Gasté, pues, mi dinero -el dinero que tenía reservado para comprar ese automóvil que tanto necesito (soy uno de los poquísimos socios del Country Club que todavía no lo tienen)-, me lo gasté en vano y, a pesar de todo, no me duele. Cuando menos, compré el derecho a figurar en la lista y en el banquete de despedida, y a pasar inadvertido, como uno de tantos, lo que no es poca cosa.
Al fin y al cabo, me parece ser el único en la colonia que puede pensar en Rosa sin despecho, y recordarla con simpatía.
Sólo quien conozca o pueda imaginarse la vacuidad de nuestra vida aquí, los efectos de la atmósfera pesada, caliginosa y consuntiva del trópico sobre sujetos que ya, cada cual con su historia a cuestas, habíamos llegado al África un tanto desequilibrados, comprenderá el marasmo en que nos hundió la desaparición del objeto que por un año entero había prestado interés a nuestra existencia. Durante ese tiempo, nuestro interés había ido creciendo hasta un punto de excitación que culminaría con el banquete célebre. Pero vino el banquete, estalló la bomba, y luego, nada; al otro día, nada, silencio. Muchos no pudieron soportarlo, y comenzaron a maquinar sandeces. Es cierto que, al esfumarse, la dichosa pareja nos dejaba agitados por demás, desconcertados, descentrados, desnivelados, defraudados, desfalcados. Y así, tras haber derrochado su dinero, muchos se pusieron a derrochar ahora caudal de invectivas, y a devanarse los sesos sobre el paradero de los fugitivos. Pero discutir conjeturas no da para mucho, y los insultos, cuanto más contundentes, antes pierden su efecto si caen en el vacío. Así, al hacerse ya tedioso el tema de puro repetido, Abarca cerró un día el debate a su modo, y le puso grosera rúbrica repitiendo aquel gesto memorable con que ella había rechazado la noche del banquete su insolencia de borracho. «¡Bueno, para ella! -exclamó, furiosamente erguida la diestra mano-. Y ahora señores, a otra cosa». Fue como una consigna. Salvo alguna de otra recurrente alusión, cesó en nuestro grupo de mencionarse el asunto.
Mas, no hay duda: a la manera de esos enfermos que sólo abandonan una obsesión para desplegar otro síntoma sin ninguna relación aparente, pero que en el fondo representa su exacta equivalencia, los muchos disparates que por todas partes brotaron, como hongos tras la lluvia, eran secuela suya, y testimonio de la turbación en que había quedado la colonia.
También correspondió al inefable Ruiz Abarca la iniciativa en la más famosa de cuantas farsas y pantomimas se desplegaron por entonces. Abarca es, en verdad, un tipo extraordinario: lo reconozco, aunque yo no pueda tragarlo; a mí, los bárbaros me revientan. Siempre tiene él que estar en actividad, de un modo u otro, y nunca para desempeñar un papel demasiado airoso. Esta vez la cosa era hasta repugnante. Existe por acá la creencia, cuyo posible fundamento ignoro, de que para ciertas festividades que, poco más o menos, coinciden con nuestras Navidades, acostumbran los indígenas sacrificar y asar un mono, consumiéndolo con solemne fruición. Los sabedores afirman, muy importantes, que eso es un vestigio de antropofagia, y que estos pobres negros devoraban carne humana antes de fundarse la colonia; actualmente se reducían, por temor, a esos supuestos banquetes rituales que, a decir verdad, nadie había presenciado, pero de los que volvía a hablarse cada año hacia las mismas fechas, con aportación a veces de testimonios indirectos o de indicios tales como haberse encontrado huesos mondos y chupados, «parecidos a los de niño, que no pueden confundirse ni con los de un conejo ni con los del lechón». También pertenecía a la leyenda el aserto siguiente: que un solo blanco, Martín, conocía de veras los repugnantes festines y participaba en ellos. Se contaba que en cierta oportunidad, sin prevenirlo, le habían dado a probar del insólito asado, y como hallara sabrosa la carne, le aclararon su procedencia; él, sin dejar de balancearse en la hamaca, había seguido mordisqueando con aire reflexivo la presa, y de este modo ingresó, casi de rondón, en la cofradía. Al infeliz Martín le colgaban siempre todas las extravagancias; era su sino… Pues bien, este año salió a relucir, como todos, la consabida patraña, y a propósito de ella se repitieron los cuentos habituales; unos, dramáticos: la desaparición de una criatura de cinco años que cierto marinero tuvo la imprudencia de traerse consigo; y otros, divertidos: el obsequio que al primer gobernador de la colonia, hace ya muchísimos años, le ofreció el reyezuelo negro, presentándole ingenuamente un mono al horno, cruzados los brazos sobre el pecho como niño en sarcófago. Volvieron a oírse las opiniones sesudas: que toda esta alharaca no era sino prejuicios, pues bien comemos sin extrañeza de nadie animales mucho más inmundos, ranas, caracoles, los propios cerdos, etc.; se discutió, se celebraron las salidas ingeniosas de siempre, se rieron los mismos chistes necios. Y fue en el curso de una de tales conversaciones cuando surgió la famosa apuesta entre el inspector Abarca y el secretario de Gobierno sobre si aquél sería capaz o no de comer carne de mono.
Abarca, más bebido de lo justo, según costumbre, se obstina en sostener que no hay motivo para hacerle ascos al mono cuando se come cerdo y gallina, animales nutridos de las peores basuras; cuando hay quienes se pirran por comer tortugas, calamares, anguilas, y quienes sostienen muy serios que no existe carne tan delicada como la de rata. ¿Por qué aceptar cabrito u oveja, y rechazar al perro? Los indios cebaban perros igual que nosotros cebamos lechones… Y al argumentarle uno con el parentesco más estrecho entre el hombre y el simio, él, con los ojos saltones de rabia cómica, arguyó: «Ahí, ahí le duele. Lo que pasa es que a todos nos gustaría probar la carne humana, y no nos atrevemos. Por eso tantas historias y tanta pamplina con la cuestión de los macacos.» «Usted, entonces -le preguntó el secretario de Gobierno-, ¿sería capaz de meterle el diente a un macaco?» «¿Por qué no? Si, señor.» «¡Qué va!» «Le digo que sí, señor.» «Eso habría que verlo.» «¿Qué se apuesta?»
Resultó claro que Ruiz Abarca, no obstante su estado, se las había arreglado para, con mucha maña, llevar de la nariz al secretario de Gobierno a cruzar con él una apuesta absurdamente alta; tanto que, luego, en frío, al darse cuenta del disparate (pues, ¿cuándo iba a cobrarle a Abarca, si ganaba?; y si perdía…), quiso el hombre volverse atrás. Pero ya era demasiado tarde. Al otro día, tanteó: «Bueno, amigo Abarca, no piense que le voy a tomar la palabra con lo de anoche; quédese en broma», con el único resultado de reforzar todavía la apuesta y establecer la fecha y demás condiciones, para regocijo del ilustre senado, cuya expectación había aprovechado el inspector a fin de picar y forzar a su contrincante. Abarca es, desde luego, un tipo brutal, pero no tiene pelo de tonto; y esta maniobra le salió de mano maestra. Por lo pronto, sugirió un plazo prudencialmente largo de modo que tuviera tiempo de crecer y cuajar la curiosidad de la colonia entera ante la perspectiva del acto sacramental en que el señor inspector general de Administración se engullera, en la cantina de Mario y en presencia de todos nosotros, medio mono asado, pues en esto consistía la condición: había de cenarse medio monito, excluida, eso sí, la cabeza; lo cual, entiéndase, no supone cantidad excesiva de carne; estos macacos de por acá son chiquitines y muy peludos; una vez desollados, abultarán quizá menos que una liebre. Mientras corría el plazo, la cantina se convirtió casi en el centro de la moda, y el cantinero, que durante este tiempo hizo su agosto, en una especie de héroe vicario, de quien se solicitaban detalles buscándole la cara. «Oye, Mario, ¿cómo van los preparativos? No le servirás al señor inspector un vejestorio de huesos duros…» O bien: «Pero, dime, en el mercado no se venden monos. ¿Cómo te va a conseguir la carne?» «Él se subirá a los árboles para cazarlo, ¿verdad, Mario?» «Quién sabe si no se pone de moda ese plato.» «Y tú, como buen cocinero, tendrás que probar el guiso…» A él, halagado, personajísimo, se le perdían de gusto los ojos menuditos con reticente sorna.
La cantina comenzó a funcionar pronto a manera de bolsa donde se concretaban las apuestas; hasta llegó a publicarse allí, sobre una pizarra ad hoc, la cotización del día. El apostar es (lo ha sido siempre) una de las pasiones y mayores entretenimientos de esta colonia; y, alrededor de la apuesta inicial entre Abarca y su ilustre antagonista, se tejió en seguida una red cada vez más tupida de otras apuestas secundarias a favor de uno y otro; se formaron partidos, claro está, y tampoco faltaron discusiones, broncas, bofetadas. Aquélla había pasado a ser ahora la gran cuestión pública, el magno debate, y hasta parecía olvidado por completo el asunto de los esposos Robert. No es de extrañar, pues, que Mario, el Cantinero, individuo vivo si los hay, oliéndose el negocio, organizara en su propio beneficio el control de las apuestas y se hiciera banquero de aquella especie de timba por cuya momentánea atracción quedaron desiertas incluso las habituales mesas del Country Club. De dónde sacó dinero efectivo para hacer frente a las diferencias de cotización, o cómo salió adelante, es cosa que nadie sabe; había oscilaciones temerosas, verdaderos vuelcos, provocados en gran parte -hay que decirlo-, o acicateados por la intervención de Toñito Azucena desde la radio. Manejado el tema en el tono semihumorístico y pintoresco de su amena «Charla social del mediodía», actuaba sobre la impresionante atmósfera de la colonia, e inclinaba las preferencias públicas ya en un sentido, ya en otro. Era aquél, desde luego, un modo escandaloso de influir sobre las apuestas, y había quien afirmaba no comprender cómo se consentían maniobras tales. Otros contaban maliciosamente que el secretario de Gobierno habla sugerido al gobernador la conveniencia de poner fin, de una vez por todas, al asunto, prohibiendo las apuestas que él mismo -era cierto, lo reconocía, no le dolían prendas- habla tenido la imprudencia de contribuir a desencadenar. Y llegaba a referirse, como si alguien hubiera podido presenciar la escena, que su excelencia sonrió tras de su barba y dijo: «Veremos», sin adoptar providencia alguna.
Así corrieron los días y llegó por fin el fijado para ventilar la apuesta. El rumor de que Abarca abandonaba el campo y se rajaba, sensación primera de aquella agitadísima jornada, no tuvo origen, sin embargo, en la emisión de Torio, ni llegó a oídos de la gente a través del éter. Parece más bien que la locuacidad de alguna sirvienta dejó trascender el dato de que nuestro hombre había comenzado a sentirse indispuesto la noche antes, con dolores de estómago y ansias de vomitar. Sonsacado el ordenanza de su despacho oficial, confirmó hacia el mediodía que, en efecto, el señor inspector general se había entrado al retrete no menos de tres veces en el curso de la mañana, y que presentaba mal semblante, más aún: que había pedido una taza de té. Fácil es imaginarse la ola de pánico suscitada por la difusión de estas noticias, y cómo se fueron por los suelos sus acciones. Ya desde primera hora de la tarde se ofrecían a cualquier precio los boletos a favor suyo, y al cerrarse las apuestas aquello resultó una verdadera catástrofe, presidida y apenas contenida por la flema de Mario, cuyos blancos y gordos brazos desnudos, se movían sin cesar tras de la caja registradora sin que se mostrara en su persona otro signo de emoción que cierta palidez de las mejillas bajo los rosetones encarnados. Atareado, taciturno e indiferente, hacía los preparativos para el acto de la cena, sin que Abarca hubiera dado en toda la tarde señales de existencia.