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La vida por la opinión

Esto no son cuentos. Ocurre que, por su carácter vehemente, o quizá por falta de experiencia cívica, los españoles han propendido siempre a tomar la política demasiado a pechos. La última guerra civil los dejó deshechos, orgullosísimos, y con la incómoda sensación de haber sufrido una burla sangrienta. Apenas les consolaba ahora, rencorosamente, el ver a sus burladores enzarzados a su vez en el mismo juego siniestro -pues había comenzado en seguida la que se llamaría luego Segunda Guerra Mundial…

Yo soy uno de aquellos españoles. Habiendo leído a Maquiavelo por curiosidad profesional y aun por el puro gusto, no ignoraba que la política tiene sus reglas; que es una especie de ajedrez, y nada se adelanta con volcar el tablero. Pero si envidiaba -y cada día envidio más- la prudente astucia de los italianos, que saben vivir, también me daba cuenta de que, por nuestra parte, nos complacemos nosotros en no tener remedio, y estamos siempre abocados a abrir de nuevo el tajo y caer al hoyo. Ningún escarmiento nos basta, ni jamás aprendemos a distinguir la política de la moral. Recién derrotados, ¿no estábamos cifrando acaso todas nuestras esperanzas en el triunfo de aquellas mismas potencias que, atados de pies y manos, acababan de entregarnos a la voracidad fascista? Sí; como tantos otros exiliados, esperaba yo desde la otra orilla del océano lo mismo que esperaban en la Península millones de españoles: la caída de la sucursal que el eje Berlín-Roma tenía instalada en Madrid; lo mismo que, con temerosa expectativa, aguardaban también los titulares, partidarios y beneficiarios de ese régimen.

Unos y otros, los españoles de ambos bandos estábamos engañados en nuestros cálculos. Podían ser éstos correctos, e irreprochables los razonamientos en que se fundaban; pero ¿a qué confundir lógica e historia, que son dos asignaturas tan distintas? Después de aniquilar a Mussolini y Hitler, las democracias tendieron amorosa mano a su tierno retoño, que se tambaleaba; no fuera, ¡por Dios!, a caerse. En vista de lo cual, amigos, lasciate ogni esperanza.

Para entonces -año de 1945-vivía yo en la ciudad de Río de Janeiro, por cuyo puerto pasaban, rumbo al sur, algunos escapados de aquel infierno. Tuve ocasión de hablar con varios. Recuerdo, entre otros, a un joven de acaso treinta años, o no muchos más, tan nervioso el infeliz que cuando alguien lo interpelaba, saltaba con un repullo. Y se comprende: nueve años había vivido con la barba sobre el hombro, de un lugar a otro, bajo nombre supuesto. Era un maestrito de Ávila, quien, al producirse la sublevación militar en 1936, escapó de la ciudad, y huido había estado desde entonces, prácticamente, hasta ahora. No iba a ser tan cándido -me explicó- que estando inscripto en el Partido Socialista se quedara allí para que lo liquidaran. Su familia había tenido amistad con el diputado don Andrés Manso, y así le fue a su familia. (No conseguí que me contara -ni tampoco me pareció discreto, piadoso, insistir demasiado- lo que a su familia le había pasado. En cuanto al señor Manso, es bien sabido cómo su apellido sugirió a las nuevas autoridades la idea de hacerlo lidiar públicamente en la plaza de toros, y que esa muerte le dieron.) En fin, mientras nos tomábamos nuestros cafeciños en un bar de la avenida Copacabana hasta la hora en que salía su barco, el hombre me contó lo que buenamente quiso, con miradas de soslayo a las mesas vecinas y siempre en palabras medio envueltas, acerca de la que él llamaba su odisea -una odisea de tierra adentro cuyos puertos habían sido poblachones manchegos o andaluces donde trabajaba por nada, apenas por poco más que la comida (y esto era lo prudente), y de donde se largaba tan pronto como lo juzgaba también prudente, casi todas las veces a pie, hacia otro pueblo cualquiera, pues en todos ellos hay estudiantes rezagados a quienes preparar para los exámenes, u opositores al cuerpo de correos o de aduanas, encantados de aprovechar los servicios de profesor tan menesteroso.

¿Que por qué no había intentado salir antes de España? Pues a la espera de que concluyese la guerra mundial y, con el triunfo de las democracias… ¿Que por qué, ahora que había terminado, se iba? Ésta era la cosa.

Sonrió con una sonrisa amarga, y se bebió de un trago el café dulzón (echaba a sus jícaras una cantidad absurda de azúcar, las saturaba: años y años hacía que el azúcar faltaba en España). Me contó luego que la noticia del triunfo laborista en las elecciones inglesas le había sorprendido (aunque, claro está, no fue sorpresa, lo esperaba; la buena racha había empezado); en fin, cuando se supo la noticia estaba él en cierto pueblo de la provincia de Córdoba, creo que me dijo Lucena, donde se ocupaba en llevarle los libros a un estraperlista de marca mayor, aunque no del todo mala persona, a final de cuentas. Aquella noche, en la oscuridad del cine, se formó un tole tole colosal, con gritos, vivas, mueras y palabras gruesas, hasta que encendieron la luz, y no pasó nada. En lugar de las medidas naturales, se produjo al otro día un fenómeno increíble: las gentes del régimen estaban despavoridas en el pueblo. Es claro: en Madrid, ya los grandes capitostes estarían liando el petate; pero los jerarcas provincianos, con menos recursos, tenían que acudir a congraciarse por todos los medios, y buscaban a los parientes de las víctimas, les daban explicaciones no pedidas, querían convidar, se sinceraban: «Ven acá, hombre, Fulano; anda, vamos a tomarnos una copa de coñac, que tengo que hablar contigo. Mira, yo quiero que sepas… A ti te han contado que a tu padre fui yo quien… Sí, sí, no digas que no. Yo sé muy bien que te han metido esa idea en la cabeza; es más, me consta que Mengano ha sido quien te vino con el cuento. Pero, ¿sabes tú por qué? Pues, precisamente, para sacarse él el muerto de encima. Escúchame, hombre: es bueno que estés enterado de cómo pasó todo. Resulta que ese canallita de Mengano… Pero tómate otra copa de coñac.» Etcétera. Y a vuelta de vueltas se producían protestas de amistad, ofrecimientos de un empleo «digno de ti» o de participación en algún negocio, porque, «lo que yo digo, hoy por ti y mañana por mí»; mientras que los ahora solicitados, que no se chupaban el dedo (¿quién, hoy día, no sabe latín en España?), callaban, asentían, se contemplaban la punta de los zapatos, saltándoles dentro del pecho el corazón de gozo a la vista de portentos tales.

Pero, ¿qué sucedió? Sucedió que, antes de que todo se fuera por la posta, le faltó tiempo al compañero Bevin, ahora elevado a ministro del Exterior, para levantarse en la Cámara de los Comunes y ofrecerle a Franco la seguridad de que el nuevo gobierno británico no daría paso alguno en contra suya. Esto ocurrió en agosto; en septiembre empezaron los juicios de Nuremberg, y también los camaradas soviéticos olvidaron magnánimamente que cierta División Azul los había combatido sin declaración de guerra en el suelo mismo de la Santa Rusia.

«Entonces yo -prosiguió el maestrito socialista de Ávila- me eché a andar hacia la frontera portuguesa, pude cruzarla, y aquí estoy ahora rumbo a Buenos Aires, donde tengo parientes.»

No he vuelto a saber nada de él; espero que le haya ido bien, y que tenga a estas horas los nervios más tranquilos.

Esto, como antes decía, no son cuentos. Es que los españoles jamás terminamos de aprender las reglas del juego; somos incapaces de entender la política: la tomamos demasiado a pechos, nos obcecamos, nos empecinamos, y…

Si cuestión fuera de escribir un cuento, bien podría ello hacerse a base de lo que me relató otro fugitivo que, pocos meses después, llegó a mi puerta con carta de presentación de uno de mis antiguos amigos. Se trataría de un «caso de honra», y el cuento podría llevar un título clásico: La vida por la opinión. Pero ¿cómo escribirlo, digo, cómo adobar en una ficción hechos cuya simple crudeza resulta mucho más significativa que cualquier aderezo literario? Me limitaré a referir lo que él me dijo.

Mi nuevo visitante era un sevillano gordete, peludo y de ojos azules, tostado todavía del sol y del aire marino. Llegó a casa, y se instaló en una butaca de la que no había de rebullir ni moverse en cinco horas. Más que nada, quería orientarse, que orientara yo sus pasos primeros por el Nuevo Mundo. Le ofrecí un cigarrillo, y lo rechazó con una sonrisa. «Antes fumaba», me explicó; y yo comprendí que ese antes era antes de la guerra, «pero dejé de fumar, porque hubiera sido un peligro constante. La colilla olvidada en un cenicero, el mero olor del humo, hubiera bastado a delatar la presencia de un hombre en mi casa». Entonces me contó su historia.

Pero al reproducirla debo adelantarme a advertir que es una historia bastante inverosímil. A la invención literaria se le exige verosimilitud; a la vida real no puede pedírsele tanto.

El gordete era también profesor (¡dichosa actividad docente!); pero éste, no de primeras letras como el maestro de Ávila, sino de enseñanza secundaria; era de los que por entonces se llamaron cursillistas, profesores formados a toda prisa para cubrir las plazas de los institutos que la República había creado, y estaba destinado en uno de Cádiz, o cerca de Cádiz, cuando empezó la danza llamada Glorioso Movimiento tuvo que esconderse, claro está: durante la pasada campaña electoral había trabajado con entusiasmo por uno de los partidos republicanos…

Catedrático reciente de un reciente instituto, nuestro hombre estaba también recién casado: se había casado hacia pocas semanas, al principio de las vacaciones estivales, y el susodicho movimiento o danza de la muerte sorprendió a los tórtolos anidados en casa de la madre del novio, viuda, que vivía en Sevilla. Allí se encontraban en aquella fecha memorable.

Se recordará que en Sevilla la lucha fue larga y la confusión grande. Ante la perspectiva del previsible desenlace, el joven profesor imaginó y puso en práctica un ingenioso expediente que le permitiera salvar el pellejo; y fue, conseguir de un albañil vecino suyo que, con el mayor secreto, le ayudara a preparar un escondite, especie de pozo excavado en el rincón oscuro de la sala interior donde el nuevo matrimonio tenía instalada su alcoba; un agujero del ancho de cuatro losetas, y lo bastante hondo para que él se metiera de pie; tras de lo cual, ajustando en su sitio aquellas cuatro losetas pegadas sobre una tabla a modo de tapadera, no había medio de que se notara nada debajo de la cama.

Lo acordado era que nadie sino la madre y la esposa, ellas y nadie más, conocerían su presencia en la casa y su escondite. El albañil amigo, un buen hombre que nunca hubiera hablado, porque en ello le iba la vida, tampoco podía hablar ya, pues de todas maneras los fascistas lo liquidaron no bien se hubieron apoderado del barrio; de modo que era secreto garantizado: la madre y la esposa; el resto de la familia, hermanos, tíos, primos y demás parientes, cuando se interesaban por su paradero obtenían de ambas mujeres la mismísima respuesta que los vecinos curiosos y que las patrullas falangistas: Felipe (Felipe se llamaba) desapareció el día tal sin dejar dicho adónde iba, y desde entonces no habían vuelto a tener noticias suyas; lo más probable era que en aquellos momentos estuviese el infeliz bajo tierra. Esto, entre lágrimas y suspiros que el interesado escuchaba, embutido allí como un apuntador de teatro.

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