Литмир - Электронная Библиотека

Mujer de muchos, y de muchos nuera,

¡oh reina torpe, reina no,

mas loba libidinosa y fiera!

… A la que también Cristóbal de Virués dedicó un elocuente recuerdo:

Ingrata reina, de tal nombre indigna,
maldita Jezabel descomulgada.
¿ Qué turbas la divina paz armada?
¿ Qué turbas la cristiana paz divina?

… Y cuya muerte -a cada cual toca su hora, gracias al Cielo- saludó el gran Lope, nuestro Fénix de los ingenios, con adecuado epitafio:

Aquí yace Jezabel,
aquíla nueva Atalía,
del oro atlántico arpía,
del mar incendio cruel.

Y pues de ingleses hablamos, debo señalar que quienes se conducían en el Mediterráneo con menos vergüenza y más desafuero no eran los turcos o los berberiscos, que solían ser puntuales en cumplir los acuerdos entre naciones, sino aquellos perros de agua venidos de mares fríos, desalmados y borrachos, que con el pretexto hipócrita de hacer guerra contra los papistas, se comportaban no como corsarios sino como piratas, comprando complicidades en puertos como Argel o Salé. Tal era su calaña que hasta los mismos turcos los miraban con poca simpatía, pues de tapadillo saqueaban a todos sin reparo de carga ni bandera, amparados por sus reyes y comerciantes; que mientras disimulaban en público, fomentaban en privado sus correrías, embolsándose los beneficios. He dicho piratas, y ésa es la palabra que les cuadra; pues, según la vieja usanza, el corso era ocupación antigua, tradicional y respetable: unos particulares asociados y provistos de su patente -el permiso real para saquear a enemigos de la corona- armaban una nave para el lucro privado, comprometiéndose a pagar su quinto al rey y a regirse por leyes concertadas entre las naciones. A este respecto, los españoles, salvo unos pocos corsarios mallorquines, del Cantábrico y de Flandes, apenas practicábamos otro corso que el militar: cruel y despiadado, cierto, pero siempre bajo bandera del rey católico y según las ordenanzas; castigándose con rigor cualquier violación de tratados, exceso o demasía contra neutrales. Por cuestiones de reputación y formas, y porque hacía siglos lo sufríamos en nuestras costas, en España el corso tenía mala fama; se consideraba tolerable -guerra, a fin de cuentas, por otros medios- cuando lo hacían soldados y marinos, pero turbio y poco hidalgo en manos de particulares. Dándose el infortunio de que, mientras los enemigos recurrían a todo cuanto nos sangrara en los mares y en tierra firme, los corsarios españoles -excepto nuestros intrépidos católicos de Dunquerque, azote de ingleses y holandeses- languidecieron hasta casi desaparecer por falta de tripulaciones, por dificultad o inconveniencia de obtener permisos reales, o porque, cuando éstos llegaban, el beneficio era mínimo, esquilmado por una maraña burocrática de impuestos, funcionarios corruptos y parásitos diversos. Sin olvidar el triste final del duque de Osuna, virrey de Sicilia y luego de Nápoles -amigo íntimo de don Francisco de Quevedo, y sobre quien volveremos más adelante-, verdugo de turcos y de venecianos, padre de corsarios españoles y espumador implacable de los enemigos, cuyos triunfos y fortuna despertaron envidias que le costaron el descrédito, la prisión y la muerte. Y claro. Con tales antecedentes, cuando por imperio de la política y la guerra nuestro cuarto Felipe y el conde-duque de Olivares quisieron otra vez armar corsarios -incluso con reparto de botín al tercio vizcaíno, renunciando el rey a su quinta parte-, muchos particulares escarmentados, escépticos o arruinados, procuraron no meterse en camisas de once varas.

Lampedusa es una isla de tierra baja, despoblada y cubierta de matorrales, situada quince o dieciséis leguas hacia poniente cuarta a jaloque de Malta. Nuestros vigías, desde cuyas gatas descubrían cosa de quince millas, la avistaron a media tarde; y para evitar que los corsarios, de seguir allí, nos viesen a su vez -el piloto dijo que había una torre por la parte de mediodía-, ordenó el capitán Urdemalas abatir los dos árboles y tenderlos en cubierta, siguiendo camino mochos y a boga reposada, a fin de arrimarnos inadvertidos, sin llegar antes de la noche. Mientras así lo hacíamos, tomando las disposiciones adecuadas para caerle a la saetía corsaria sin que se nos fuera de las manos, el piloto, platico en aquellas aguas, contó que esa isla era lugar de recalada tanto para musulmanes como para cristianos, pues de ambas partes solían acogerse allí esclavos fugitivos, y que tenía una cueva pequeña donde se entraba a paso llano, con una imagen antigua de Nuestra Señora con el Niño en brazos, pintada en tela sobre tabla, donde la gente dejaba limosnas de bizcocho, queso, tocino, aceite y algún cuarto. Lo notable es que cerca de esa cueva estaba el sepulcro de un morabito que los turcos tenían por gran santo suyo, donde ponían la misma limosna que los nuestros a la Virgen, salvo el tocino. Todo eso para que cuando los esclavos huidos llegaran a la isla tuviesen qué comer, pues el agua la daba un pozo que, aunque salobre y ruin, hacía el avío. Dándose la particularidad de que, fuera cristiano o mahometano quien allí arribase, nadie rompía o tocaba lo de la otra religión, respetándose mucho la fe y la necesidad de cada cual. Que en el Mediterráneo, a fin de cuentas, hoy por ti y mañana por mí, a todos cuadraban aquellos versos de Lope:

Porque en esto de los padres
hay descuidos más o menos.
Todos de Adán somos hijos.
Sólo es cierto el padrenuestro.

El caso, como digo, es que así, desarbolados y a boga lenta, nos fuimos llegando a Lampedusa por la parte de tramontana a levante mientras el sol se ponía por el través de la banda diestra y la noche nos ayudaba en el empeño. Lo último que vimos antes de que cerrase el horizonte fue una columna de humo, indicio de que, fuera o no la saetía, alguien estaba en la isla. Y con la noche casi entablada y la claridad reducida a una fina línea rojiza en el horizonte, alcanzamos a ver alguna hoguera en tierra. Eso nos alentó mucho, y empezamos a prepararnos para la acción, a tientas, pues ya faltaba luz y el capitán Urdemalas había dado orden de no encender ninguna a bordo, ni dar voces o gritos; ni siquiera el cómitre usaba su silbato. íbamos de ese modo, callados y a oscuras por el mar negro donde aún no despuntaba la luna, y los únicos sonidos eran el resuello ronco, gutural -una especie de prolongado uuuh, uuuh, uuuh-, de nuestros galeotes bogando a buen ritmo, y el chapaleo de cuarenta y ocho remos batiendo el agua.

– ¡El trozo de desembarco, a sus puestos!… ¡Armas descargadas y pena de vida para quien se le escape un tiro!

Cuando la orden llegó con un murmullo, los veinte hombres que aguardaban acuclillados en el corredor de cada banda anduvieron hacia popa, camino de las escalas. Ya habían sido arriadas las dos embarcaciones ligeras -el esquife y el bote pequeño- que iban a llevarlos a tierra. Nos habíamos acercado en la oscuridad con mucho tiento, en boga lenta y silenciosa, árboles y entenas estibados encima de la crujía para no recortarnos en el cielo nocturno, el piloto tumbado boca abajo en el espolón, junto al marinero que iba salmodiando la profundidad que daban los nudos del escandallo. Las galeras españolas, de poco calado, sutiles y ligeras como el viento, podían acercarse hasta poner a la gente en tierra a calzón enjuto, aunque aquél no fuera el caso. Por precaución, el último tramo lo harían los nuestros en el esquife y el bote. El punto de desembarco resultaba angosto, y además no era caso de chapuzones que mojasen las cuerdas de los arcabuces y la pólvora.

– Ten cuidado, Íñigo -susurró el capitán Alatriste-. Y buena suerte.

Sentí que su mano se posaba en mi hombro, y que la de Copons me daba un suave pescozón, antes de que se alejaran de mí y bajaran al esquife por la escala de la banda diestra. Distraído poniéndome un coselete de acero, balbucí un tardío «buena suerte» que ya no escucharon. El piquete, todo de arcabuceros, iba partido en dos mangas, al mando una del alférez Muelas y la otra con el capitán Alatriste de cabo; quedando el sargento Albaladejo para regir a los sesenta soldados que permaneceríamos a bordo. A medida que los hombres se acomodaban en las embarcaciones, oíamos sus palabras en voz baja, juramentos ahogados cuando se empujaban o pisaban unos a otros, el sonido de los remos encajándose en los toletes y el roce metálico de las armas, amortiguado por los trapos que las envolvían. El plan era que los arcabuceros desembarcasen en la playita de una cala minúscula que, según el piloto, estaba allí mismo, en línea recta ante nuestra proa, a la parte de levante de la isla, y cuya boca era de apenas ciento cincuenta pasos de anchura, aunque el saco resultara limpio y sin escollos ni piedras sueltas que embarazasen en la oscuridad. El piquete pisaría allí tierra para, luego de atravesar la isla en dirección sudoeste, desplegarse en torno al lugar donde estaban los corsarios, a fin de escopetearlos y estorbarles, además de la fuga al campo, el acceso a la torre y al único pozo de agua, cuando con la primera luz del día la Mulata, bogando a la sorda hasta rodear la isla, cerrase la salida por mar y, tras cañonear un poco, diera el abordaje. Entre el cuarto de prima y el cuarto de media, aprovechando el filo de la luna y dos marineros muy buenos nadadores que teníamos a bordo -uno de ellos cierto Ramiro Feijoo, bravo buzo de galera, luego famoso por dar barreno a un bajel turco en el asedio de La Mámora -, se había hecho con el bote pequeño un reconocimiento de la cala grande o puerto, situado al mediodía de la isla. Asomándose a su punta de levante, nuestros hombres confirmaron que eran dos las embarcaciones que allí estaban, que una era saetía y la otra más pequeña, tal vez tartana o feluca, y que la saetía no parecía en condiciones de hacerse a la mar, pues estaba escorada, como si hubiera dado al través o estuviese despalmando.

– Al remo la gente -dijo el capitán Urdemalas, cuando el esquife y el bote desaparecieron en la oscuridad-. Zafarrancho sin un ruido ni un grito… Que preparen y artillen batayolas.

Se movieron los remos en el agua mientras encajábamos colchonetas, paveses y pedreros de borda en los filaretes de ambas bandas, y el maestre artillero y sus ayudantes disponían, a proa, las tres piezas de la corulla. A poco, en cuanto regresaron las embarcaciones y quedaron a remolque, nuestro capitán de mar y guerra dio nuevas órdenes, el timonero metió la caña a una banda, y siempre a la sorda, sin voces ni silbatos, la Mulata hizo ciaboga, remando de un lado y aguantando del otro. Así, con todo el silencio posible, hicimos moverse muy despacio la estrella polar hasta dejarla a nuestra espalda, poniendo proa a una punta rocosa, no muy alta, cuya masa oscura se perfilaba cerca. Y de ese modo, barajando la isla, pendiente el piloto del escandallo y con resguardo a la orilla para no encontrarnos con un seco o una piedra imprevista, rodeamos Lampedusa hacia el sur.

20
{"b":"81631","o":1}