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Y llegóme el día. Día de fiesta en toda Barcelona. Como feriante que entra en castillo trayendo grande espectáculo, entré yo en el palacio donde se me aguardaba, seguido de mi gran compañía de Retablo de las Maravillas de Indias -primer espectáculo de tal género presentado en el gran teatro del universo-, compañía que quedó en una recámara, formada en un roden determinado desde hacía varios días, habiendo yo mismo dirigido los ensayos y colocado los personajes. Escoltado por heraldos y ujieres entré en la regia estancia donde se hallaban Sus Majestades, lentamente, solemnemente a paso de vencedor, sin perder el tino ni deslumbrarme ante el fausto de los atuendos y los aplausos que me saludaron -entre los cuales sonaban particularmente gratos, los de tantos arrepentidos, en esta hora, de haber sido enemigos míos alguna vez. Mi brújula y faro, en este andar sobre el tapiz carmesí que llevaba rectamente al estrado real, era el semblante de mi soberana, iluminado, en este momento, por la más inefable sonrisa. Después de que hubiese besado las regias manos, se me hizo sentar -a mí, el raro genovés, genovés de raíces ocultas y abolengo que yo solo me sé…-entre Castilla y Aragón, abrióse nuevamente, de par en par, la gran puerta de entrada y llevados en alto entraron los Trofeos. En anchas bandejas de plata -muy anchas para que las muestras pareciesen más numerosas-, el ORO: oro en trozos brutos, casi del tamaño de una mano, oro en diminutas mascarillas, oro en figulinas debidas, sin duda, a alguna idolatría que por ahora tendría el buen cuidado de callarme, oro en cuentecillas, oro en pepitas, oro en diminutas placas -no tanto oro, en realidad, como yo lo hubiese deseado-, oro que me parecía poco oro, de pronto, muy poco oro, junto a los adornos blasones y recamados que me rodeaban, junto a los panos dorados a las mazas de los maceros, a los áureos bordados del dosel -poco oro, al fin. Oro de un primer brote, por el cual podía columbrarse que tras del oro primero habría mas oro, mas oro, mas oro… Pero ahora entraban los indios -llamados por el silbato de leonero, de cómitre, que me servía para ordenarles que hiciesen esto o aquello…-, llevando en las manos, en los hombros, en los antebrazos, todos los papagayos que me quedaban vivos y que eran más de veinte -tremendamente agitados en esta oportunidad por el movimiento y las voces de los presentes, y más aún porque, antes de salir mi cortejo de Portentos Ultramarinos, les había dado muchas migas mojadas en vino tinto, con lo cual traían tal alboroto que llegue a temer que de repente se pusiesen a hablar, repitiendo las feas palabras que seguramtnte habían oído a bordo de mis naves y durante los días de su estancia sevillana. Y cuando los indios se hubieron arrodillado ante Sus Majestades, gimientes y llorosos tiritantes y atarantados (pidiendo que los libraran del cautiverio en que yo los tenia aherrojados, y que los devolvieran a sus tierras, aunque yo explicara que estaban emocionados y temblorosos de felicidad por verse prosternados ante el trono de España), entraron algunos marinos míos, trayendo pieles de serpientes y de lagartos de tamaño desconocido acá, ademas de ramas, hojas secas, vegetaciones marchitas, las cuales mostré como ejemplo de especias valiosas, aunque nadie tuviese ojos para mirarlas, tan fijos estaban en los indios postrados -que seguían llorando y gimiendo- y sus papagayos verdes, que, sobre la real alfombra carmesí empezaban a vomitar el mucho morapio tragado. Viendo que el espectáculo se me estaba echando a perder, hice salir a los indios con sus aves, y a los marineros con sus plantas, y, poniéndome de pie, de cara a Sus Majestades, y de medio perfil para la brillante concurrencia que llenaba la estancia -donde reinaba hay que decirlo, un sofocante calor, agriado por el olor del resudado sudor de terciopelos sedas y rasos- empecé a hablar. Lento, al comienzo, fue mi discurso, narrando las peripecías del viaje, el arribo a las Indias, el encuentro con sus pobladores. Evoqué, para describir las comarcas, las bellezas de las más celebradas comarcas de España, las dulzuras -yo sé por que- de las campiñas de Córdoba aunque se me fue la mano, ciertamente, cuando equiparé los montes de la Española con las cimas del Teide Narre, cómo había visto tres sirenas, un día 9 de enero, en lugar muy poblado de tortugas -sirenas feas, para decir la verdad y con caras de hombres, no tan graciosas musicales y retozonas como otras que yo hubiese con templado de cerca, semejante a Ulises (¡ tremendísima mentira! ) en las costas de Malagueta. Y como lo importante es empezar a hablar para seguir hablando, poco a poco, ampliando el gesto, retrocediendo para dar mayor amplitud sonora a mis palabras, se me fue encendiendo el verbo, y, escuchándome a mi mismo como quien oye hablar a otro, empezaron a rutilarme en los labios los nombres de las más rutilantes comarcas de la historia y de la fábula. Todo lo que podía brillar, rebrillar, centellear, encenderse, encandilar, alzarse en alucinada visión de profeta, me venia a la boca como impulsado por una diabólica energía interior. De pronto, la isla Española, transfigurada por mi música interior, dejó de parecerse a Castilla y Andalucía, creció, se hinchó, hasta montarse en las cumbres fabulosas de Tarsis, de Ofir y de Ofar, haciéndose el limite, por fin hallado -sí: hallado -del prodigioso reino de Cipango. Y allí, allí mismo, estaba la mina ubérrima conocida por Marco Polo, y de eso venía yo a dar la Noticia a este reino y a toda la Cris tiandad. Alcanzada era la Cólquide del Oro, pero no en mítica paganía, esta vez, sino en cabal realidad. Y el Oro era noble, y el Oro era bueno: Genoveses, venecianos y toda gente que tenga perlas, piedras preciosas y otras cosas de valor, todos las llevan hasta el cabo del mundo para las trocar, convertir en oro, el oro es excelentísimo, del oro se hace tesoro, y con él, quien lo tiene, hace cuanto quiere en el mundo, y llega a que echa ánimas al paraíso… Y con este viaje mío, prodigioso viaje mío, se había hecho realidad la profecía de Séneca. Habían llegado los tardos años…

“Venient annis
saecula seris quibus Oceanus
unicula rerum laxet

Aquí corté el verso, pues tuve la impresión algo molesta -acaso me haya equivocado- de que Columba parpadeando casi imperceptiblemente me miraba con cara de: Quosque tandem, Christoforo? Por lo mismo, engolando el tono, me pase a un registro superior. Y era yo, por la gracia de Sus Majestades, el Abridor y Ujier de los Horizontes Insospechados, acabándose de redondear, como pera, como teta de mujer con pezón arriba -y rápidos encontraron mis ojos los de mi dueña- un mundo que Pedro Aliaco, ilustre canciller de la Sorbona y de Notre Dame de París, hubiese visto como casi redondo, casi esférico, tendiendo un puente entre Aristótile y yo. Conmigo confirmábase lo escrito en el Libro de las Profecías de Isaías. Era ya realidad “el país lleno de plata y de oro, y de inmensos tesoros, en las riberas de anchos ríos donde circulaban espléndidos barcos de remo y mástil” Y advino la hora “de la repartición del Enorme Botín, en país cuyos pueblos serán absueltos de sus culpas” Así habló Isaías ¿Y por qué boca escuchábase, ahora, la voz de Isaías?…

Cuando hube terminado me arrodillé con nobleza de ademanes muy estudiada la víspera, se arrodillaron los monarcas, se arrodillaron todos los presentes, ahogados por el llanto, mientras los chantres y sochantres, los seises de la Capilla Real se abrieron en el más solemne Tedeum que se hubiese escuchado bajo este cielo. Y cuando las voces celestiales volvieron a la tierra, se dispuso que mis siete indios fuesen instruidos en la fe cristiana, debiendo procederse, apenas tuviesen las nociones suficientes, a su bautizo -”Que no se les tenga por esclavos” -dijo la Reina “Y que sean devueltos a su tierra en la primera nave que hacia ella haya de zarpar” Y, aquella noche, volví a ver a mi dueña en la intimidad de sus estancias privadas, donde conocimos los gozos del reencuentro tras de la larga y azarosa ausencia -y maldito si, durante horas, me acordé de carabelas ni de Indias. Pero, poco antes de la madrugada, momento en que los colmados yacentes, de ojos abiertos en noche que empieza a aclararse, suelen hablar de si para si creí advertir que Columba, reconsiderando los acontecimentos, vuelta al sentido de las realidades que yo bien le conocía, no se mostraba tan enteramente conquistada por las palabras de mi discurso como pude creerlo. Alabo mis retóricas, la oportunidad de mis citas, la habilidad con que había manejado las imágenes, pero yo la hallaba escurridiza, esquiva, reticente en cuanto a formular un generoso y abierto juicio sobre la importancia de mi empresa – Pero, en resumen ¿que se dice de lo de hoy'“ -pregunte para hacerla hablar un poco más -”Para serte franca, se dice, se dice que para traer siete hombrecitos llorosos legañosos y enfermos, unas hojas y matas que para nada sirven, como no sea para sahumerio de leprosos, y un oro que se pierde en el hueco de una muela, no valía la pena haber gastado dos millones de maravedís -¡¿Y el prestigio de las Coronas vuestras?! -grité -Prestigio suficiente tuvimos con la expulsión de los judíos y la reconquista del Reino de Granada. Prestigio alto y valedero esta en lo que se ve, en lo que se palpa, en lo que se consigue con leyes que retumban hasta Roma y victorias en armas que pasan a la Gran Historia… Pero lo tuyo, si prestigio habrá de darnos será a largo plazo. Hasta ahora no ha pasado de lo sucedido en tierras que aún no podemos imaginarnos, donde no se ha ganado una batalla, donde no se ha logrado un memorable triunfo -in hoc signo vinces -, todo queda, por ahora, en inspiración para aleluya de ciegos, en conseja que se hincha a gusto del escuchante, como sucedió con las hazañas de un Carlomagno de quien se Cuenta que entró victorioso en Zaragoza, habiendo humillado al Rey de Babilonia, cuando la verdad fue que, después de un asedio sin pena ni gloria vencido regresó a Francia, dejando su retaguardia al mando del paladín Roldan que… ¡bueno!… tu sabes como eso acabó…-”¡Pero yo traje oro!” -clamé 'Todos lo vieron. Allí hay una mina, una enorme mina” – “Si tan grande era la mina son lingotes los que hubiesen debido cargar tus hombres, y no unas menudencias que, según me dijeron mis orfebres, apenas si valen un centenar de maravedís”… Le hablé de himposibilidid, en tan poco tiempo como hubiera estado allá, de emprender un verdadero trabajo de extracción; de la urgencia de regresar cuanto antes para dar cuenta de mi Descubrimiento…

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