Литмир - Электронная Библиотека
A
A

III LA SOMBRA

Tu non dimandi che sptrtti son queste che tu vedi7

dante. Inferno, IV

El Invisible -sin peso, sin dimensión, sin sombra, errante transparencia para quien habían dejado de tener un sentido las vulgares nociones de frío o calor, día o noche, bueno o malo- llevaba vanas horas vagando entre los brazos abiertos de las cuádruples columnatas del Bernini, cuando se abrieron las altas puertas de San Pedro. Quien tanto había navegado sin mapas no pudo menos que mirar con sorna a los muchos turistas que, aquella mañana, consultaban sus guias y Baedekers antes de engolfarse en la basílica y tomar un rumbo cierto hacia los más famosos portentos de aquel Palacio de Maravillas que, para el, iba a ser hoy Palacio de Justicia. Encausado ausente, forma evocada, hombre de papel, voz trasladada a boca de otros para su defensa o su confusión, permanecería a casi cuatro siglos de distancia de aquellos que ahora examinarían los menores tránsitos de su vida conocida, determinando si podía ser considerado como un héroe sublime -asi lo veían sus panegiristas- o como un simple ser humano, sujeto a todas las flaquezas de su condición, tal cual lo pintaban ciertos historiadores racionalistas, incapaces acaso de percibir una poesía en actos situada mas allá de sus murallas de documentos, crónicas y ficheros. Le había llegado el momento de saber si, en lo adelante, merecería estatuas con laudatorio epígrafe o algo más trascendente y universal que una imagen de bronce, piedra o mármol parada en medio de una plaza pública.

Apartándose de un Juicio Final -el de la Capilla Sixtina – que aún no lo concernía, se dirigió con certera brújula, a las salas, cerradas para el publico visitante, de la Lipsonoteca, cuyo conservador sabio bolandista y, por fuerza, un tanto osteólogo, odontólogo y algo anatomista, estaría entregado como de costumbre, al examen estudio y clasificación de los innumerables huesos, dientes, uñas, cabellos y otras reliquias de santos, guardados en gavetas y cajones. Aunque, por lo general, los muertos no se preocupaban por el destino de sus propios huesos, el Invisible quería saber si en aquel lugar, se habia reservado algún sitio a los pocos huesos que le quedaban, para el caso de que… -” Parece que vamos a tener función de mucho lucimiento” – dijo el el conservador a un joven seminarista, discípulo suyo, a quién estaba adiestrando en los métodos de clasificación de la Lipsonoteca -”Es que la causa de hoy no es una causa corriente”-dijo el otro -”Ninguna causa por beatificación es causa corriente” -observo el conservador, en el tono de cascarrabias que le era habitual, aunque esto poco apocaba al otro. -”Cierto. Pero aquí el personaje es conocido en todo el orbe. Y la postulación ha sido introducida por dos Papas: primero Pío IX; ahora Su Santidad León XIII.” -Pío IX murió antes de que transcurrieran los diez años exigidos por la Sacra Congrega ción de Ritos para proceder al examen de los documentos y testimonios justificativos.” -”Aún no había sido introducida la causa de Cristóbal Colón cuando ya el Conde Roselly de Lorgues estaba pidiendo dos aureolas más: una para Juana de Arco, otra para Luis XVI” -”Mira: si una beatificación de Juana de Arco me parece muy posible, la de Luis XVI es tan probable como la de la puta de tu abuela” -”Gracias”- “Ademas, habría que poner un coto a eso de las postulaciones. Nosotros somos algo más que una manufactura de imágenes piadosas.” Hubo un silencio, durante el cual entraron unas moscas en vuelo explorador, como buscando algo que al fin no encontraron -”¿Como ve usted la causa de Colón-?” -pregunto el seminarista -”Mal. En la timba que tienen los alabarderos suizos en su cuerpo de guardia, las apuestas a favor de Colón están, hoy en la mañana, a una contra cinco.” -”Sentiría que fuese rechazado”-dijo el joven. -”¿Porque apostaste por él?” -”No. Porque no tenemos un solo santo marinero. Por más que he buscado en la La Leyenda Áurea, el Acta Sanctorum de Juan Bolando y hasta en El libro de las coronas de Prudencio, no hallo uno solo. La gente de mar no tiene un patrón que haya sido de su oficio. Pescadores muchos -empezándose por los del Lago Tiberiades. Pero marino de verdad, de agua salada ninguno” -”Cierto” -dijo el conservador, repasando mentalmente sus repertorios, catálogos y registros de entradas- “porque San Cristóbal jamas se las entendió con un velamen. Barquero de río fue Christo-phoros, como sabemos, y por haber pasado de una orilla a la otra, montando en su hombro a Quien no temía ser arrastrado por las aguas tumultuosas, al plantar su pértiga en suelo seguro, esta creció y verdeció como la palmera del dátil”. -”Patrón de todos los viajeros, asi viajen en nave, burro, ferrocarril o globo…” Ambos empezaron a revolver tarjeteros y papeles. Y el Invisible por encima de sus hombros, vio aparecer nombres y más nombres -algunos de los cuales le eran profundamente desconocidos- de santos invocados por la gente marina en sus tempestades, calamidades y malandanzas: San Vicente, diácono y mártir, porque, cierta vez, su cuerpo flotó maravillosamente sobre olas embravecidas, a pesar de estar su cuerpo lastrado por una enorme piedra (“pero esa no era su profesión” -observó el seminarista), San Cosme y San Damián, santos moros -”nuestra patria es la Arabia ”, decían- porque el procónsul Lisias los arrojó al mar, encadenados; San Clemente, también arrojado al mar, cuyo cadáver fue hallado en una isla próxima a Quersoneso, asido de un áncora (“tampoco fueron marinos” -dijo el joven), San Castreuse, por haber desafiado un tifón a bordo de una barca maltrecha (“embarcado muy a pesar suyo”); San León, por su tormento en manos de unos piratas (“no por ello era navegante”); San Pedro Gonzalez, más conocido por San Telmo (“convirtió a muchos marinos y encendió los lindos Fuegos de San Telmo que suelen bailar, de noche, en las cimas de los mástiles. Pero era hombre de tierras adentro, oriundo de Astorga, sabrosas mantecadas tienen fama en toda España porque…” -”No nos dispersamos” -dice el conservador; “No nos dispersemos”). Y sigue el recuento: San Cutberto, patrón de marinos sajones (“éste me huele a saga nórdica… Un marino gaditano o marsellés no va a invocar a un vikingo”); San Rafael Arcángel (“¡cómo podría llevar gorra marinera un arcángel, dígame usted!”); Nicolás, obispo de Mira que, invisible, enderezó la arboladura de un velero en derrota y, tomando la rueda del timón, lo llevo a puerto seguro (“pero más se le ve hoy guiando un trineo y repartiendo juguetes, que andando sobre las aguas”) -”Pues entonces, estamos jodidos” -dijo el Consenador de la Lipsonoteca Vaticana – “Porque ni Santo Domingo de Lores, ni San Valerio, ni San Antonio de Padua, ni San Restituto, ni San Ramón, ni San Budoc (¡ni lo conozco!), invocados por los marineros, fueron nunca marineros” -”Conclusión: Pío IX estaba en lo cierto. Necesitamos un San Cristóbal Colón” -”Habría que preparar un cajón para guardar sus reliquias.” -”Lo malo es que la gente andariega y navegante no deja rastro.”-”¿Y no quedará, de él algún fémur, algún metacarpo, una rotula, alguna falanje, siquiera?” -”Ése es otro lio. Un lío de nunca acabar, pues nunca hubo huesos mas trajinados, trasegados, revueltos, controvertidos, viajados, discutidos, que ésos” Y, resumiendo lo sabido en búsquedas recientes, motivadas por la postulación del día, explicó el sabio bolandista a su discípulo que Colón, por haber muerto en Valladolid, había sido enterrado en el convento de San Francisco de aquella ciudad. Pero en 1513, sus restos pasan al monasterio de Las Cuevas, de Sevilla de donde son sacados, treinta y tres años después, para ser trasladados a Santo Domingo, descansando allí hasta 1795. Pero quien te dice a ti que de pronto se solíviantan los negros de la banda francesa de la isla, levantan tremebundos incendios, queman las haciendas y degüellan a sus amos. Las autoridades españolas, temerosas de que se propaguen las llamas de la rebelión, despachan los despojos mortales del Gran Almirante a La Ha bana en cuya catedral habrían de quedar en espera de volver a Santo Domingo, donde había el proyecto de levantar un panteón con esculturas, alegorías y todo: algo que fuese digno de tan insigne difunto. Pero entre tanto se produce un golpe de teatro casi rocambolesco, diría, si es que se puede mentar a Rocambole en este ámbito vaticano. -”Descuide usted, señor, que aquí el que más, el que menos ha leído las aventuras de Rocambole.” -”En la catedral de Santo Domingo Cristóbal Colón no estaba solo: su urna funeraria se avecinaba con la de su hijo Diego el primogénito; la de Don Luis Colón, hijo de éste, Primer duque de Varagua, y la de Don Cristóbal Colón II, hermano de Don Diego Colón. Y quién dice que el 10 de septiembre de 1877, un arquitecto encargado de efectuar unas reparaciones en la catedral, descubre un cajón de metal sobre c! cual había una inscripción abreviada: “D de la A Per A te C.C.A.” -lo cual se interpreta como. Descubridor De America, Primer Almirante, Cristóbal Colón Almirante. Luego, los restos trasladados a La Habina, no eran los de quien ahora vamos a beatificar…” -”Si ha lugar” -murmura el seminarista-”Pero -y ahí está la tragedia- dentro de la caja metálica leíase, en caracteres góticos alemanes: Ilustrísimo y Estimado Varón Don Cristóbal Colón, sin nada de Almirante”. Y empiezan los jodedores de siempre a decir que si esos no son los restos de Colón I sino de Colón II, y que si los de Colón I siguen en Cuba, y un cura venezolano publica un sonado folleto acabando de enredar el pleito y ahí se arma una que ni la del Filioque… Total que no acaba de saberse si los huesos de Colón I no serán los de Colón II, o que si los de Colón II no serán los de Colón I, y a mi que no me pregunten y que eso lo resuelva la Sacra Congregación de Ritos, que para eso esta, porque entre tanto no me entra aquí una sola clavicula, un radio, un cubito de Colón que no haya sido debidamente autentificado. Esto es una Lípsonoteca seria y no se pueden aceptar vertebras, apriétales, occipitales o metalarsos que sean de cualquiera, porque en todo hay categorías. Y, en cuanto a mi, no voy a pararme entre dos ataúdes para jugar el juego de: Tin-Marin-Dedó-Pingüe-Cúcara-Mácara-Títere-Fue.” -”Aquí ni con oro se entra, despucs de muerto” -asintió el seminansta: “Y eso que Colón decía, según Marx, que ‘el oro era una cosa maravillosa. El poseedor de oro tendrá todo lo que desee. Mediante el oro pueden, incluso, abrirse a las almas las puertas del paraíso’.” -”Es cierto que lo dijo Colón pero no me cites a Colón a través de Marx Ese nombre no debe pronunciarse donde las paredes tienen oídos. Mira que depues de la publicación del Syllabus ciertos libros están muy mal vistos por acá” -”Y sin embargo parece que usted conoce muy bien a Marx, como conoce también a Rocambole” -”Hijo por fuerza: formo parte de la comisión del Index” -”Veo que no se aburre uno tanto confeccionando el Index” -dijo el seminarista con una risita socarrona: “Ahora me explico por que Mademoiselle Maupín y Naná, están en el Index” -”En vez de estar diciendo pendejadas deberías ir a ver como anda la beatificacion del Gran Almirante” -dijo el bolandista, furioso disparando el escarpín de hebilla en una patada que fallo el blanco -”¡Eso!” -pensó el Invisible: ¡”¡Eso!” Y repentinamente angustiado se encamino con prisa siguiendo corredores y subiendo escaleras. hacia la sala donde, a llamado de ujieres iba a representarse el solemne Auto Sacramental del que sería Protagonista ausente/presente.

20
{"b":"81675","o":1}