Me decidí a regresar. Había hecho indagaciones discretas -discretas, porque me importaba mucho no llamar la atención sobre mi regreso; Pero, ¡eso sí!, lo bastante prolijas-, y pude persuadirme de que ya no correría verdadero riesgo. Pasada estaba la época en que, por una denuncia anónima, por meras sospechas, por nada, para completar acaso la carga de un camión de presos, sacaban a uno de su cama y lo llevaban a fusilar contra las tapias del cementerio. Cierto es que seguían ocurriendo cosas, y cada uno que venía de por allá se traía en el morral una buena provisión de historias espantosas que, sentados a su alrededor, en el almacén de la esquina o en casa de tal o cual paisano nuestro, el domingo a la tarde, masticábamos y masticábamos, y les dábamos mil vueltas, y terminábamos por tragar trabajosamente. Rara era la vez que entre nosotros no hubiera algún recién llegado; cada barco que entra, trae bastante gente de España; y entre ellos, nunca faltaba alguien que, ya fuera uno de tantos mozos como vienen llamados por sus parientes de aquí, ya un conocido antiguo y hasta, quién sabe, compañero de infancia de uno de nosotros, ya simple portador de recados o recomendaciones, alguien había siempre que venía a caer en nuestra tertulia con noticias frescas de la tierra. Aldeanos en su mayoría, contaban (¿qué iban a contar, los pobres?) episodios de su aldea, lo que cada cual tenía visto u oído; y aunque las atrocidades que relataban, amplificadas hasta el cansancio con la machaconería de circunstancias impertinentes y engarce de nombres propios (el aldeano cuenta las cosas a su manera: que si "¿Te acuerdas de fulano, el hijo de mengano?"; que si "Sí, hombre, si te tienes que acordar; tú lo conocías", etc.); y aunque, digo, después de tanto miedo y tanto silencio, los sucesos que referían eran exagerados, casi sin darse cuenta, dramatizados en una verdadera competición de truculencias…, ¡qué!, ¡la décima parte de todo aquello bastaba para ponerle los pelos de punta al más templado! Uno escuchaba, creyendo a cada instante no poder aguantar más ya, y con ganas de gritar: "Ya está bueno; no sigas"; pero si el portador de las sangrientas noticias callaba al fin, y vuelto hacia el hoy o el mañana, nos preguntaba algo acerca del país adonde llegaba, o quería comunicarnos su impresión de este famoso Buenos Aires que pisaba por vez primera, cualquier nueva alusión hecha por uno de nosotros nos devolvía pronto al tema, y ahí estábamos todos rumiando otra vez el amargo pasto.
Desde que tenía yo apenas veintisiete, hasta ahora con treinta y seis cumplidos, año tras año había venido ocurriendo así (¿qué va a hacer uno tampoco, si no se reúne con los suyos a recordar la patria?); de manera que ni por un momento dejé de saber durante este tiempo lo que por allá pasaba. Mas, ¡esto es lo curioso!, en todos esos casi diez años, mientras no tuve intención de regresar -intención, digo: propósito firme; ¡que ganas, Dios, nunca me faltaron!-, el montón de horrores, verdaderos como eran, con sus fechas, nombres y lugares, afectaba mi ánimo a la manera de relatos cuyo valor, más que en la exactitud misma del hecho estuviese en, ¡cómo decirlo!, en su efecto literario, en alguna especie de endiablada virtud que los ponía a vibrar y los separaba de la realidad de cada día para situarlos en el plano de lo imaginario. Que Mariana escuchara tales cuentos de miedo con ojos incrédulos y sofocando un bostezo, me daba rabia; todas las mujeres, ya lo sé, son iguales, y ella era como todas; pero me daba rabia, no obstante, su actitud, y luego, a solas en la cama, tenía que oírme. Con todo, no dejaba yo de comprender… ¿Qué tiene que una persona extraña pensara: "exageraciones y mentiras", cuando yo mismo, seguro como estaba de su verdad, las hallaba inverosímiles? ¡Si hasta en labios de quienes las contaban con autoridad de testigos parecían pertenecer a un orden distinto de la realidad, que exigiera peculiares entonaciones, a una especie de realidad superior, donde la habitual diferencia entre sucedido e inventado se perdiera, careciera de verdadero significado! Así, esa historia, tan repetida últimamente, y que se localizaba en distintos lugares atribuyéndose a personajes distintos -y ¿por qué no podía ser, en efecto, un caso reproducido con ligeras variantes en ocasiones diversas?; iguales simientes dan el mismo fruto-: la historia del huérfano que, hecho hombre, una noche, noche del aniversario, fue en busca del asesino, lo sorprendió cuando más ajeno estaba y, llevándoselo al paraje mismo, le infligió allí la muerte que diez años antes diera él a su padre, tras de lo cual, desolado y satisfecho, pasó la línea de Portugal o embarcó en una lancha, ¿no respondía en su perfección esa historia -y, sin embargo, bien pudiera ser cierta- a las exigencias de la justicia poética, tanto como la historia de Mudarra, el vengador de los infantes de Lara? Siempre se la narraba con mucho placer, un placer ante el cual poco importaba a nadie la veracidad de los detalles. Sobre la grisura de la existencia vulgar con su trama de sórdidas penurias, trabajos, pesares, el hecho siniestro centelleaba de pronto, encendiendo en indignación la voz, del rapsoda o abombándola de amenazas; y después todo pasaba y, tras un silencio, volvía a hablarse, como si nada de los mínimos incidentes de la vida, noviazgos, nacimientos, rutinarios quehaceres, enfermedades y sepelios, herencias, pleitos, en fin: de aquella espesa trama diaria, donde muchos volvían a sumirse después de pasar una temporada entre nosotros, ya por no haber encontrado en la Argentina buen acomodo, ya por no resignarse a vivir lejos de su propia tierra.
También yo -aunque mi caso no era semejante- resolví un día, de pronto, volverme a Galicia. No sé cuántos llevábamos ya en que llovía y llovía sin cesar, se trabajaba la jornada entera con la luz encendida y, terminado el trabajo, no le quedaba a uno más entretenimiento que -harto de chapotear, calada de humedad la ropa- conversar acaso con algún conocido ahí en el almacén, o estarse quieto en casa, mirando por la ventana las paredes de enfrente, la cornisa negruzca bajo la cual se cobijaban unas palomas, o la palmera desesperada del lado de allá de la verja. Aquella tarde, además, la Mariana estaba de un humor tan negro que ni me contestaba siquiera… La cosa fue así: le había pedido yo mate por distraer el aburrimiento, y ella se levantó a prepararlo con brusca impaciencia. Cuando me lo trajo y se acercó a dármelo, voy y le meto la mano por debajo de las ropas. "¡Salí, estúpido!", grita, y me vuelca encima el mate hirviendo… Que me aguantara, que mía había sido la culpa, que ésas no eran bromas. Entonces, para sorpresa de ella, que no cesaba de echarme ojeadas a hurtadillas, y también para sorpresa mía, en lugar de enfurecerme como hubiera sido lo propio, una gran tristeza se me entró por el cuerpo y, ahí mismo, en ese mismo instante, decido volverme para España en el primer barco.
Tan súbita fue la resolución como había sido la tonta ocurrencia causa del incidente; pero, adoptada ya, no volví a considerarla; era cosa hecha: ¡en el primer barco! Y ahora, cuanto a propósito de España había escuchado con tanta pasión a lo largo de años y años, me acudía de golpe a las mientes, y se me representaba con otro cariz, más amenazador si se quiere y, no obstante, por extraño modo, más soportable, aceptable incluso, en función ya de mi próximo e indefectible regreso. A partir de aquella tarde me dediqué a inquirir sobre algunos puntos muy concretos; pregunté a unos y otros, comprobé las opiniones de éste con las de aquél, y llegué a formarme así un cuadro bastante completo de la situación. No, no corría peligro si regresaba: los héroes de retaguardia, pasados sus temibles ajetreos de otrora, engordaban en puestos sedentarios de la burocracia, aplicados a velar por la más obstinada complicación del trámite administrativo; y sólo unos cuantos que, cebados con la sangre, no podían, verdaderamente no podían prescindir del plato fuerte, se ingeniaban para, si no saciar, mitigar al menos su apetito. Mas, con un poco de prudencia, bien se podía evitar la cercanía de los temibles engranajes, medio clandestinos, medio rutinarios: engancharse en ellos sería a lo sumo un accidente como otro cualquiera.
Cierto que yo era prófugo, y que si por aquel entonces llegaban a echarme el guante, no lo cuento. Pero como a la hora de empezar la danza yo no me hallaba en Santiago, y nadie tenía por qué saber adónde había ido ni lo que estaba haciendo; como, aun cuando pequeña, la ciudad no es de aquellas en que se puede llevar cuenta de cada uno; como mis pasos, después, en América, habían sido silenciosos, y mi vida oscura; en fin, como, dada mi insignificancia, ni mi muerte se hubiera notado ni se habría notado mayormente mi ausencia, entendí poder arriesgarme, pues que el riesgo era mínimo, y volver a mi tierra. Creo que también a costa de peligros mayores hubiera vuelto: ya no aguantaba lejos… Hay quienes se burlan de la morriña gallega; yo no lo sé, mas sospecho que toda persona bien nacida ha de sentir por su país ese algo que aprieta la garganta y trae lágrimas a los ojos con su memoria. Quizá otros campos menos tiernos, otros mares menos oscuros y secretos, otros cielos menos suaves, otros aires menos frescos, finos y fragantes, críen corazones descastados. De mí sé decir que, después de tantos años suspirando por mi tierra y abominando de la que pisaba, me resolví, al fin, en un rapto, a regresar.
Fue ello, como digo, en el preciso momento en que la Mariana, por desprenderse de mí, me volcó el mate, -y me escaldó con sus maneras bruscas. Los dos estábamos crispados, yo tenía los nervios de punta; eran ya muchos días lloviendo sin parar, yo estaba cansado de tanta lluvia, cansado también de darle vueltas a la carta de mi tía, donde me participaba la desgracia y, a su manera, me sugería la oportunidad de mi presencia allí. Pues sola -éste era su razonamiento, su quejumbrosa pregunta- ¿cómo iba ella, vieja cuitada, llena de alifafes, a sacar adelante el negocio? ¡Si las piernas se le negaban a sostenerla!… Aquí, en el bolsillo interior del chaleco, estaba guardada la carta, con sus garabatos enrevesados: que yo ya conocía el manejo de la casa; que, poco más o menos, todo continuaba como antes del día maldito en que me envió mi tío a Santander para ultimar el asunto de aquella cobranza, y la dichosa guerra vino a separarnos… Doce años casi habían pasado, sí, nada menos; pero todo seguía sin mayor variación, salvo que los tiempos traían ahora complicaciones infinitas, y hacía falta un hombre al frente del negocio. Muerto mi pobre tío, ¿quién sino yo? -yo, que había aprendido a trabajar a su lado, a quienes ellos miraron siempre como hijo, como al heredero de sus afanes… Ella, tampoco podría ya vivir mucho, no le quedaba demasiada cuerda… Durante un par de semanas, desde que me entregaron la carta, habían estado hurgando en mí estas reflexiones; pero no fueron ellas, sino la exasperación de un momento, lo que me dio el empujón decisivo. Así ocurre: motivos muy serios no consiguen a veces sacarle a uno de la modorra, y el aguijonazo de una avispa le hace, en cambio, saltar por los aires. No salté yo al recibir la rociada de agua caliente; me quedé muy tranquilo en mi silla. Pero por dentro… Bueno, mi idea era cosa hecha: ¡en el primer barco! Ahí, sentado, mirando caer la lluvia sobre la palmera, y ya me veía del otro lado, mientras Mariana, ¡la pobre!, no podía imaginarse ni de lejos la causa de mi asombrosa mansedumbre; algo raro, sin duda, percibía en mí esa tarde; y algo raro barruntaba en las siguientes; se daba cuenta de que yo tenía algún embuchado y, por todos sus medios, aunque en vano, procuraba astutamente sacarme de mis casillas: me provocaba, trataba de hacerme explotar. Con tanto más cariño la contemplaba yo, y hasta me daba el gustazo de compadecerla en mi fuero interno: no sabía la infeliz que me estaba despidiendo de ella, y que una semana después me habría hecho humo, dejando que ella con su mate, y Buenos Aires con sus rascacielos (¡chau, que te vaya bien!), se hundieran en el mar poco a poco.