Ya sólo faltaba media hora, y los dependientes de la cantina, medio atontados, no daban abasto despachándoles bebidas a los curiosos que entraban para echar una miradita a la mesa, aparejada en un rincón de gran sala-comedor con su buen juego de cubiertos y un florero donde -¿alusión pícara del cantinero?- lucía una solitaria rosa escarlata sobre la blancura del mantel. Estaba dispuesto que al acto mismo de la cena sólo pudieran asistir los testigos de la apuesta, senado que integrábamos los socios del Country en representación de la colonia entera, interesada en el lance. Una espesa multitud, apiñada en la plaza, frente a las puertas de la cantina, señaló con un repentino silencio, seguido de rumores, la llegada de Abarca, que, muy orondo y diligente, conducía su automóvil despacito por entre el gentío, sin muestra alguna de dolencia ni de vacilación. ¡A cuántos que, todavía la víspera, anhelaban su triunfo no se les vino ahora el alma a los pies viendo el aire fanfarrón con que acudía al campo del honor, y maldecían el haberse dejado arrastrar del pánico!
El secretario de Gobierno tomaba unas copas, a la espera de su contrincante; y al verle entrar se levantó, un podo demudado, para acudir a saludarlo caballerescamente. Los demás, nos agrupamos todos alrededor de ambos. Abarca sonreía con aire satisfecho, como quien quiere dar la sensación de perfecto aplomo. «¿Qué hay, Mario? ¿Cómo va ese asado?», le gritó al cantinero con su voz estentórea. Y éste, confianzudo: «Se va a chupar los dedos», le prometió desde dentro.
Es una tontería, y parecerá increíble, pero había emoción pura, por el juego mismo, independiente de las consecuencias crematísticas que su resultado tendría para cada cual. Sentóse Abarca a la mesa, apartó el florero, se sirvió un vaso de whisky, y de un trago lo hizo desaparecer. Desde luego, se veía ya que iba a ganar la apuesta; la sonrisa forzada del secretario de Gobierno lo estaba proclamando sin lugar a dudas.
«¿Le traigo algunos entremeses para hacer boca?», preguntó Mario acercándose a la mesa de Abarca. El cantinero se había aseado; ostentaba impecable chaqueta blanca. «No, no -le ordenó el inspector general-. Tengo mucho apetito. Entremos por el plato fuerte; venga el asado». Se hizo un silencio tal, que hubiera podido oírse el vuelo de una mosca. Y Mario, que había hecho mutis tras una reverencia, reapareció en seguida portando con gran pompa e importante contoneo una batea, que presentó primero a la concurrencia y luego puso bajo las narices de Abarca. Descansando entre zanahorias, papas bien doradas y cebollitas, yacía ahí el macaco asado. «Miren cómo se ríe con sus dientecillos -comentó Abarca-. ¡Hola, amiguito! ¿Estás contento? Pues ahora venís tú cómo papá no te hace ascos». Y esgrimió, ante la general expectación, tenedor y cuchillo. Pero en el mismo instante Mario sustrajo la batea. «Déjeme que yo se lo trinche», decidió perentorio, autorizado, inapelable; y se la llevó a la cocina para volver al poco rato con un plato servido, en el que varias presas de carne se amontonaban con zanahorias, cebollas y papas.
Nadie supo cómo protestar, aunque en muchas miradas se leía el descontento. Y luego, más tarde, en los días subsiguientes, tampoco lograron ponerse de acuerdo las opiniones sobre si había mediado fraude o no. La razón más poderosa que se aducía para suponer que no hubo escamoteo y que la carne consumida por el inspector fue, en verdad, la del mono, era ésta: que, siendo Abarca dueño de sus actos, bien hubiera podido embolsar de cualquier manera bastante dinero, si acaso no quería comerse el mono, por el sencillo procedimiento de apostar secretamente contra sí mismo, y darse por vencido a última hora, y perder la apuesta, pero ganar con la especulación a favor de su contrincante. Caímos -demasiado tarde- en la cuenta de que aquel bruto, a tuertas o derechas, nos había metido el dedo en la boca, y se había metido él en los bolsillos, a mansalva, una cantidad sobre cuyo monto se hacían diversos cálculos, pero que, de cualquier modo, debía de ser muy considerable. Se daba por cierto que en la dolosa maniobra había tenido por cómplice a Toñito Azucena y, según costumbre, no faltaba quien hiciera insinuaciones acerca del propio gobernador.
Aunque no hace a la historia, quiero referir el final -disparatado y sorpresivo- de aquella sensacional jornada. A pesar de todas las consignas, el gentío de afuera consiguió forzar la puerta e irrumpir en la cantina, cuando a alguien, no sé bien, se le había ocurrido la argucia y estaba proponiendo -tal vez como recurso de habeas corpus para requerir de nuevo la presencia del asado ante el tribunal de la apuesta- que la mitad restante del mono se le llevara en obsequio a Martín, de quien era fama apreciaba mucho el estrambótico manjar; y la propuesta, aclamada por la plebe, fue consentida por el senado. Mario, tras un instante de vacilación, se retiró, presuroso, a la cocina y no tardó mucho en volver a salir con una fuente donde se ostentaban algunos miembros y la cabeza del zarandeado animal. Fue el payaso de Bruno Salvador, que, por supuesto, estuvo maniobrando hasta alcanzar la primera fila, quien se apoderó entonces de la fuente y encabezó la turbulenta procesión hacia la vivienda del viejo Martín, allá en el límite del negrerío. Nadie se esperaba lo que ahí íbamos a encontrarnos. El pobre Martín estaba tendido entre cuatro velas, muy respetable con su barba blanca, cruzadas las manos sobre el vientre, en el piso de la cocina. Había muerto aquella sieta, y un enjambre de muchachos admiraba por las ventanas el imponente cadáver. De los restos del asado, no sé qué se hizo en medio de la batahola.
Igual que algunas otras insensateces de aquellos días, el episodio de la puesta -ya lo señalé- podía interpretarse como desahogo colectivo y válvula de escape al quedar clausurado, taponado, diríamos, y sin perspectivas de nuevo desarrollo el asunto el pseudomatrimonio Robert, que por tantos meses había sido obsesión de la colonia. Pronto pudo comprobarse, sin embargo, que la relación entre una cosa y otra no era de especie tan sutil, sino bastante más directa. Cuando Ruiz Abarca solicitó y obtuvo licencia para viajar a Europa, y tomó el avión sin apenas despedirse de nadie, ya todo el mundo sabía que marchaba en pos de Rosa, la apócrifa señora del director de Embarques. Y que para eso, precisamente, para irse a buscarla, había urdido, con entera premeditación, la trama que lo proveería de fondos y que, en efecto, debió de proporcionarle un dineral: pues lo necesitaba; no podía privarse de aquella mujer. Por consiguiente, el viaje de Abarca volvió a poner sobre el tapete la cuestión que -demasiado pronto- habíamos dado por conclusa.
No mucho después de ventilarse la famosa apuesta, compareció Smith Matías una mañana en la cantina, donde estábamos unos cuantos refrescándonos con jugos de piña, y derramó sobre nuestras cabezas la noticia del permiso recién obtenido por el inspector general, quien, además y por si fuera parva la suma cosechada a costa de la estupidez humana -completó el faraute- acababa de malvenderle su automóvil al comisario de la Vivienda Popular, a la vez que -para colmo- levantaba en Contaduría un anticipo de seis mensualidades sobre sus emolumentos. Smith Matías se mostraba escandalizado: jamás antes habían sido autorizados préstamos semejantes, y menos a un tipo -dijo- que se ausentaba de la colonia, probablemente con ánimo de no volver más. «Eso, no; volver, vuelve», supuso, guiñando el ojo, Bruno Salvador. «Son muy sabrosos los gajes de la Inspección», corroboró otro. Y yo, por decir algo, aventuré: «Pues ¡quién sabe!» «No vuelve -aseguró entonces, rotundo, Smith (este diálogo, lo recuerdo muy bien, era mi primera noticia del nuevo curso de los acontecimientos o, mejor, de la nueva faz que mostraba el asunto)-. No vuelve -repitió, reflexivo-, a menos que…» «Que ¿qué? No se haga el enigmático, hombre», le exhorté yo con alguna impaciencia, pues es lo cierto que había conseguido tenernos pendientes de sus labios. Él sonrió: que no sabía nada de fijo. Y acto seguido, mediante innecesarias perífrasis, lanzó a la circulación la especie de que Abarca iba decidido a encontrar a Rosa aun debajo de la tierra, y a apropiársela a cualquier precio, así tuviera que acuñar moneda falsa para conseguirlo. Por lo visto, después que ella desapareció haciéndole un corte de mangas, se le había metido eso al hombre entre ceja y ceja; cuestión de amor propio, sin duda, pues la escena del banquete lo tenía humillado, y no podía digerirla. Para desquite, se proponía traer ahora a la Damisela Encantadora , y exhibirla ante nosotros, atada con cadenas de oro a su carro triunfal.
Mientras así adornaba, interpretaba y desplegaba Smith Matías la noticia de que era dueño, Bruno Salvador había compuesto en su rostro la expresión socarrona propia de quien sonríe por estar mejor enterado, hasta que, habiéndolo notado el otro, le interpeló con aspereza:
«¿Acaso no era cierto?»; y Bruno, que no aguardaba más, emitió entonces una estupenda versión personal de los hechos, versión que -seguro estoy, pues le conozco el genio- acababa de ocurrírsele en aquel momento mismo. «Cierto es -sentenció- que va en busca de la pendeja; pero no por cuenta propia»; se quedó callado: punto. «¿No por cuenta propia?»; repitió, todavía agresivo, aunque algo perplejo, Smith Matías. Todos habíamos percibido de inmediato a dónde apuntaba la insinuación; y quizá lo que más mortificaba a Matías es no haber pensado antes él en hipótesis tan bonita. «Pues ¿por cuenta de quién, si no? Dilo.» Bruno se demoró en contestar. Dominaba por instinto el arte histriónico de las pausas, suspenso y demás trucos y zarandajas. Luego, el muy mamarracho, no sé cómo se las compuso para fraguar con los pellejos de su cara un gesto que reproducía la expresión, que retrataba inconfundiblemente a nuestra primera autoridad. Esa fue su respuesta. Rompimos a reír todos -incluso Smith Matías tuvo que reírse de mala gana-, mientras él, solemne, rígido, continuaba imitando con los dedos abiertos la barba en abanico de su excelencia. Bruno Salvador es un verdadero payaso; y su hipótesis, por supuesto, descabellada. Yo exclamé: «Qué disparate!», y Smith Matías me agradeció en su fuero interno no haber dado crédito a la versión de su compinche. Pero éste, que se había entusiasmado con su propia ocurrencia, empezó a defenderla por todos los medios, desde el argumento de autoridad («Lo sé de buena tinta; si yo pudiera hablar…») hasta razones de verosimilitud montadas sobre la supuesta salacidad del viejo farsante, «que, con toda su prosopopeya, es el tío un buen garañón…» «Un buen bujarrón es lo que es», reventó de improvisto a espaldas nuestras la voz destemplada del cantinero, quien, acodado en su mostrador, había estado escuchando sin decir palabra. Ahora, de repente, va y suelta eso, y se mete para dentro de muy mal talante, dejándonos pasmados. ¡Cualquiera sabe lo que puede cocerse en un meollo así!