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– “Hice reconocer las plantas traídas por un experto en aromas; ahí no hay canela, ni nuez moscada, ni pimienta, ni clavos de clavero; luego no llegaste a las Indias” -dijo ella: “Embustero como siempre” -”¿Y a dónde llegué yo entonces?” -”A un lugar que en nada parece una provincia de Indias” – “En la empresa comprometí mi honor y arriesgue mi vida” -” No tanto. No tanto. Si no llegas a encontrarte con ese Maestre Jacobo en la Isla del Hielo, no hubieses ido a lo seguro. Tú sabias que de todos modo, fuese como fuese, llegarías a una tierra. “ -“¡Tierra de tesoros fabulosos!” -”Por lo mostrado, no lo parece” -”¿Por que demonios me escribieron entonces, apremiándome a que preparara un segundo viaje?” -”Por joder a Portugal” -dijo ella, mordiendo plácidamente un trozo de mazapan toledano; “Si ahora no nos instalamos allá en firme, nos madrugaran los otros -esos a los que, por dos veces importándote muy poco las coronas de Castilla y Aragón, estuviste a punto de vender tu empresa. Ya están mandando mensajes al Papa para reclamar la propiedad de tierras que ni siquiera han divisado sus navegantes” -”¿Asi que mi viaje para nada ha servido? “ -”No diré tanto. Pero, carajo… ¡como nos complicas la vida! Ahora habrá que fletar naves, conseguir dinero, retrasar la guerra del África, para plantar nuestro estándarte -no queda más remedio -en unas tierras que, para mi, no son de Ofir, ni son de Ofar, ni son de Cipango… Trata de traer más oro que el que trajiste, y perlas y piedras preciosas y especias. Entonces creeré en muchas cosas que todavía me huelen a embustes de los tuyos”… Salí bastante resquemado, lo confieso, de las cámaras reales. Ciertas palabras me envenenaban los oídos. Pero mi disgusto no era el de otros tiempos, cuando nada venia a favorecer mi propósito. El Océano estaba nuevamente a la vista. Dentro de pocos meses tornaría a conocer el júbilo de las velas hinchadas, en una orza más cabal y segura que la de antes… Y ahora tendría naves suficientes; ahora era finado el bellaco de Martin Alonso; ahora mandaría marineros de verdad, con título de Almirante, nombramiento de Virrey y tratamiento de Don… Volví a la atarazana donde los indios tiritaban bajo colchas de lana y los papagayos acaban de vomitar el vino tragado, con ojos vidriosos de pescado en trance de podrirse, alicaídos, patas arriba, de plumas revueltas, como corridos a escobazos. Pronto murieron todos. Como murieron, pocos días después de haber sido bautizados -quien del pecho, quien de sarampión, quien de diarreas- seis de los siete indios que ante los Tronos había exhibido. Por Dieguito, el único que me quedaba, supe que esos hombres no nos querían ni nos admirabn. nos tenían por pérfidos, mentirosos, violentos, coléricos, crueles, sucios y malolientes, extrañados de que casi nunca nos bañáramos, ellos que, varias veces al día refrescaban sus cuerpos en los riachuelos, cañadas y cascadas de sus tierras. Decían que nuestras casas apestaban a grasa rancia, a mierda nuestras angostas calles, a sobaquina nuestros más lúcidos caballeros, y que si nuestras damas se ponían tantas ropas, corpiños, perifolios y faralás, era porque, seguramente, querían ocultar deformidades y llagas que las hacían repulsivas -o bien se avergonzaban de sus tetas, tan gordas que siempre parecían prestas a saltarles fuera del escote. Nuestros perfumes y esencias -también el incienso- los hacían estornudar; se ahogaban en nuestros estrechos aposentos y se figuraban que nuestras iglesias, eran lugares de escarmiento y espanto por los muchos tullidos, baldados. Piojosos, enanos y monstruos que en sus entradas se apiñaban. Tampoco entendían por que tanta gente que no era de tropa, andaba armada, ni como tantos señores ricamente ataviados podían contemplar, sin avergonzarse, de lo alto de sus relumbrantes monturas, un perpetuo y gimiente muestrario de miserias, purulencias, muñones y andrajos. Por lo demás, los intentos de inculcarles algo de doctrina, antes de que recibieran las aguas lústrales, habian fracasado. No diré que ponían mala voluntad en entender: diré, sencillamente, que no entendían. Si Dios, al crear el mundo, y las vegetaciones, y los seres que lo poblaban, había pensado que todo aquello era bueno, no veían por que Adán y Eva, personas de divina hechura, hubiesen cometido falta alguna comiendo los buenos frutos de un buen árbol. No pensaban que la total desnudez fuese algo indecente: si los hombres, allá, usaban unos taparrabos, era porque el sexo, frágil, sensible y algo molesto por colgante, debía defenderse de arbustos espinosos, hierbas filosas, hincadas, golpes o picadas de alimañas; en cuanto a las mujeres era mejor que taparan su natura con aquel trocito de algodón que yo les conocía, para que, cuando les bajaran las menstruas no tuviesen que exhibir una desagradable impureza. Tampoco entendían ciertos cuadros del Antiguo Testamento que les mostré: no veían por quñe el Mal era representado por la Serpiente, puesto que las serpientes de sus islas no eran dañinas. Además lo de una serpiente con manzana en la boca les hacía reír enormemente porque -según me explicaba Dieguito -”culebra no come frutas”… Pronto levaré las anclas nuevamente y nuevamente iré a las avanzadas de Cipango que descubrí -aunque Columba insoportable en aquellos días porque acaso se le estuviesen acallando las lunas, diga cien veces que aquello nada tiene que ver con Cipango. Pero en lo que se refiere adoctrinamiento de los indios ¡que de ello se ocupen varones más capaces que yo para desempeñar tamaña misión! Ganar almas no era mi tarea. Y no se pida vocación de apóstol a quien tiene agallas de banquero. Y lo que ahora se me pide -y de modo apremiante -es hallar oro, mucho oro, el más oro que pueda, pues también aquí se ha pintado el cielo -y eso, gracias a mí- el espejismo de la Cólquida y los Quersonesos.

Islas, islas, islas… De las grandes, de las mínimas, de las ariscas y de las blandas; isla calva, isla hirsuta, isla de arena gris y líquenes muertos; isla de las graves rodadas, subidas, bajadas, al ritmo de cada ola; isla quebrada -perfil de sierra-, isla ventruda -como preñada- isla puntiaguda, del volcán dormido; isla puesta en un arco-iris de peces-loros; isla del espolón adusto, del bigarro en dienteperro, del manglar de mil garfios; isla montada en espumas, como infanta haldada de encajes; isla con música de castañuelas e isla de bramantes fauces; isla para encallar, isla para vararse, isla sin nombre ni historia; isla donde canta el viento en la oquedad de enormes caracolas; isla del coral a flor de agua, isla del volcán dormido; Isla Verdemusgo, Isla Grisgreda, Isla Blancasal; islas en tan apretada y soleada constelación -he contado hasta ciento cuatro-, que, pensando en quien pienso, he llamado Jardín de la Reina… Islas, islas, islas. Más de cinco mil islas rodean, según las crónicas de los venecianos el gran reino de Cipango. Luego estoy en las inmediaciones de ese gran reino… Y sin embargo, a medida que transcurren los días, veo alejarse el color del oro, porque si bien el metal sigue apareciendo, aquí, allá, bajo for nía de adornos, figulinas, cuentecillas, trozos -que casi nunca llegan al tamaño de una mano de buen genovés- no pasa todo esto de ser migajas, leves escarbaduras, mínimas virutas de una gran veta que no acaba de aparecer -y que tampoco se hallaba en la Espa ñola, en fin de cuentas, como pude creer cuando me ilusione con la riqueza de esa gran isla. Y ya, en el memorial de mi segundo viaje, empiezo a sentir la necesidad de disculparme. Mando decir a Sus Altezas que hubiese deseado enviarles una gran cantidad de oro, pero que no puedo hacerlo a causa de las muchas enfermedades padecidas por mis gentes. Afirmo que lo remitido sólo debe verse como muestras. Porque hay más; seguro de que hay mucho más. Y sigo adelante, buscando, esperando, ansioso, anhelante, y cada vez más desengañado, incapaz de saber dónde se me oculta la Mina Original, la Áurea Madre, el Gran Yacimiento, el Supremo Bien de estas tierras de especias sin especias… Ahora, en esta habitación donde parece que estuviese obscureciendo antes de tiempo, esperando al confesor que ya debiera estar aquí dada la poca distancia a que se encuentra el villorrio a donde fueron a buscarlo, sigo hojeando los borradores de mis relaciones y cartas. Y observándome a mi mismo a través de lo escrito hace años, noto mirando atrás, como se va operando una diabólica mutación en mi ánimo. Irritado ante esos indios que no me entregan su secreto, que ya ocultan sus muejeres cuando nos acercamos a sus pueblos porque nos tienen por gente deshonesta y lujuriosa; ante esos desconfiados y atrevidos que ya, de cuando en cuando, nos disparan flechas -aunque sin causarnos mayor daño, para decir la verdad-, dejo de verlos como los seres inocentes, bondadosos, inermes, tan incapaces de malicia como de tener la desnudez por indecorosa, que idílicamente pinté a mis amos al regreso del primer viaje. Ahora les voy dando, cada vez mas a menudo, el nombre de caníbales -aunque jamás los haya visto alimentarse de carne humana. La India de las Especias se me va transformando en la India de los Caníbales. Caníbales poco peligrosos -insisto en ello- pero que no pueden dejarse en la ignorancia de nuestra santa religión; caníbales cuyas almas deben ser salvadas (¡repentinamente me viene la preocupación!), como fueron salvadas las de millones de hombres y de mujeres en el mundo pagano por la palabra de los Apóstoles del Señor. Pero, como es evidente que aquí no hay modo de adoctrinar a esos caníbales, por nuestro desconocimiento de sus idiomas que se me van haciendo distintos y numerosos, la solución de este grave problema, que no puede dejar indiferente a la Igle sia, esta en trasladarlos a España, en calidad de esclavos. He dicho: de esclavos. Sí, ahora que estoy en los umbrales de la muerte me aterra la palabra, pero en este memorial que releo esta bien claramente escrita en letra alta y redonda. Pido licencia para la mercaduría de esclavos. Afirmo que los caníbales de estas islas serán mejores que otros ningunos esclavos, señalando, por lo pronto, que se nutren de cualquier cosa y comen mucho menos que los negros que tanto abundan en Lisboa y en Sevilla. (Ya que no doy con el oro, pienso yo, puede el oro ser substituido por la irremplazable energía de la carne humana, fuerza de trabajo que se sobrevalora en aquello mismo que produce, dando mejores beneficios, en fin de cuentas, que el metal engañoso que te entra por una mano y te sale por la otra…) Además, para dar valimiento a mi proposición, mando en un navío a varios de esos caníbales -a quienes escogí entre los mis forzudos- acompañándolos de mujeres, niños y niñas, para que pueda verse cómo en España habrán de crecer y reproducirse, igual que ocurre con los cautivos traídos de Guinea. Y muestro cómo, cada año, podrían venirnos varias carabelas con permiso real para recoger buenas cargas de caníbales, que nosotros les suministraríamos puntualmente en la abundancia que se quisiera, dando caza a los pobladores de estas islas y juntándolos en campos cercados, en espera del embarque. Y por si se me objetase que con ello nos íbamos a privar de una necesaria mano de obra, aconsejo que se me manden unos mil hombres, con cientos de caballos, para proceder a la labranza de la tierra, aclimatación del trigo y de la viña, y crianza del ganado. A esos hombres habrá que asignárseles un salario en espera de que estas islas prosperen, pero, con una idea mía, ingeniosa ocurrencia de la que entonces tuve la desvergüenza de sentirme orgulloso, tal sueldo no habría de serles pagado en dinero: instalaría la hacienda real unos almacenes de paños para vestir, camisas comunes y otros jubones, lienzos, sayos, calzas, zapatos, además de medicinas, remedios, cosas de botica, conservas que no fuesen de ración, y productos de Castilla que la gente de acá recibiría con agrado en descuento de su sueldo. (Valga dedcir que las gentes serían pagadas en mercaderías nuestras, con tremendo beneficio, pues nunca verían un ochavo y como aquí además de poco les serviría el dinero se empeñarían hasta la muerte, firmando recibos por lo comprado…) Considerando, sin embargo que la caza de esclavos propuesta por mí no podría hacerse sin provocar alguna resistencia por parte de los caníbales, pido -hombre precavido vale por dos- el envío de doscientas corazas, cien espingardas y cien ballestas, con sus materiales de mantenimiento y repuesto… Y termino esta sarta de vergonzozas proposiciones hechas en la ciudad Isabela, a 30 días de enero de 1496, rogando a Dios para que nos de un buen golpe de oro -como si yo, en ese día, no hubiese caído en el desfavor de Dios, al promoverme en tratante de esclavos. (¡En vez de pedirle perdón y hacer penitencia, desdichado, le pedías un buen golpe de oro, como lo pide la puta al crepúsculo de cada día considerando la incierta y larga noche en que puede verse favorecida por la providencial aparición de un perdulario rumboso, de mano suelta y buena escarcela!…)

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