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… Pero cuando escribí a sus altezas estaba mintiendo una vez más, apresurando proposiciones que, si bien habían madurado en mi mente (y por ello hube de mandar de avanzada y muestra unos cuantos cautivos con sus mujeres, niños y niñas…), reservaba yo, en realidad, para el regreso -cuando tuviese oportunidad de avanzar o de retroceder según la cara que pusiesen mis interlocutores. Pero los acontecimientos se me habían adelantado de fea manera, hallándome con que otros habían pensado en lo mismo, haciendo hecho consumado -sangrienta realidad- de lo que yo había meditado en frío, esperando el asentimiento real para emprender una acción que hiciese olvidar los malogros de mi empresa. Y con una pluma harto apresurada trataba premiosamente de captar el temporal que, habiéndome echado encima en esta isla, bien podría volar por sobre el océano derribando la estatua que con tanto trabajo hubiese logrado erigir -aunque inconclusa aún y algo tambaleante, todavía, sobre sus zócalo- en la Gran Función de Barcelona. Y es que, a mi vuelta de una descubierta de islas cercanas, había encontrado a los españoles soliviantados, olvidados de toda autoridad, lanzados a crueles empresas dictadas por la codicia. Estaban todos enfermos del Oro, inficionados del Oro. Pero si su enfermedad era semejante a la mía -pues buscando el oro con encarnizamiento, con obcecación no hacían sino seguir mi ejemplo-, las causas de tal vesania no eran las mismas. Yo no quería el oro para mí (al menos, por ahora…) Lo necesitaba primordialmente para mantener mi prestigio en la Corte y justificar la legitimidad de los altos títulos que me habían sido otorgados. No podía admitir que se siguiese diciendo que mi costosísima empresa no había traído más beneficios al trono real que “un oro que se perdía en el hueco de una muela”. Mi enfermedad era enfermedad de Gran Almirante. La de estos españoles de mierda, en cambio, era la de bellacos que querían el metal para sí -para guardarlo, amontonarlo, esconderlo, y abandonar estas tierras lo más pronto posible, fortuna hecha, para saciar allá sus vicios, lujurias y apetitos de propiedad. En mi ausencia, olvidados de mis instrucciones -irrespetando a mi hermano Bartolomé a quien tenían, como a mí, por extranjero- se habían soltado en ralea de oro por toda la Española, apaleando indios, incendiando sus aldeas, hiriendo, matando, torturando, para acabar de saber donde, donde, donde, estaba la maldita mina invisible que yo mismo buscaba -sin hablar de las cien mujeres y mozas violadas en todas las expediciones. Y la resistencia de los nativos se estaba organizando de modo tan peligroso -si no disponían de armas como las nuestras, conocían mejor el terreno- que me fue preciso mandar batallones al interior. En un lugar que ya llamábamos “de la Vega Real ”, hicieron los españoles más de quinientos presos que encerraron en un recinto cercado, coto-prisión con troneras para disparar sobre los revoltosos, sin que yo supiese que hacer con ellos. No podían ser devueltos a la libertad, pues llevarían la voz de la rebelión a otras tribus. No teníamos bastimento suficiento para alimentarlos. Exterminarlos en masa -y esto es lo que querían hacer algunos- me pareció una determinación excesiva, que acaso fuese duramente censurada por Quienes me habían otorgado mis títulos -y yo harto conocía los arranques condenatorios de Columba. Pero, ante el hecho consumado, y teniendo que deshacerme -no quedaba más remedio- de esos quinientos prisioneios que en mala hora me habían echado encima, me determiné -de concierto con mi hermano- a explotar la situación la irreversible, suavizando, adornando, justificando, algo que no era sino la instauración, aquí, de la Esclavitud. Mostré los muchos beneficios de tal institución y, por fin, me valí de los Evangelios. Y con los Evangelios en viento de popa -sin que los Reyes me hubiesen autorizado aun a ejercer la trata- embarqué a los indios en dos naves, a trallazos, patadas y garrotazos, por no hallar mejor solución al conflicto de autoridad que se me imponía. Además -nuevo embuste- esos esclavos no eran tales esclavos (como los que nos venían del África) sino rebeldes a las Coronas Reales, prisioneros, tristes pero inevitables víctimas de una guerra justa y necesaria (sic). Llevados a España, dejaban de ser peligrosos. Y, cada uno, se nos volvía un alma -un alma que, a tenor de lo mandado en no sé cual Evangelio, se rescataba de una segura idolatría, demoníaca como lo son todas las idolatrías de las que empezaba yo a hablar, cada vez mas a menudo, en mis cartas y relaciones, afirmando que ciertas caretillas de adorno, vistas en las tiaras de los caciques, tenían un perfil peligrosamente parecido al de Belcebú. (Y como el primer paso es el que más cuesta, pronto recibiría Bartolomé instrucciones mías para cargar tres naves más con ese botín humano que venía a remplazar, por el momento, el Oro que no asomaba por ninguna parte…)

Y fue en el amanecer del segundo regreso al bullicioso tráfago marinero del desembarque, con seguro holgorio de zarambeques, vinazos y putas para todos, y me estaba yo ataviando con mis mejores galas de Gran Almirante, cuando vi aparecer con doblada alegría al Maestre Jacobo, que, después de abrazarme, me dijo estar de paso aquí para recibir un fuerte cargamento de vinos andaluces destinados a los Escotos de San Patricio -más borrachos cada día, decididamente. -”Ya sé que estuviste en la Vinlandia ” – me dice, echando mano a la bota de tinto que, para entonarme, había yo vaciado a medias, -” La Vinlandia es buena” -digo, sin asentir ni negar: “Pero más abajo hay tierras mejores aun.” Y lo vuelvo a abrazar, porque jubiloso estaba yo de volverlo a ver, después de tantas tribulaciones, considerando su inesperada presencia como un presagio de buena ventura -jubiloso estaba yo, repito, cuando me fue pasmado el júbilo por una esponja embebida en vinagre, al saber que, después de haberse hecho en Sevilla una muy provechosa venta de una partida de mis indios capturados en la Española, había llegado severa, fulminante, una real orden prohibiendo el floreciente negocio que yo hubiese aconsejado e instaurado. Parece que Sus Altezas, remordidas de escrúpulos, habían reunido una comisión de teólogos y canonistas para saber si era lícito el ta! Comercio, y los que siempre hubiesen sido mis enemigos se habían pronunciado como siempre en deterioro de mis intereses. Así el dinero obtenido en dos días con la venta de más de doscientos esclavos, estaba sufincado, sujeto a reintegro. Quienes ya se habían llevado sus indios con promesa de pronto pago, habrían de devolver la marcancía humana, quedando libres de deuda. Y, en lo adelante, se me prohibiría severamente que embarcara nuevos cautivos para España, con lo cual tendría que cerrar en las islas, mis campos de agrupamiento suspendiendo la captura de hombres y de mujeres -tarea tan magnífiicamente empezada. Me eché a llorar, de pura rabia, en el hombro del Maestre Jacobo. ¡Se me venía abajo el único negocio fructífero, que, para compensar la carencia de oro y especias, se me hubiese ocurrido! ¡En este segundo regreso, que había imaginado glorioso, me veía arruinado, desacreditado, desautorizado, desaprobado, por Sus Altezas y hasta llamado embaucador (sic) por el pueblo que ayer me aclamaba! ¡Y los marineros que ya me esperaban para bajar de las naves en vistosa y triunfal parada!… ¡Mísero, lamentable, ridículo, me parecen de pronto mi traje de luces, mis calza,s mi gorro de paño dorado, mis insignias de Gran Almirante!… Y resurge en mí, como tantas veces a falta de recurso mejor, el goliardo que bajo mi piel se oculta, con la máscara ceñuda y adolorida que, como máscara de mártir en sacra representación, me pongo cuando conviene. Me desvisto de pnsa. Y de prisa me cubro con el hábito menor de la orden de San Francisco con cordón en la cintura,, desnudos los pies despeinada la cabeza. Y con los ojos aneblados por una tristeza de gran aparato contrito y casi lloroso, doblado el lomo, colgantes los brazos me pongo a la cabeza de mis marineros estupefactos, para bajar a tierra con todo el vistoso agobio de un penitente en Semana Santa, Kirie eleison… Pero, en primera fila de quienes se apretujan junto a la borda para asistir a mi regreso, reconozco el rostro crispado en irónica mueca condenatoria, de aquel Rodrigo de Triana, a quien quité los diez mil reales de la Real Recompensa, para darlos a Beatriz, mi amante desdeñada. Esquivo una mirada que demasiado me acusa, no sin haber notado que el marino lleva puesto todavía, en muestra de escarnio, el jubón de seda que le di aquella vez -hoy todo raído y remendado, pero ostentoso aun de su color rojo, color del Diablo. Y aterrado me pregunto si la presencia de Rodrigo, aquí, en este día, no será Presencia de Quien, acechándome para tratar de arrastrarme a su Reino de Tinieblas, no empieza ya, desde ahora, a pedirme cuentas. Pacto no hubo. Pero hay pactos que no precisan de un pergamino rubricado con sangre. Escrito queda, y en términos indelebles, cuando con mentiras y engaños, inspirados por el Maligno, se goza de maravillas negadas al común de los mortales. A pesar del hábito franciscano que ahora me envuelve, mi carne es semejante a la del Pseudo-Cipriano, el hereje cartaginés que pignoró su alma para recuperar una perdida juventud y abusar deshonestamente del candor de una doncella -virgen como virgcn y desconocedora del Mal de Oro fue la tierra que abrí a la codicia y lujuria de los hombres de acá, Kirie eleison.

…Otro viaje y otro viaje, recordados aquí, en horas de emprender el viaje del cual no se vuelve, en este triste crepúsculo vallisoletano que levemente se me alumbra con dos velas traídas por una sirviente de paso afelpado que se marcha sin preguntarme nada, al verme sumido en la angustiada lectura de papeles viejos, revueltos sobre la sábana -ya casi sudario- de esta cama donde mis codos afebrados estiran la estameña del hábito menor de mi orden, con el cual, acaso sin merecimientos para ello, he querido envolver mi enflaquecido cuerpo… Otro viaje y otro viaje, y no llegaba el buen golpe de oro -¡qué lenguaje de cambista, qué lenguaje de banquero lombardo!…- sacrílegamente pedido al Señor ante quien hubiese hecho voto de pobreza por mero acatamiento de una regla ya bastante infringida en este siglo, para decir la verdad -complemento de un ceremonial a que me había sometido por voluntad de mi dueña. Ni buen golpe de oro, ni buen golpe de perlas, ni buen golpe de especias, ni buen golpe logrado, siquiera, en el mercado de esclavos de Sevilla. Y así como había tratado de sustituir el Oro de Indias por Carne de Indias, al ver que oro no encontraba ni carne podía vender, empecé -aprendiz de mago prodigioso- a sustituir el oro y la carne por Palabras Grandes, hermosas, enjundiosas, jugosas, ricas palabras, llevadas en brillante cortejo de Sabios, Doctores, Profetas y Filósofos. No habiendo hallado la tan pregonada, y esperada Mina, escamoteo el objeto del birlibirloque y hago ver a Sus Altezas que no todo lo que relumbra es oro. La Corona de Portugal ha gastado sumas inmensas en navegaciones de prestigio -sin mayor provecho material- que magnificaron su fama ante el mundo.éSe que mis viajes mucho costaron y poco rindieron. Pero invoco los millones -millones tal vez… – de almas que por ellos habrán de salvarse, si se mandan allá buenos predicadores, como los que asistieron a Juan de Monte Corvino en su diócesis de Cambaluc. Si no se “trujeron abastante muestras de oro”, se ha trabajado mucho (y esto no es lo de menos) para lo espiritual y lo temporal. Y es deber de reyes y monarcas alentar tales empresas, recordándose que Salomón sufragó un viaje de tres años a sus naves con el solo objeto de ver el monte Sopora; que Alejandro despachó emisarios a la isla de Trapobana, en las otras Indias, para tener un mejor conocimiento de ellas y que Nero César (¿por qué se me ocurrió citar a ese abominable perseguidor de cristianos?) puso grandes empeños en saber dónde estaban las fuentes del Nilo. “A príncipes son estas cosas dadas a hacer.” Y ahora… ¡bueno! No hallé la India de las especias sino la India de los Caníbales, pero… ¡carajo! encontré nada menos que el Paraíso Terrenal. ¡Sí! ¡Que se sepa, que se oiga, que se difunda la Grata Nueva en todos los ámbitos de la Cristiandad!… El Paraíso Terrena! está frente a la isla que he llamado de la Trinidad, en las bocas del Drago, donde las aguas dulces, venidas del Cielo, pelean con las saladas -amargas por las muchas cochinadas de la tierra. Lo vi, tal y como es, fuera de donde lo pasearon los cartógrafos engañosos y engañados, de aquí para allá, con sus Adanes y sus Evas movidos -mudados de lugar- con el Árbol entre los dos, serpiente alcahueta, recinto sin almenas, zoología doméstica, fieras cariñosas y relamidas y todo lo demás, al antojo de cada cual. Lo vi. Vi lo que nadie había visto; el monte en forma de teta de mujer, o, mejor, de pera con su pezón -¡oh tú, en quien pensé!… – centrando el Jardín del Génesis que está allí y no en otra parte, puesto que muchos han hablado de él sin acabar de decirnos dónde se encuentra, porque jamás he hallado… escriptura de latino ni de griego que certificadamente diga el sitio de este mundo del Paraíso Terrenal, ni visto en ningún mapamundo, salvo situado con autoridad de argumento. Algunos lo ponían allí donde son las fuentes del Nilo en Etiopía; mas otros anduvieron todas esas tierras y no hallaron conformidad en ello… San Isidoro y Deda y Strabo y el maestro de la historia escolástica y San Ambrosio y Scoto y todos los sanos teólogos conciertan que el Paraíso terrenal es en el Oriente, etc -”es en el Oriente”, repito, sin olvidar el etcétera, porque etcétera es cualquier cosa. Se viene a colocar, pues, en un Oriente al que no quedaba más remedio que ser Oriente en tanto se pensó que existía un solo Oriente posible. Pero, como yo he llegado al Oriente navegando hacia el Poniente, afirmo que quienes tanto dijeron estaban errados, dibujando mapas fantasiosos, engañados por consejas y fábulas, porque, en lo que pudieron contemplar mis ojos hallo las pruebas de que he dado con el único, verdadero, auténtico Paraíso Terrenal tal como puede concebirlo un ser humano a través de la Sagrada Escritura: un lugar donde crecían infinitas clases de árboles, hermosos de ver, cuyas frutas eran sabrosas al gusto, de donde salía un enorme río cuyas aguas contorneaban una comarca rica en oro -y el oro, repito y sostengo, que allí yace en enorme abundancia aunque yo no hubiese sido favorecido por el tan esperado golpe - golpeador golpeado por no venirle golpe alguno… Y, tras de invocar a Isidoro, Ambrosio y Escoto, teólogos de verdad, para joder a los mediocres teólogos españoles de ahora que siempre me llevaron la enemiga, me remonto a la ciencia de Plinio, de Aristótile y una vez más a la videncia de Séneca, para asentarme en la incontrovertible autoridad de los antiguos, respaldados -cual Virgilio anunciador de Tiempos Nuevos- por la misma Iglesia… Y al narrar mi cuarto viaje, perlongando una tierra que ya no tiene traza de isla sino de Tierra Firme -y bien firme, con altas montañas que ocultan insospechados misterios, posibles ciudades, invalorables riquezas- se me vuelve a encender el ánimo codicioso, hallo como nuevas energías y al punto ante la realidad presente, reconozco que hasta ahora fui harto presuroso -por no decir embustero- en dar triunfales noticias: “Cuando yo descubrí las Indias dije que era el mayor señorío rico que hay en el mundo. Yo dije del oro, perlas, piedras preciosas, especierías con los tratos y ferias, y porque no apareció todo tan presto fui escandalizado. Este castigo me hace agora que no diga salvo… que yo vide en esta tierra de Veragua mayor señal de oro en dos días primeros que en la Española en cuatro años, y que las tierras de la comarca no pueden ser más hermosas ni más labradas ni la gente más cobarde… Tan señores son Vuestras Altezas de esto como de Jerez o Toledo; sus navíos que fueren allí van a su casa” ¿Y qué hacer ahora con tales riquzas? Colmar, sencillamente, el máximo anhelo de la Cristiandad -el que se malogró en ocho Cruzadas. Lo que no consiguieron Pedro el Ermitaño, ni Godofredo de Bouillon, ni San Bernardo, ni Federico Barbarroja, ni Ricardo Corazón de León, ni San Luis de Francia, habrá de lograrse gracias a la tenacidad siempre contrariada de este hijo de un tabernero de Savona. Además, estaba dicho: “Jerusalem y el monte Sión ha de ser reedificado por manos de cristianos ” y “el abad Joaquín Calabrés dijo que éste había de salir de España ”. Éste había de salir de España -que se oiga bien. No dijo que habría de ser español. Y, hablando de mí, podría decir como Moisés en el país de Madián: “Soy un inmigrante en tierra extranjera.” Pero tales extranjeros son los que hallan las Tierras Prometidas. Por lo tanto, el Señalado, el Escogido, era yo. Y sin embargo, el camino me fue largo y penoso: “Siete años anduve yo en su Real Corte que a cuantos se habló de esta empresa todos a una dijeron que era burla. Ahora, hasta los sastres suplican por descubrir.” Y como un día 7 de julio de 1503 años, estando muy mísero y alicaído en la tierra de Jamaica, pensé que con mis constantes jactancias me había aupado demasiado en mi propia estimación incurriendo en pecado de orgullo, humillé el final de una misiva dirigida a mis Reyes, diciendo: “Yo no vine a este viaje a navegar por ganar honra ni hacienda; esto es cierto porque estaba ya la esperanza de todo en ella muerta. Yo vine a Vuestras Altezas con sanaintención y buen celo y no miento… “ No miento. Digo que no miento. Creo que no mentí ese día. Pero, cuando vuelvo a hundir la mirada en las hojas amarillentas que yacen, revueltas, en la sábana que hasta medio pecho me cubre…

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