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Había un conejo a seis o siete pasos. Asomaba la cabeza por la boca de la madriguera, enhiestas las orejas, mirando alrededor. Y mientras observaba al conejo en la luz indecisa del amanecer, Diego Alatriste apoyó la barbilla en el mocho del arcabuz, que tenía cargado con pólvora y una bala en el caño. El arma estaba mojada, como los arbustos, las piedras y la tierra sobre la que llevaba tumbado más de una hora, mientras el último relente de la noche le caía encima, humedeciendo su ropa. Sólo la cazoleta y la llave, cubiertas con un trapo encerado, así como la mecha que guardaba enrollada en la escarcela, permanecían secas. Alatriste se movió un poco para desentumecer las piernas y apretó los dientes, dolorido. La antigua herida de la cadera, vieja de cuatro años -Gualterio Malatesta junto a la Plaza Mayor, en Madrid-, se resentía cuando estaba mucho rato inmóvil con humedad. Por un instante se entretuvo en la idea de que ya no estaba para aguantar relentes ni amaneceres al sereno; siendo el caso que, en los últimos tiempos, de unos y otros llevaba unos cuantos. Bellaco oficio, tuvo la tentación de pensar, pero alejó la idea y no lo hizo. Lo habría pensado de conocer algún otro oficio. Mas no era el caso.

Miró a los camaradas emboscados cerca, tan quietos como él -de Sebastián Copons, agazapado tras unos arbustos, veía sólo las alpargatas-, y observó luego la torre de piedra que se recortaba en el cielo gris, de nubes bajas. Habían llegado allí tras el desembarco, caminando una milla con mucha cautela, sin ser sentidos. Había dos centinelas en la torre, uno dormido y otro adormilado; pero no pudo averiguarse si eran ingleses o no, porque Sebastián Copons y el alférez Muelas los degollaron silenciosamente en la oscuridad, ris, ras, sin darles tiempo a abrir la boca para decir nada, ni en la parla inglesa ni en ninguna otra. Después, con prohibición de moverse, hablar o encender cuerdas de arcabuces hasta que llegase el momento -el terral podía llevar su olor hasta la playa-, los veinte hombres se habían desplegado alrededor de la cala grande que hacía de puerto de la isla, y que ahora podía verse con la primera luz: una ensenada o puerto capaz de acoger con holgura ocho o diez galeras, con boca ancha de casi media milla, que dentro se dilataba a manera de trébol en tres caletas amplias. Y en la del centro, que era la más grande y arenosa, había una saetía algo tumbada hacia tierra, con gúmenas tendidas a tres anclas, a la playa misma y a las rocas de la parte de levante. Era de cubierta corrida, grande, sin bancos y levantada de popa, de las que ya no usaban remos sino que lo fiaban todo a la vela, dejando espacio a la artillería en los costados. Tenía tres palos, el mayor de vela cuadra a manera de bajel, y las otras dos latinas, con las entenas bajas y aferradas en cubierta. También artillaba cuatro cañones en cada banda, aunque ahora estuvieran trincados en la parte escorada hacia tierra. Era evidente que le despalmaban el casco por la banda de afuera, a fin de reparar las tracas por avería, necesidad de calafate o podredumbre, o librarlas del caracolillo que allí se adhería; detalle principal en una embarcación corsaria, necesitada de velocidad y limpieza de líneas para atacar y huir sin trabas.

La saetía no estaba sola. Cerca de ella y a poniente de la misma cala había una feluca fondeada, su proa apuntando a la brisa suave que le llegaba de tierra. Era más pequeña que la saetía y de velas latinas, con la típica inclinación del trinquete hacia proa. No tenía aspecto corsario y estaba desprovista de artillería; quizás se trataba de una presa. Las cubiertas de las embarcaciones parecían desiertas, pero en la playa humeaba una pequeña fogata en torno a la que se movían algunos hombres. Un torpe descuido, pensó Alatriste, aquel humo y la luz visible por la noche. Típica arrogancia de ingleses, si de veras eran tales. Se hallaban cerca, aunque sus voces apenas podían oírse con la brisa contraria. Los distinguía bien, a ellos y a los cuatro que estaban al extremo de la cala, en una punta rocosa de poca elevación, junto a uno de los sacres o moyanas de la saetía, desembarcado para defender allí la entrada de visitantes inoportunos. Pero el mar se veía desierto hasta el horizonte, y la Mulata, estuviera donde estuviese -acercándose a la cala, esperaba Alatriste por su bien y el de sus diecinueve compañeros-, todavía no daba señales de vida.

El conejo salió de la madriguera, inmovilizándose ante una tortuga de tierra que se arrastraba, flemática, y luego siguió camino de un salto, hasta desaparecer en los arbustos. Diego Alatriste cambió de postura, frotándose la cadera dolorida. Lástima de conejo correteando, se dijo, y no espetado en un asador. Tenía frío y un hambre de mil diablos, concluyó malhumorado, atento a los corsarios que desayunaban a gusto. Miró hacia la derecha, donde el alférez Muelas estaba escondido junto al brocal del único pozo de la isla, y cambió con él una silenciosa ojeada. El alférez encogió los hombros y miró el mar vacío. Por un momento, Alatriste consideró la idea de que la galera no apareciese y el piquete quedara allí, a su suerte. La idea lo hizo torcer el mostacho. No habría sido la primera vez. Contó los corsarios que podía ver en la playa: quince en total, aunque tal vez quedaran otros fuera de su vista, sin contar los cuatro del cañón y los que hubiese a bordo de las embarcaciones. Demasiados para tenerlos a raya con los arcabuces -habían desembarcado con seis cargas por hombre, lo justo para la escopetada- durante mucho rato. Disparado aquello, todo sería conversación de espada y daga. Así que más valía, concluyó, que el capitán Urdema las cumpliera como los buenos.

Fijó la vista, inquieto, en dos hombres que se destacaban del grupo junto al fuego y ascendían por la pendiente que llevaba a la torre y al pozo. Mala papeleta, comprobó. Relevo de los centinelas degollados o enviados en busca de agua, daba lo mismo: venían derechos hacia él. Eso complicaba las cosas, o las precipitaba. Y la galera, sin aparecer. Sangre de Dios. Miró hacia el alférez Muelas en busca de instrucciones. Éste, que también había visto a los que subían, frotó un puño cerrado sobre el dorso del otro, y luego inclinó un dedo en forma de gancho sobre su propio arcabuz: la señal de encender y calar cuerdas. Así que Alatriste metió una mano en la escarcela, sacó pedernal, eslabón y mecha, y prendió ésta. Mientras retiraba el paño encerado, soplaba la cuerda y la fijaba en el serpentín, atornillándola con su palometa, comprobó que sus compañeros hacían lo mismo, y que la brisa llevaba los hilillos de humo acre hacia los corsarios que subían la cuesta. A esas alturas daba igual. Puso un poco de pólvora en la cazoleta y encaró el arcabuz con calma, apoyado en una piedra grande y plana, apuntando entre los dos hombres que se aproximaban, sin buscar a uno en concreto. Por el rabillo del ojo comprobó que Muelas hacía lo mismo, y a éste, como jefe del piquete, correspondía elegir con quién empezaba el baile. De modo que aguardó, el dedo fuera del guardamonte, respirando despacio para no perder el pulso, hasta que los dos corsarios estuvieron tan cerca que pudo verles las caras. Uno era de pelo largo y barba leonada, y el otro corpulento, con un morrioncillo forrado de cuero en la cabeza. Al menos el de la barba parecía inglés de aspecto y traía calzones por los tobillos, a la manera de esa gente. Llevaban un mosquete y alfanjes, conversando sin recelar nada. Algunas palabras dichas en lengua extranjera llegaron a oídos de Alatriste; mas de pronto cesó la parla, porque el de la barba se había detenido a quince pasos, olfateando el aire mientras miraba alrededor, alarmado. Entonces el alférez Muelas le disparó un pelotazo que le arrancó media cabeza, y Alatriste, aclaradas las cosas, movió el cañón de su arcabuz a la izquierda, apuntó al grandullón, que había dado media vuelta para echar a correr, y lo derribó de un tiro.

Los otros dieciocho españoles eran gente escogida, plática en lo suyo. Por eso estaban allí. Sin que el alférez tuviese que dar órdenes ni hacer señas, mientras él y Alatriste recargaban sus arcabuces -la operación requería el tiempo de dos avemarías o dos paternóster, y había quien los rezaba-, Copons y los demás hicieron retumbar la cala y alrededores con una traca de escopetazos muy bien dirigidos, tanto a los hombres que estaban en la playa como a los del cañón situado en la punta. De estos cuatro, tres cayeron allí mismo y otro se tiró al agua. En cuanto a los de la playa, al estar un poco retirados, Alatriste sólo vio derribar a dos, mientras otros corrían poniéndose a cubierto. A poco reaccionaron y empezaron a devolver el fuego con arcabuces y mosquetes, tanto ellos como algunos que aparecieron en la cubierta de la saetía; aunque estos tiros llegaban sin fuerza, y por suerte los cañones estaban trincados en la cubierta escorada, de modo que no podían usarse ni contra la gente de tierra ni por la banda del mar. Como sus camaradas, que administraban el fuego sin arrimar brasa a la cazoleta hasta estar seguros de cada disparo, Alatriste procuró emplear bien las cinco pelotas de plomo que le quedaban, administrándolas a medida que los corsarios, desplegados por la playa -un bote con gente de refuerzo se acercaba desde la saetía-, tras calcular, sin duda, el número de atacantes emboscados, se aventuraban en la pendiente, protegidos a saltos por las peñas y los arbustos. Alatriste contó más de treinta: pocos, si la galera llegaba a tiempo, o muchos, si terminaban los tiros de arcabuz y había que reñir al arma blanca. Por eso hizo fuego espaciándolo cuanto pudo; derribó a otro corsario, que cayó fuera de su vista, y al cabo, cuando vació el postrer apóstol e hizo el último disparo contra un enemigo que se había acercado hasta ocho o diez pasos, tronchándole una pierna -sonó como el chasquido de una rama rota-, dejó el arcabuz en el suelo, requirió la espada y aguardó, resignado, a que llegaran hasta él. Con una ojeada comprobó que el alférez Muelas yacía muerto junto al brocal del pozo. Y no era el único. También vio que los arbustos donde se encontraba Sebastián Copons se agitaban con violencia, mientras subía y bajaba, entre sonoros golpes, chasquidos e imprecaciones, el mocho de su arcabuz: lamentando quizás no haberse quedado en Orán, el aragonés vendía cara su piel. Se oían voces cerca, y casi todas gritaban en inglés. Poco cuartel había que esperar allí, de modo que Alatriste miró el cielo gris, respiró hondo tres o cuatro veces y apretó los dientes. Me cago en la puta galera, concluyó, incorporándose con la espada en una mano y la vizcaína en la otra. Entonces vio que por la punta de levante de la cala, remando a boga arrancada, asomaba el espolón de la Mulata.

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