– ¿Adónde irá éste ahora, con la solanera? -oyó que, a sus espaldas, bostezaba, perezosa, la voz del capitán.
El teniente Santolalla no contestó, no volvió la cara. Parado en el hueco de la puertecilla, paseaba la vista por el campo, lo recorría hasta las lomas de enfrente, donde estaba apostado el enemigo, allá, en las alturas calladas; luego, bajándola de nuevo, descansó la mirada por un momento sobre la mancha fresca de la viña y, en seguida, poco a poco, negligente el paso, comenzó a alejarse del puesto de mando -aquella casita de adobes, una chabola casi, donde los oficiales de la compañía se pasaban jugando al tute las horas muertas.
Apenas se había separado de la puerta, le alcanzó todavía, recia, llana, la voz del capitán que, desde dentro, le gritaba:
– ¡Tráete para acá algún racimo!
Santolalla no respondió; era siempre lo mismo. Tiempo y tiempo llevaban sesteando allí: el frente de Aragón no se movía, no recibía refuerzos, ni órdenes; parecía olvidado. La guerra avanzaba por otras regiones; por allí, nada; en aquel sector, nunca hubo nada. Cada mañana se disparaban unos cuantos tiros de parte y parte -especie de saludo al enemigo-, y, sin ello, hubiera podido creerse que no había nadie del otro lado, en la soledad del campo tranquilo. Medio en broma, se hablaba en ocasiones de organizar un partido de fútbol con los rojos: azules contra rojos. Ganas de charlar, por supuesto; no había demasiados temas y, al final, también la baraja hastiaba… En la calma del mediodía, y por la noche, subrepticiamente, no faltaban quienes se alejasen de las líneas; algunos, a veces, se pasaban al enemigo, o se perdían, caían prisioneros; y ahora, en agosto, junto a otras precarias diversiones, los viñedos eran una tentación. Ahí mismo, en la hondonada, entre líneas, había una viña, descuidada, sí, pero hermosa, cuyo costado se podía ver, como una mancha verde en la tierra reseca, desde el puesto de mando.
El teniente Santolalla descendió, caminando al sesgo, por largos vericuetos; se alejó -ya conocía el camino; lo hubiera hecho a ojos cerrados-; anduvo: llegó en fin a la viña, y se internó despacio, por entre las crecidas cepas. Distraído, canturreando, silboteando, avanzaba, la cabeza baja, pisando los pámpanos secos, los sarmientos, sobre la tierra dura, y arrancando, aquí una uva, más allá otra, entre las más granadas, cuando de pronto -"¡Hostia!"-, muy cerca, ahí mismo, vio alzarse un bulto ante sus ojos. Era -¿cómo no lo había divisado antes?- un miliciano que se incorporaba; por suerte, medio de espaldas y fusil en banderola. Santolalla, en el sobresalto, tuvo el tiempo justo de sacar su pistola y apuntarla. Se volvió el miliciano, y ya lo tenía encañonado. Acertó a decir: "¡No, no!", con una mueca rara sobre la sorprendida placidez del semblante, y ya se doblaba, ambas manos en el vientre; ya se desplomaba de bruces… En las alturas, varios tiros de fusil, disparados de una y otra banda, respondían ahora con alarma, ciegos en el bochorno del campo, a los dos chasquidos de su pistola en el hondón. Santolalla se arrimó al caído, la sacó del bolsillo la cartera, levantó el fusil que se le había descolgado del hombro y, sin prisa -ya los disparos raleaban-, regresó hacia las posiciones. El capitán, el otro teniente, todos, lo estaban aguardando ante el puesto de mando, y lo saludaron con gran algazara al verlo regresar sano y salvo, un poco pálido, en una mano el fusil capturado, y la cartera en la otra.
Luego, sentado en uno de los camastros, les contó lo sucedido; hablaba despacio, con tensa lentitud. Había soltado la cartera sobre la mesa; había puesto el fusil contra un rincón. Los muchachos se aplicaron en seguida a examinar el arma, y el capitán, displicente, cogió la cartera; por encima de su hombro, el otro teniente curioseaba también los papeles del miliciano.
– Pues -dijo, a poco, el capitán dirigiéndose a Santolalla-; pues, ¡hombre!, parece que has cazado un gazapo de tu propia tierra. ¿No eras tú de Toledo? -y le alargó el carnet, con filiación completa y retrato.
Santolalla lo miró, aprensivo: ¿Y este presumido sonriente, gorra sobre la oreja y unos tufos asomando por el otro lado, éste era la misma cara alelada -"¡no, no!"- que hacía un rato viera venírsele encima la muerte?
Era la cara de Anastasio López Rubielos, nacido en Toledo el 23 de diciembre de 1919 y afiliado al Sindicato de Oficios varios de la U. G. T. ¿Oficios varios? ¿Cuál sería el oficio de aquel comeúvas?
Algunos días, bastantes, estuvo el carnet sobre la mesa del puesto de mando. No había quien entrase, así fuera para dejar la diaria ración de pan a los oficiales, que no lo tomara en sus manos; le daban ochenta vueltas en la distracción de la charla, y lo volvían a dejar ahí, hasta que otro ocioso viniera a hacer lo mismo. Por último, ya nadie se ocupó más del carnet. Y un día, el capitán lo depositó en poder del teniente Santolalla.
– Toma el retrato de tu paisano -le dijo-. Lo guardas como recuerdo, lo tiras, o haz lo que te dé la gana con él.
Santolalla lo tomó por el borde entre sus dedos, vaciló un momento, y se resolvió por último a sepultarlo en su propia cartera. Y como también por aquellos días se había hecho desaparecer ya de la viña el cadáver, quedó en fin olvidado el asunto, con gran alivio de Santolalla. Había tenido que sufrir -él, tan reservado- muchas alusiones de mal gusto a cuenta de su hazaña, desde que el viento comenzó a traer, por ráfagas, olor a podrido desde abajo, pues la general simpatía, un tanto admirativa, del primer momento dejó paso en seguida a necias chirigotas, a través de las cuales él se veía reflejado como un tipo torpón, extravagante e infelizote, cuya aventura no podía dejar de tornar en cómico; y así, le formulaban toda clase de burlescos reproches por aquel hedor de que era causa; pero como de veras llegara a hacerse insoportable, y a todos les tocara su parte, según los vientos, se concertó con el enemigo tregua para que un destacamento de milicianos pudiera retirar e inhumar sin riesgo el cuerpo de su compañero.
Cesó, pues, el hedor, Santolalla se guardó los documentos en su cartera, y ya no volvió a hablarse del caso.
Esa fue su única aventura memorable en toda la guerra. Se le presentó en el otoño de 1938, cuando llevaba Santolalla un año largo como primer teniente en aquel mismo sector del frente de Aragón -un sector tranquilo, cubierto por unidades flojas, mal pertrechadas, sin combatividad ni mayor entusiasmo. Y por entonces, ya la campaña se acercaba a su término; poco después llegaría para su compañía, con gran nerviosismo de todos, desde el capitán abajo, la orden de avanzar, sin que hubieran de encontrar a nadie por delante; ya no habría enemigo. La guerra pasó, pues, para Santolalla sin pena ni gloria, salvo aquel incidente que a todos pareció nimio, e incluso -absurdamente- digno de chacota, y que pronto olvidaron.
Él no lo olvidó; pensó olvidarlo, pero no pudo. A partir de ahí, la vida del frente -aquella vida hueca, esperando, aburrida, de la que a ratos se sentía harto- comenzó a hacérsele insufrible. Estaba harto ya, y hasta -en verdad- con un poco de bochorno. Al principio, recién incorporado, recibió este destino como una bendición: había tenido que presenciar durante los primeros meses, en Madrid, en Toledo, demasiados horrores; y cuando se vio de pronto en el sosiego campestre, y halló que, contra lo que hubiera esperado, la disciplina de campaña era más laxa que la rutina cuartelera del servicio militar cumplido años antes, y no mucho mayor el riesgo, cuando se familiarizó con sus compañeros de armas y con sus obligaciones de oficial, sintióse como anegado en una especie de suave pereza. El capitán Molina -oficial de complemento, como él- no era mala persona; tampoco, el otro teniente; eran todos gente del montón, cada cual con sus trucos, cierto, con sus pesadeces y manías, pero ¡buenas personas! Probablemente, alguna influencia, alguna recomendación, había militado a favor de cada uno para promover la buena suerte de tan cómodo destino; pero de eso -claro está- nadie hablaba. Cumplían sus deberes, jugaban a la baraja, comentaban las noticias y rumores de guerra, y se quejaban, en verano del calor, y del frío en invierno. Bromas vulgares, siempre las mismas, eran el habitual desahogo de su alegría, de su malevolencia…
Procurando no disonar demasiado, Santolalla encontró la manera de aislarse en medio de ellos; no consiguió evitar que lo considerasen como un tipo raro, pero, con sus rarezas, consiguió abrirse un poco de soledad: le gustaba andar por el campo, aunque hiciera sol, aunque hubiera nieve, mientras los demás resobaban el naipe; tomaba a su cargo servicios ajenos, recorría las líneas, vigilaba, respiraba aire fresco, fuera de aquel chamizo maloliente, apestando a tabaco. Y así, en la apacible lentitud de esta existencia, se le antojaban lejanos, muy lejanos, los ajetreos y angustias de meses antes en Madrid, aquel desbordamiento, aquel vértigo que él debió observar mientras se desvivía por animar a su madre, consternada, allí, en medio del hervidero de heroísmo y de infamia, con el temor de que no fueran a descubrir al yerno, falangista notorio, y a Isabel, la hija, escondida con él, y de que, por otro lado, pudiera mientras tanto, en Toledo, pasarle algo al obstinado e imprudente anciano… Pues el abuelo se había quedado; no había consentido en dejar la casa. Y -¿a quién, si no?- a él, al nieto, el único joven de la familia, le tocó ir en su busca. "Aunque sea por la fuerza, hijo, lo sacas de allí y te lo traes", le habían encargado. Pero ¡qué fácil es decirlo! El abuelo, exaltado, viejo y terco, no consentía en apartarse de la vista del Alcázar, dentro de cuyos muros hubiera querido y -afirmaba- debido hallarse; y vanas fueron todas las exhortaciones para que, de una vez, haciéndose cargo de su mucha edad, abandonara aquella ciudad en desorden, donde ¿qué bicho viviente no conocía sus opiniones, sus alardes, su condición de general en reserva?, y donde, por lo demás, corría el riesgo común de los disparos sueltos en una lucha confusa, de calle a calle y de casa a casa, en la que nadie sabía a punto fijo cuál era de los suyos y cuál de los otros, y la furia, y el valor, y el entusiasmo y la cólera popular se mellaban los dientes, se quebraban las uñas contra la piedra incólume de la fortaleza. Así se llegó, discutiendo abuelo y nieto, hasta el final de la lucha: entraron los moros en Toledo, salieron los sitiados del Alcázar, el viejo saltaba como una criatura, y él, Pedro Santolalla, despachado y algo desentendido, sin tanto cuidado ya por atajar sus insensatas chiquilladas, pudo presenciar ahora, atónito, el pillaje, la sarracina… Poco después se incorporaba al ejército y salía, como teniente de complemento, para el frente aragonés, en cuyo sosiego había de sentirse, por momentos, casi feliz.