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Cinco, seis, siete reyes de esta isla habían venido a rendirme pleitesía (o al menos, asi lo interpretaba yo, aunque los malditos vizcaínos de Juan de la Cosa dijeran que sólo venían para verme la cara…): reyes de los de siempre; reyes que, en vez de lucir púrpuras imperiales, traían, por toda gala, un exiguo tapa-cojones. Y ese desfile de “majestades” desnudas me hacía columbrar que bien lejos estábamos aún de la fabulosa Cipango de las crónicas italianas. Porque allá tenían tejados de oro los palacios y, en cortes deslumbrantes de oro y pedrerías, los embajadores cristianos eran recibidos por Señores acorazados de oro, rodeados de ministros y consejeros vestidos de túnicas doradas, y durante sus banquetes servidos sobre manteles dorados acudían pavorreales que bailaban la paduana al son de melodiosos instrumentos, iconos mansos -tomo el que fuese falderillo de San Jerónimo- que hacían la reverencia de graciosa manera, monos titiriteros, aves canoras que gorjeaban a la orden de su amo, en tanto que -prodigio descrito por Marco Polo y Oderico de Pordenone- las copas de vino volaban como palomas, de las manos del Sumiller Mayor a la mesa del festín, sin que se derramara una gota del brebaje -y eran copas de oro, por supuesto. De oro, porque todo era de oro en el país de maravillas que ahora buscaba con la desalentadora impresión de alejarme de él en cada singladura. Tal vez, si de Cuba hubiese navegado más al sur; o, acaso, más al norte de la Isabela… Y ahora, estos cabrones indios que no hacían sino desorientarme: los de la Española, acaso por alejarme de sus minas de oro. me decían siempre que más allá, que más lejos, que lejos pero no tan lejos, que -”caliente, caliente, caliente”, como en el juego de la candelita…- casi estaba a punto de llegar, incitándome a proseguir la navegación; los indios que llevábamos presos, en cambio, seguramente por temor de alejarse demasiado de sus isletas, me decían que siguiendo tales consejos llegaría a tierras pobladas de caníbales que tenían un ojo solo en cabeza de perros -monstruos que se sustentaban de sangre y carne humana. Pero, con todas esas, quedábame yo sin saber del inmenso tesoro que buscaba. Porque, si bien en esta Española parecía haber mucho más oro que en Cuba, a juzgar por los adornos de sus caciques y por el que en trocitos nos regalaban, la veta, la Veta Madre, la mina, la Gran Mina -mina mentada y rementada por los viajeros venecianos- no aparecía por ninguna parte. Y esa mina, gran mina, Magna Mina, había llegado a ser, para mí, como una diabólica obsesión… Ahora que, ya rondado por la muerte, en espera de un confesor que harto tarda en llegar, repaso las hojas amarillas, todavía olientes a rematos salitres, del borrador de la Relación de mi Primer Viaje, me causa grima, remordimiento, vergüenza, ver la palabra oro tantas veces en él escrito. Y más ahora que, para esperar la muerte, he revestido el hábito menor de los franciscanos, pobres por asentimiento de pobreza, deber de ser pobres, casados, como el santo de Asís, con la Donna Povertá… Es como si un maleficio, un hálito infernal, hubiese ensuciado ese manuscrito, que más parece describir una busca de la Tierra del Becerro de Oro que la busca de una Tierra Prometida para el rescate de millones de almas sumidas en las tinieblas nefandas de la idolatría. Llego a indignarme ante mí mismo al ver, por ejemplo, que en día 24 de diciembre, en que hubiese debido meditar franciscanamente acerca del Divino Acontecimiento de la Natividad, estampo cinco veces la palabra oso, en diez líneas que parecen sacadas de un grimorio de alquimista. Dos días después, día de San Esteban, en vez de pensar en la bienaventurada muerte -por piedras y guijarros más preciosos que cualquier oro- del primer mártir de la religión cuya cruz se ostenta en nuestras velas, escribo doce veces la palabra oro, en relato donde se menciona una sola vez al Señor -y esto, como por cumplir con un rutinario giro de lenguaje. Porque utinario giro de lenguaje viene a ser el hecho de mencionar sólo catorce veces el nombre del todopoderoso en una relación general donde las menciones del oro pasan de doscientas. Y aun así, el “Nuestro Señor” es usado casi -lo reconozco ahora con horror- como fórmula de cortesía, acompañando el nombre de Sus Altezas en habla de adulación, como conjuro propiciatorio-”gracias a Dios”, “mediante la gracia de Dios”…- cuando no digo, con falsa devoción maloliente a azufre, a pezuña del Diablo, que “Nuestro Señor habría de mostrarme dónde nacía el oro.” Y, con todas éstas, sólo una vez -un 12 de diciembre- estampo cabalmente en mi texto el nombre de Jesucristo. Fuera de ese día, cuando muy rara vez me acuerdo de que soy cristiano, invoco a Dios y a Nuestro Señor de un modo que revela el verdadero fondo de una mente más nutrida del Antiguo Testamento que de los Evangelios, más próxima de las iras y perdones del Señor de las Batallas que de las parábolas samaritanas, en un viaje donde, para confesar la verdad, ni Mateo, ni Marcos, ni Lucas, ni Juan, estuvieron con nosotros. Dejados en España, los Santos Libros no habían cruzado la mar océana, no habían arribado a las tierras nuevas, donde no se hizo el intento de bautizar a nadie ni salvar almas tristemente condenadas, por ignorancia, a morir sin conocimiento del significado de una Cruz que, hecha de dos maderos alisados y juntados por los carpinteros, habían plantado los españoles en distintos lugares de las costas reconocidas. Los Evangelios, lo repito, se habían quedado en casa, sin ser lanzados, en ejército de sagrados versículos, contra religiones aquí presentes -aunque me cuidé mucho de hablar de ellas- cuya presencia advierto en toscas esculturas, de forma humana, que, por ser de mera piedra tallada, he dejado donde estaban, sin mucho preguntar… Y aquí, en estos papeles, había hablado solamente -salvo una vez- de un Señor que bien pudo ser el de Abraham y Jacob, el que habló a Moisés por voz de zarza ardiente -de un Señor, anterior a su propia Encarnación, con absoluto olvido del Espíritu Santo, más ausente de mis escritos que el nombre de Mahoma… Al darme cuenta de ello, en esta hora en que un tenue rumor de lluvia asordina el paso de las recuas que en la calle acarrean el aceite y el vinagre, me estremezco de espanto… Doblo las páginas de mi borrador, buscando, buscando, buscando. Pero no, no, no. Todo no fue olvido de la Encarna ción en estas páginas, porque, después de haber llamado la primera isla descubierta por mí -15 de octubre- “Isla Santa María de la Con cepción”; después de haber celebrado con disparos de lombardas -18 de diciembre- el día de Santamaría de la O. un día 14 de febrero, ya en el camino del regreso, di muestras de reconocer el Divino Poder de la Virgen, universalmente venerada por los marineros cristianos. Casi me aterra recordar aquella noche en que creció el viento y las olas eran espantables, contraria una de la otra, “que cruzaban y embarazaban el navio que no podía pasar adelante ni salir de entremedias de ellas”. En el fragor de la tormenta, se nos perdió la carabela de Martín Alonso -lo cual, lo confesaré, sí, debo confesarlo, no me causó mayor pesar en el momento, pues hacía tiempo ya que el harto engreído capitán se me había soliviantado, desobedeciendo mis órdenes, en tal desacato de autoridad, que, poco antes, perlongando las costas de la Española, se me habia perdido durante varios días, buscando el oro por su cuenta, con la complicidad de otros bellacos de su caterva levantisca y murmuradora, siempre azuzada contra mí por Juan de la Cosa y el otro zángano malvado de Vicente Yáñez… (Ay, los españoles, los españoles, los españoles… ¡qué jodido me tenían ya con su propensión a fraccionarse, dividirse, formar grupos en perenne desacuerdo…!) Asi, pues, aquella noche eramos envueltos en tan horrible tormenta que, creyendo que las naves serian engullidas por el mar, atribuí tal desastre -y aquí lo digo- “a mi poca fe y desfallecimiento de confianza en la Providencia Divina ”. Fue entonces -¡y sólo entonces!- cuando acudí al supremo amparo de la Virgen en cuyas entrañas, como dijo Agustin, “Dios se hizo Hijo en la figura de un Hombre”. Sacando a suerte quiénes habrían de cumplir en romería, se prometió a Santa María de Guadalupe llevarle un cirio de cinco libras de cera; se prometió otro tanto a Santa María de Loreto, que está en la marca de Ancona, cerca del Papa; a Santa Clara de Moguer se prometió velar una noche entera y decir una misa. Y todos hicimos voto, a una, de que, en llegando a la primera tierra, iríamos en camisa, en procesión, a orar en una iglesia que fuese de la invocación de Nuestra Señora… Hecho esto, escribí una brevísima relación de mi viaje, destinada a Sus Altezas, y la hice echar al mar en un barril, por si las naves naufragaban. Y para más angustia y disgusto mío, en medio de aquella espantosa tempestad llegaron algunos bellacos a decir que si nos hundíamos era porque, con mi poca pericia en las cosas del mar, había olvidado lastrar las naves de modo conveniente, sin pensar que ahora volvían vacíos los toneles que en el viaje de ida contuvieran la cecina, la salmuera, la harina, los vinos, de mucho tiempo comidos y bebidos. Y como esto ultimo era tristemente cierto, acepte la humillación de admitirio como un castigo mas infligido a mi poca fe -malvadámente contento sin embargo y no podía remediarlo de que el cabrón de Martin Alonso se hubiese extraviado en la terrible noche, no pudiendo levantar testimonio contra mi si es que nos salvábamos de las espantables furias de los elementos… (Martin Alonso, arrastrado por los vientos, fue a dar a las costas de Galicia de donde escribió a los Reyes una carta colmada de infamias; pero plugo a la Divina Providencia que dejara de existir cuando se encaminaba a la Corte para agobiarme bajo el peso de sus calumnias ¡Que se consuma en llamas infernales el alma de tamaño hideputa!…) En cuanto a mi -y es nuevo cargo de conciencia que me agobia en hora de prueba postrera-, no recuerdo, no; no recuerdo -pero es acaso por oscurecimiento de mi memoria desfalleciente- haber cumplido la promesa hecha a Santa María de Guadalupe, pues muchas ocupaciones, tareas y sorpresas desviaron mis pasos, distrayendo mi ánimo a poco de llegar… Y pienso ahora que a esa imperdonable falta se deben los muchos padecimientos que habría de sufrir en el futuro

Con albricias y alegrías, estandartes y campanas, cumplidos de altura y admiración en balcones, músicas de órgano trompetas de heraldos, bullicio de Corpus, estrépito de albogues, zampoñas y chirimías, me recibió la sin par Sevilla, tal principe vencedor tras de larga guerra, en la magneficencía de sus luces de abril. Y después del regocijo y las fiestas, y los festines y los bailes, me llegó el mejor de los premios: una carta de Sus Altezas invitándome a la Corte, que, a la sazón se hallaba en Barcelona, y -esto era más importante aún para mí -apremiándome a que organizara, desde el momento, un nuevo viaje a las tierras por mí descubiertas. ¡Ni Cesar entrando en Roma, montado en carro triunfal pudo sentirse mas ufano que yo! Detras de ello, leyendo entre líneas, creía advertir la satisfaccion y el encomio de Quien, viéndome como héroe en gcsta de troya, consideraba mi logro, en cierto modo como prenda de victoria puesta por el caballero sin tacha a los pies de su Dama… Impaciente por verla nuevamente, no tenía más que ponerme en camino, con las cajas de mis trofeos, los papagayos que todavía me quedaban vivos -un poco mocosos y deslucidos tras del largo viaje, lo reconozco- y sobre todo m tropilla de indios. Pero habré que decir que éstos, con los ojos harto cargados de rencores, eran la única nube -molesta nube- que ponía una sombra oscura en el ancho cielo que nuevamente se me abría, y de modo muy seguro ahora, hacia el poniente. Porque, de los diez que, cautivos me había traído, tres estaban en trance de muerte, sin que los físicos de aquí hallasen remedio alguno para aliviar unos hombres a quienes cualquier resfrío, de los que nos curamos con jarabes, clústeres, calas y ventosas, tenía postrados, casi agónicos, largando la vida entre temblores y calenturas. Para esos tres era evidente que, tras de la hora del boticario, había sonado la siniestra Hora del Carpintero. En cuanto a los otros, parecía que fuesen a tomar el mismo camino, aunque las caras se les alegraran un tanto, todavía, cuando les llevaba un buen jarro de vino -cosa de la que cuidaba, yo de la mañana a la noche. Y no se me diga que los hacia beber a menudo para tenerlos borrachos -con lo cual soportaban mejor, desde luego, los inevitables sufrimientos que este desarraigo les imponía- sino que el sustento de ellos iba resultando un arduo problema. Para empezar tenían la leche de cabra y de vaca por el brebaje mis asqueroso que pudiese probar un hombre, asombrándose de que nosotros tragaramos ese zumo de animales, bueno tan solo para criar animales que, además les inspiraban el recelo y hasta diría que el temor sentido ante bestias de cuernos y ubres, jamás vistas antes, puesto que no pacía ganado alguno en sus islas. Rechazaban la cecina y el pescado salado. Tenían repugnancia a nuestras frutas. Escupian por incomibles las berzas y nanos, y hasta lo mas suculento de cualquier olla podrida. Solo gustaban del garbanzo, por parecerse en algo, aunque muy poco -decía Dieguito, el único de todos ellos que algunas palabras nuestras lograra aprender- a aquel maíz de sus tierras, del que no hubiese podido traer sacos llenos, pero que había despreciado siempre, considerando que era alimento impropio de gente civilizada, bueno si acaso, para comida de cerdos o jumentos. Por todo ello pensaba yo que el vino, puesto que tanto se habían aficionado a él, podía remediarlos en su empecinado ayuno, dándoles fuerza para el nuevo víaje que ahora les esperaba. Pero quedaba pendiente la cuestión del traje con el cual habrían de presentarse ante los Soberanos. No podía mostrarlos casi en cueros como vivian en su nación, por respeto a Sus Majestades. Y si los trajeaba a la manera nuestra no resultarían muy distintos de ciertos andaluces de tez soleada -o cristianos mixtos de moros, que no pocos había en los reinos de España. Me vino de providencia, en tal trance, un sastre judío a quien había conocido antaño junto a la Puerta de la Judería de Lisboa, donde tenía oficina y que ahora, pasado de circunciso a genovés -¡como tantos otros!- se hallaba en la ciudad. Me aconsejo que les pusiese bragas rojas cosidas con hilillos de oro (-”Eso, Eso” -dije), unas camisolas anchas algo abiertas sobre el pecho que tenían liso y sin vellos y que en las cabezas llevaran como unas tiaras, también de hilo de oro (Eso Eso” -dije “que brille el oro”), sosteniendo unas plumas vistosas -aunque no fuesen de aves de aquellas islas- que les cayeran graciosamente, como sacadas del colodrillo, sobre las crines negras que mucho les habían crecido durante el viaje, y que desde luego, habría que lavarles y almohazar como sedas de caballo, en la madrugada del día de la presentación.

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