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… Cuando me asomo al laberinto de mi pasado en esta hora última, me asombro ante mi natural vocación de farsante, de animador de antruejos de armador de ilusiones, a manera de los saltabancos que en Italia, de feria en feria -y venían a menudo a Savona- llevan sus comedias, pantomimas y mascaradas. Fui trujamán de retablo, al pasear de trono en trono mi Retablo de Maravillas. Fui protagonista de sacra reppresentazione al representar, para los españoles que conmigo venían, el gran auto de la Toma de Posesión de Islas que ni se daban por enteradas. Fui ordenador magnifico de la Gran Parada de Barcelona -primer gran espectáculo de Indias Occidentales, con hombres y animales auténticos, presentado ante los públicos de la Europa. Mas adelante -fue durante mi tercer viaje- al ver que los indios de una isla se mostraban recelosos en acercarse a nosotros, improvise un escenario en el castillo de popa, haciendo que unos españoles danzaran bulliciosamente al son de tamboril y tejoletas, para que se viese que eramos gente alegre y de un natural apacible (Pero mal nos fue en esa ocasión, para decir la verdad, puesto que los caníbales, nada divertidos por moriscas y zapateados, nos dispararon tantas flechas como tenían en sus canoas…) Y, mudando el disfraz, fui Astrólogo y Milagrero en aquella playa de Jamaica donde nos hallábamos en la mayor miseria, sin alimentos, enfermos y rodeados para colmo, por habitantes hostíles listos a asaltarnos. En buena hora se me ocurrió consultar el libro de Efemérides de Abraham Zacuto, que siempre llevaba conmigo, comprobé que aquella noche de febrero, veríase un eclipse de luna, y al punto anuncié a nuestros enemigos que si esperaban un poco, en paz, asistirían a un grande y asombroso portento. Y, al llegar el momento, aspándome como molino, gesticulando como nigromante, clamando falsos ensalmos, ordene a la luna que se ocultase… y ocultóse la luna. Fuime en seguida a mi cámara y luego de esperar a que corriese el reloj de arena el tiempo que hubiese de durar el milagro -tal cual estaba indicado en el tratado- reaparecí ante los caníbales aterrados, ordenando a la luna que volviese a mostrarse -cosa que hizo sin demora, atendiendo a mi mandato (Acaso por tal artimiña llegué vivo a la fecha de hoy…) Y fui Gran Inquisidor, amenazante y terrible -no querría recordarlo- aquel día en que en las costas de Cuba hice preguntar a los marineros si alguna duda abrigaban de que esa gran tierra fuese Tierra Firme, nación continental, comarca avanzada de las vastas Indias cuyo regalo -¡menudo regalo!- se esperaba de mí en España. E hice proclamar, por voz de notario que quien pusiese en tela de juicio que esa tierra de Cuba fue un continente parara una multa de diez mil maravedís, y además, tuviese la lengua cortada. La lengua cortada. Nada menos. Pero el Yo-Inquisidor consguió lo que quería. Todos los españoles -sin olvidar a los gallegos y vizcainos a quienes siempre vi como gente diferente- me juraron y volvieron a jurar, pensando que con ello habrían de conservar lo que, según Esopo, es lo mejor y lo peor que en el mundo existe. Yo necesitaba que Cuba fuese continente y cien voces clamaron que Cuba era continente… Pero pronto es castigado el hombre que usa de fullería, engaño amenaza o violencia para alcanzar algún propósito Y, para mí, los castigos empezaron acá abajo, sin esperar al más allá, puesto que todo fue desventura, malandanza y expiación de culpas en mi último viaje -viaje en que vi mis naves treparse a olas como montañas y descender a abismos mugientes levantadas, sorbidas, azotadas, quebradas antes de ser lanzadas nuevamente al mar por un rio de Veragua que se hinchó de lluvias, de repente, empujándonos hacia fuera como negado a darnos amparo. Y aquellos días de renovadas desdichas, tras una última y desesperada búsqueda del oro en tierra firme, terminaron en kiseria de naves carcomidas, llagas engusanadas, fiebres malignas, hambres, desconsuelo sin término, alh donde casi amortecido oí la voz de quien, me dijo “¡Oh estulto y tardo en creer y servir a tu Dios, Dios de todos!”, sacándome de la lóbrega noche de mi desesperación con palabras de aliento, a las cuales respondí con la promesa de ir a Roma, con hábito romero, si de tantas tribulaciones salía con vidad. (Pero incumplida quedó mi promesa, como tantas otras que hice…) Y volví al punto de partida arrojado como quien dice, del mundo descubierto, recordando como criaturas de pesadilla a los monicongos de Cipango -a quienes menciono en mi testamento dado ayer – que, en fin de cuentas, jamás tuvieron idea alguna de haber pasado a condición mejor, considerando mi aparición ante sus playas como una horribe desgracia -idea alguna de haber pasado a condición mejor considerando mi aparición ante sus pía; as como una horrible desgracia. Para ellos, Christophoros -un Christophoros que ni un solo versículo de los Evangelios citó al escribir sus cartas y relaciones- fue, en realidad, un Príncipe de Trastornos, Príncipe de Sangre, Príncipe de Lágrimas, Príncipe de Plagas -jinete de Apocalipsis. Y en lo que se refiere a mi conciencia, a la imagen que de mi se yergue ahora, como vista en espejo, al pie de esta cama, fui el Descubridor descubierto -descubierto, puesto en descubierto, pues en descubierto me pusieron mis relaciones y cartas ante mis regios amos, en descubierto ante Dios al concebir los feos negocios que, atropellando la teología, propuse a Sus Altezas, en descubierto ante mis hombres que me fueron perdiendo el respeto de día en día, infligiéndome la suprema humillación de hacerme aherrojar por un cocinero -¡a mí, Don Almirante y Virrey!-, en descubierto, porque mi ruta a las Indias o la Vinlandia meridional o a Cipango o a Catay -cuya provincia de Mangui bien puede ser la que conocí por el nombre de Cuba-, ruta que abrí con harta facilidad por tener conocimiento de la saga de los normandos, la siguen ahora cien aventureros -¡hasta los sastres dije, que abandonan la aguja y las tijeras por el remo!-, hidalgos sin blanca, escuderos sin amo, escribanos sin oficina, cocheros sin tronco, soldados sin empleo, picaros con agallas, porquerizos de Cáceres, fanfarrones de capa raída, perdularios de Badajoz, intrigantes colados y apadrinados, asomados de toda laya, cristianos de nombre cambiado ante notario, bautizados que fueron andando a la pila, chusma que hará cuanto pueda por menguar mi estatura y borrar mi nombre de las crónicas. Acaso ni me recuerden, ahora que lo gordo esta hecho, que se traspasaron los limites geográficos de mi empresa, poniendo nombre a ciudades -¡ciudades las llaman!- de diez bohíos cagados de pájaros…

Fui el Descubridor-descubierto puesto, en descubierto y soy el Conquistador-conquistado pues empece a existir para mi y para los demás el día en que llegue allá , y, desde entonces son aquellas tierras las que me definen, esculpen mi figura, me paran en el aire que me circunda, me confieren, ante mi mismo, una talla épica que ya me niegan todos y más ahora que ha muerto Columba, unida a mi en una hazaña lo bastante poblada de portentos para dictar una canción de gesta -pero canción de gesta borrada antes de ser escrita, por los nuevos temas de romances que se ofrecen a la avidez de las gentes. Ya se dice que mi empresa fue mucho menos riesgosa que la de Vasco de Gama, quien no vaciló en retomar el camino donde habían desaparecido varias armadas sin dejar huellas; menos riesgosa que la del gran veneciano que estuvo venticinco años ausente y dado por muerto… Y eso lo dicen los españoles, que siempre te vieron como extranjero. Y es porque nunca tuviste patria, marinero; por ello es que la fuiste a buscar allá -hacia el Poniente- donde nada se te definió jamás en valores de nación verdadera, en día que era día cuando era noche, en noche que era noche cuando acá era día, meciéndote como Absalón colgado por sus cabellos, entre sueño y vida sin acabar de saber donde empezaba el sueño y donde acababa la vida. Y ahora que entras en el Gran Sueño de nunca acabar, donde sonaran trompetas inimaginables, piensas que tu única patria posible -lo que acaso te haga entrar en la leyenda si es que nacerá una leyenda tuya… – es aquella que todavía no tiene nombre que no ha sido hecha imagen por palabra alguna. Aquello todavía no es Idea; no se hizo concepto, no tiene contorno definido, contenido ni continente. Mas conciencia de ser quien es en tierra conocida y delimitada la posee cualquier monicongo de allá que tu, marino con tus siglos de ciencia y teología a cuestas. Persiguiendo un país nunca hallado que se te esfumaba como castillo de encantamientos cada vez que cantaste victoria fuiste, transeúnte de nebulosas viendo cosas que no acababan de hacerse inteligibles, comparables, explicables, en lenguaje de Odisea o en lenguaje de Génesis. Anduviste en un mundo que te jugó la cabeza cuando creíste tenerlo conquistado y que, en realidad te arrojo de su ámbito, dejándote sin acá y sin allá. Nadador entre dos aguas, náufrago entre dos Mundos morirás hoy, o esta noche, o mañana, como protagonista de ficciones, Jonás vomitado por la billena durmiente de Éfeso, judio errante, capitán de buque fantasma… Pero lo que no habrá de ser olvidado, cuando hayas de rendir cuentas donde no hay recurso de apelación ni de casación, es que con tus armas que tenían treinta sglos de ventaja sobre las que pudieran oponérsete, con tu regalo de enfermedades ignoradas donde arribaste, en tus buques llevaste la codicia y la lujuria el hambre de riquezas, la espada y la tea, la cadena, el cepo y la tralla que habría de restallar en la lóbrega noche de las minas, allí donde se te vio llegar como hombre venido del cielo -y asi lo dijiste a los Reyes- vestido de azur más que de gualda portador, acaso, de una venturosa misión. Y recuerda, marinero, al Isaías que durante tantos años invocaste para avalar tus siempre exesivas palabras, tus siempre incumplidas promesas: “¡Malhaya de quienes se tienen por sabios /y se creen mas listos de la cuenta” Y recuerda ahora el Eclesiastés que tantas veces has repasado “Aquel que ama el oro carga con el peso de su pecado / aquel que persigue el lucro sera víctima del lucro / Inevitable era era la ruina de quien fue presa del oro.” Y, en un trueno que retumba ahora sobre los techos mojados de la ciudad, de lo profundo te clama de nuevo Isaías, estremeciéndote de espanto “Puedes multiplicar las plegarias / que yo no las escucho / porque tus manos están tintas de sangre” (I, 15).

Oigo en la escalera, los pasos del Bachiller de Mirueña y de Gaspar de la Misericordia, que me vienen con el confesor. Oculto mis papeles bajo la cama y vuelvo a acostarme, después de apretar el cordón de mi sayal, con las manos juntas, tieso el cuerpo, tal yacente en tapa de sepultura real. Llego la hora suprema de hablar. Hablare mucho. Me quedan fuerzas para hablar mucho. Lo diré todo. Lo largaré todo. Todo.

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