humillación, pero que Matilde no se volvía. En aquellos segundos de pesadilla, notó que en un extremo del comedor, Daniel y Honesta se hacían los disimulados. A nadie le importaba que la castigaran. Tal vez lo creían justo, ya que había provocado aquel ataque de Pino. Dio media vuelta y salió al jardín. El aire y el sol, vivos y fríos, le empujaron el pecho, allí donde le dolía. Empezó a andar cegada. Llegó a un límite del jardín y siguió por la finca, entre las vides invernales, hundiéndose en el áspero y suelto picón hasta media pierna. Luego se tiró al suelo. El pequeño dolor de las porosas piedrecillas de lava clavándose en los brazos y en el cuerpo, la hizo llorar al fin. Frente a ella, en su hoyo clavado en el picón, un esqueleto de vid, con las últimas hojas secas, quemadas, pendientes milagrosamente de unas gruesas telas de araña; empezó a temblar detrás de unas difíciles lágrimas. Luego lloró más, suelta ya la pena a chorro, infantilmente, y ya no vio nada.

Se dio cuenta más tarde de que estaba con la frente apoyada en los brazos, y que su boca, muy cerca de la tierra, aspiraba su aliento profundo.

Estaba tan sola en el campo de viñas, con el aire frío pegándosele en la espalda, como cualquier pequeño insecto perdido entre la vegetación, sobre el inmenso mundo.

El sol y el viento hacían temblar sobre su cuerpo grandes espacios de oro que llenaban vacíos, colgaban entre las colinas, se cortaban por carreteras con árboles grandes, y tropezaban con los profundos azules de la cumbre. Ella estaba absolutamente sola con Dios. Los elegidos de su corazón la habían rechazado. Había soñado encontrar en ellos personas que tuviesen su misma alma. Pero apenas había podido atisbar en sus ojos inquietantes, penas, sabiduría… Ellos, ni habían querido mirarla. Habían rechazado sus manos tendidas y le daban la espalda.

Se sentó en la tierra, y dejó que el viento enfriara su cara y su cuerpo. Asustada, vio como a la luz de un relámpago, lo que los padres cariñosos y los buenos maestros, y las amigas tiernas, nos ocultaban siempre: la grande y desolada soledad en que se mueve el hombre. Cerró los ojos, como si realmente estuviese hiriéndoles algo. Luego volvió a la casa, seria. Sus pensamientos los concretó en la frase que se repetía siempre: "Esto es crecer, estoy creciendo".

Desde aquel día fue y vino del Instituto, sintiendo una lejana pena y un poco de resentimiento cada vez que encontraba a sus tíos. Hasta Hones, la más asequible, la menos interesante, se burlaba un poquito de ella porque, según decía, con sus dieciséis años, no había sido capaz aún de tener un novio.

Después de aquel estallido de Pino, todos los de la casa parecieron serenarse. Se decidió que desde enero vivirían los tíos en Las Palmas, en la casa ahora cerrada, donde durante parte de su infancia había vivido Marta con su abuelo. José daría a Daniel un empleo bien pagado.

Fuy muy raro para Marta ver como Pino se sintió desde entonces infeliz, porque los parientes que tanto habían parecido molestarla se iban. Decía que iba a quedar horriblemente sola y abandonada.

Llegó a hacerse muy amiga de Hones, que era muy amable y subía muchos ratos a su cuarto para hacerle compañía y cuchichear con ella interminablemente.

Marta pasaba unos días de desconcierto entre todas estas vidas indiferentes junto a ella. También se sentía distinta junto a sus amigas. Su antigua y absoluta intimidad con ellas no le parecía posible ya. En los últimos días de la estancia de los huéspedes, Pino llegó hasta a estar animada como en los tiempos en que Marta la conoció, cuando estaba recién casada. Iba y venía a Las Palmas con mucha frecuencia para ayudar a Hones a preparar la casa de la ciudad. A pesar del buen humor de Pino, José no pareció muy contento de estas salidas. Un día, delante de todos, le planteó la cuestión:

– Si sigues dejando la casa con frecuencia, tendremos que buscar una enfermera para Teresa. No estoy dispuesto a que Vicenta crea que tiene derecho y libertad para manejar completamente a la enferma… El mejor día nos encontraremos un curandero en casa… Ya ha sucedido.

El tono de José fue muy seco. Estaban todos tomando café debajo de los ventanales del comedor. Pino se había puesto su traje nuevo y estaba dispuesta a ir a Las Palmas aquella tarde. Escuchaba, rabiosa, a su marido. Marta, que estaba en un rincón, salió al jardín, como hacía siempre ahora, cuando presentía que se preparaba alguna discusión. Los peninsulares no despegaron los labios. Solamente Daniel se quemó con el café. Pino empezó a agitarse. José la miraba.

– No quiero escenas… Aquí todos son testigos de que no te impido hacer tu capricho, pero tiene que ser dejando a Teresa en buenas manos.

– Para tú acostarte con la enfermera que traigas. ¡Gracias…! No quiero.

Las caras de todos los que les rodeaban eran difíciles. Matilde, impaciente, no entendía bien estos celos furibundos de Pino. Se encogió de hombros fastidiada. "Si recordaran estas gentes que había guerra -pensó-, que había tantas cosas de que ocuparse en vez de perder el tiempo en discusiones ridículas…" Miró por los cristales de la ventana y vio a Marta en el jardín sentada con la gata en la falda. También le molestó la actitud de aquella chica. Se sentía profundamente descontenta con todo y con todos. A veces le parecía que jamás volvería a ser la mujer animosa de antes de la guerra.

La discusión entre José y Pino terminó como era de esperar. Pino se quedó en casa fastidiada y rabiando. Daniel se sintió mal y pidió que le hicieran tila. José marchó a su oficina llevando en el automóvil a Honesta y a Marta.

Los sollozos de Pino se oyeron mucho rato aquella tarde. Se había encerrado en su cuarto. Matilde, que no tenía gran cosa que hacer, había subido también a su propia alcoba y la oía desde lejos. Se acercó a la ventana y se dedicó a mirar el firmamento, como si estuviese enjaulada. Muchas veces hacía esto mismo. Así vio cómo unas nubes ligeras cubrían la cumbre y se iban espesando rápidamente, y cómo luego se volvieron tempestuosas y terribles. Aquel espectáculo del cielo la iba cargando a ella de una extraña electricidad.

Daniel, que no se atrevía a tocar el piano por no molestar a Pino, daba vueltas en aquella misma habitación, y Matilde lo sentía, nerviosa. De pronto empezó a llover. Relampagueaba y llovía brusca y torrencialmente.

– ¡Dios mío! -decía Daniel!- se me parte la cabeza… Pero ¿no estamos en invierno…? Este clima me sienta mal a los nervios… Yo tenía entendido que en invierno no había tempestades.

– Aquí en la isla, sólo hay tempestades en invierno.

Daniel miró la figura de su mujer, tan seca, recortada contra los cristales de la ventana.

– Pareces una profesora hablando así.

– ¿No lo soy?

Matilde se había vuelto hacia él, desdeñosa.

– Eres una dama… No lo olvides. Te has casado conmigo.

Matilde tuvo ganas de reírse, como si ella también estuviese histérica. Aquel hombre, su marido, le parecía un monigote.

– Ojalá no lo hubiera hecho nunca.

– ¡Qué manera de hablar…! ¿Te ha contagiado Pino…? cloc, cloc…, ¡ejem!

Matilde sentía aquella electricidad y aquel desbordar de la lluvia dentro de ella misma.

– Sí, eso es. Me he contagiado. Cuando las gentes viven encerradas en un círculo absurdo, terminan contagiándose.

Daniel, al ver que Matilde temblaba, se quedó mirándola con curiosidad, con cierta avidez también.

Matilde le apartó. A veces tenía ella impulsos extraños, pero ninguno como el que le cogió en este momento. La tempestad la conmovía, removía en ella una serie de sentimientos y de impulsos.

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