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Sin embargo, algo habría que decir; no era posible seguir callando; la mujerona había alzado ya la cabeza y lo obligaba a mirar para otro lado, hacia los pies del anciano, enormes, dentro de unos zapatos rotos, al sol.

Ella, por su parte, escrutaba a Santolalla con expectativa: ¿adónde iría a parar el sujeto este? ¿Qué significaban sus frases pulidas: rogar que lo considerasen como un amigo?

– Quiero decir -apuntó él- que para mí sería una satisfacción muy grande poderles ayudar en algo.

Se quedó rígido, esperando una respuesta; pero la respuesta no venía. Dijérase que no lo habían entendido. Tras la penosa pausa, preguntó, directa ya y embarazadamente, con una desdichada sonrisa:

– ¿Qué es lo que más necesitan? Díganme: ¿en qué puedo ayudarles?

Las pupilas azules se iluminaron de alegría, de concupiscencía, en la cara labrada del viejo; sus manos se revolvieron como un amasijo sobre el cayado de su bastón. Pero antes de que llegara a expresar su excitación en palabras, había respondido, tajante, la voz de su hija:

– Nada necesitamos, señor. Se agradece.

Sobre Santolalla estas palabras cayeron como una lluvia de tristeza; se sintió perdido, deshauciado. Después de oírlas, ya no deseaba más que irse de allí; y ni siquiera por irse tenía prisa. Despacio, giró la vista por la pequeña sala, casi desmantelada, llena tan sólo del viejo que, desde su sillón, le contemplaba ahora con indiferencia, y de la mujerona que lo encaraba de frente, en pie ante él, cruzados los brazos; y, alargándole a ésta el carnet sindical de su hijo: – Guárdelo -le ofreció-; es usted quien tiene derecho a guardarlo.

Pero ella no tendió la mano; seguía con los brazos cruzados. Se había cerrado su semblante; le relampaguearon los ojos y hasta pareció tener que dominarse mucho para, con serenidad y algún tono de ironía, responderle:

– ¿Y qué quiere usted que haga yo con eso? ¿Que lo guarde? ¿Para qué, señor? ¡Tener escondido en casa un carnet socialista, verdad? ¡No! ¡Muchas gracias!

Santolalla enrojeció hasta las orejas. Ya no había más que hablar. Se metió el carnet en el bolsillo, musitó un "¡buenos días!" y salió calle abajo.

(1949)

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