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… Pero puesto en el ineludible apremio de hablar, llegada la hora de la verdad, me pongo la máscara de quien quise ser y no fui: la máscara que habrá de hacerse una con la que me pondrá la muerte -última de las incontables que he llevado a lo largo de una existencia sin fecha de comienzo. Venido del misterio me aproximo ahora -tras de cuatro jornadas de argonauta y una de menesteroso…- al terrible minuto de la entrega de armas, pompas y andrajos. Y se quiere que hable. Pero las palabras, ahora, se me atragantan. Para decirlo todo, contarlo todo, habría de estar en deuda – “dando y dando”, como se dice en jerga de buen trueque- con los hombres de una fe, de un modo de sentir que me hubiesen sido magnánimos y encubridores. Y no fue asi, ya que podría tomar para mi -yo que por ambicioso renegué de la Ley de los míos- las duras sentencias dictadas, en vísperas de morir, a aquel Moisés que, como yo, sin fecha puesta sobre el día de su nacimiento, fuese -como yo- Anunciador de Tierras Prometidas: “Arrojaste muchas simientes para poca cosecha; sembraste y trabajaste la viña para no beber de su vino; tuviste olivares en toda tu hacienda y no pudiste ungirte con su aceite porque derribados fueron tus olivos”. Y tambien dijo Yahve al Contemplador de Remos Distantes: “He aquí el país que con tus ojos te hice ver pero a el no pasaras”… Aún es tiempo de detener el verbo. Que mi confesión se reduzca a lo que quiero recelar. Diga Jasón -como en la tragedia de Medea- lo que de su historia le conviene contar en idioma de buen poeta dramático, idioma de jaculatoria y coraza, muchos gemidos para mayor indulgencia, y nada mas… Extravíado me veo en el laberinto de lo que fui. Quise ceñir la Tierra y la Tierra me quedó grande. Para otros se despejarán los muy trascendentales enigmas que aún nos tiene en reserva la Tierra, tras de la puerta de un cabo de la costa de Cuba al que llame alfa-omega por significar que allí, a mi ver terminaba un imperio y empezaba otro -cerrábase una época y empezaba otra nueva…

…Y ya me busca la cara, el confesor, en las hondura de las almohadas resudadas por la fiebre, mirándome a los ojos. Se alza la cortina sobre el desenlace, hora de la verdad, que es hora de recuento. Pero no habrá recuento. Solo diré lo que, acerca de mi, pueda quedar escrito en piedra mármol. De la boca me sale la voz de otro que a menudo me habita. Él sabrá lo que dice… “Haya misericordia agora el cielo y lloré por mi la tierra”

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