Es el caso que, por fin, me llegó a mí también el turno, y tuve que entrar en la danza, y hacer mi pirueta. Me había llegado el turno, sí; a mí me tocaba. Da risa, y era cuestión de no creerlo; pero ella protocolarmente había iniciado el baile con la primera autoridad de la colonia, cuyas respetables barbas cedieron pronto el paso, sin embargo, al no tan ceremonioso y, a la vez, menos discreto jefe superior de Policía; siguió en seguida el secretario de Gobierno, y así había continuado, escalafón abajo, con un orden tan escrupuloso que, de una vez para otra, todo el mundo esperaba ya la peripecia inmediata, señalándose con el dedo al presunto favorito del siguiente día. Tanta era su minuciosidad en este punto, y tan exquisito su tino como si obrara asesorada por el jefe de Personal de la compañía. A los impacientes, sabía refrenarlos poniéndolos en su lugar, y a los tímidos o remisos, hacerles un oportuno signo que los animaba a dar el paso adelante. Resulta divertido el hecho de que en un momento dado se llegaran a cruzar apuestas a propósito de Torio Azucena, cuya posición oficial parecía más que dudosa, con ingresos y, sobre todo, con una influencia en las altas esferas que no correspondía a su puesto administrativo. De muchas majaderías y disparates que hubo, no voy a hacerme eco; lo importante es que había sonado por fin mi hora y tenía que cumplir. Me palmeaban la espalda, me gastaban bromas, me felicitaban, me jaleaban. En verdad, no era menester que me dieran un empujón. Yo sé bien cuándo debo hacer una cosa, y tampoco iba a echarme atrás para ser objeto de la chacota consiguiente. Se daba por descontado que yo, como tantos otros, solo en la colonia, me las arreglaría de vez en cuando -fácil recurso- con alguna de estas indígenas que me rodeaban por acá; y es lo cierto que les tenía echado el ojo a dos o tres negritas de los alrededores con intención de, cualquiera de estos días en que el maldito clima no me tuviera demasiado deprimido… Pero ahora no se trataba de esas criaturas apáticas que contemplan a uno con lenta, indiferente mirada de cabra, sino de una real hembra y, además, gran señora, perfumada, ojos chispeantes. En fin, yo había visto acercárseme el turno con inquietud, con deseo, y ¿qué mejor oportunidad, y qué justificación hubiera tenido el no aprovecharla?
Estaba, pues, decidido, no hay que decirlo; y -lo que era muy natural- algo intranquilo, meditando mi plan de campaña, cuando ella misma vino a obviar los trámites al saludarme con amabilidad inusitada en ocasión de la Tómbola a beneficio de los Niños Indígenas Tuberculosos. Charlamos; se me quejó del aburrimiento a que se veía condenada en esta colonia horrible, de la insociabilidad de la gente («unos hurones, eso es lo que son ustedes todos»), y me invitó, en fin, a pasar por su casa «cualquier tarde; mañana mismo, si quiere», para tomar con ella una taza de té y ofrecerle en cambio un rato de conversación. «Bueno, le espero mañana, a las cinco», precisó al separarnos. Era, pues, cosa hecha; Smith Matías, con su risita y sus ojos miopes, me observaba desde lejos, y Bruno Salvador palmeó en mi hombro, impertinente, sus más cordiales felicitaciones. Era cosa hecha, y no voy a negar que me entró una rara fatiga en la boca del estómago, al mismo tiempo que un fuego alentador por todo el cuerpo. Aquella noche dormí mal; pero a la mañana siguiente amanecí muy dispuesto a no dejarme dominar por los nervios; en estos trances nada hay peor que los nervios; si uno se preocupa, está perdido.
Procuré durante el día mantener alejado cualquier pensamiento perturbador, y cuando, a las cinco en punto, llamé por fin a su puerta, salió ella a recibirme con la naturalidad más acogedora; para ella, todo parecía fácil. Le tendí la mano, y me tomó ambas, participándome que mi llegada era oportuna en grado sumo; pues la encontraba un día de, «no spleen, pobre de mí -regateó-, soy demasiado vulgar para eso», pero en un día negro, y ya no aguantaba más la soledad: hubiera querido ponerse a dar gritos. En lugar de ello, siguió charlando en forma bastante amena y voluble; y mientras lo hacía, me estudiaba a hurtadillas. Paso aquí por persona leída; era una coquetería confesárseme vulgar, a la vez que confiaba a spleen, la infeliz, el cuidado de desmentirla. Sonreí, me mostré atento a sus palabras. Y al mismo tiempo que preparaba mi respuesta, medía para mis adentros la tarea de desabrochar aquel vestido de colegiala, cerrado hasta el cuello con una interminable hilera de botones, que había tenido la ocurrencia de ponerse para recibirme. Sentado junto a ella, envuelto en su perfume, en sus miradas, me invadía ya esa sequedad de garganta y esa dejadez, ese temblor de las manos, esa emoción, en fin, cuyo exceso es precisamente, creo, causa principal de mis fracasos. Diríase que ella me leía el pensamiento, pues, un poco turbada, se llevó la mano a la garganta y sus dedos finísimos empezaron a juguetear con uno de los botones; quizás mi manera de mirar resultaba impertinente, y la azoraba. Yo ahora no sabía ya dónde poner la vista. Me sentí desanimado de repente, y casi deseoso de dar término, sea como fuere, a la aventura. Pero ella, al notar mi embarazo (hoy veo claras sus tácticas), apresuró el asunto abriendo demasiado pronto y de golpe el capítulo de las confidencias con una queja del mejor estilo retórico, pero a la que hubiera sido imposible calificar de discreta, por el abandono en que su marido la tenía, seguida de la pregunta: «¿Es que yo merezco esto?», cuya respuesta negativa era obvia. ¡Pues no otra resultaba ser, sin embargo, la triste realidad de su vida! Aquel hombre, no contento con el más desconsiderado alarde de egoísmo, por si fuera poco el tenerla tan olvidada y omisa, el obligarla a pasarse la existencia sola en este horrible agujero de la selva, todavía la privaba con avaricia inaudita (duro era tener que descender a tales detalles); la privaba, sí, hasta de esas pequeñas satisfacciones de la vanidad, el gusto o el capricho que toda mujer aprecia y que, en su caso, no serían sino mezquina compensación a su sacrificio.
Así, de uno en otro, depositó sobre mí tan pesado fardo de conyugales agravios, que pronto no supe qué hacer con ellos, sino asentir enfáticamente a sus juicios y poner cara de circunstancia. Arrebatada en su lastimero despecho, apoyó sobre mi rodilla una de sus lindas manos, a la vez que me disparaba nueva serie de preguntas (retóricas también, pues ¿qué respuesta hubiera podido darle yo?) acerca de lo injusto de su suerte; de modo que me creí en el caso de cogerle esa misma mano y encerrarla como un pájaro asustado entre las mías cuando, con toda vehemencia -y, en el fondo, no sin convicción- concedí lo bien fundado de sus alegatos.
Digámoslo de una vez, crudamente: sus tácticas triunfaron en toda la línea. Concertamos solemne pacto de amistad y alianza, cuya sanción, sin embargo, quedó aplazada para el siguiente día a la misma hora, en que debía cobrar plena efectividad al llevarle yo, como le llevé, una gran parte de mis ahorros. Por lo demás -también debo confesarlo-, ese dinero lo gasté en vano. Pero mía fue la culpa, que me obstino, a prueba de desengaños, en lo imposible, siempre de nuevo. Y es que ¡sería tan feliz yo si, una vez siquiera, sólo una, pudiera demostrarme a mí mismo que en esto no hay nada de definitivo ni de irreparable; que no es, como estoy seguro, sino una especia de inhibición nerviosa cuyas causas tampoco se me ocultan! Pero ¡pasemos adelante! La cosa no tiene remedio. Gasté en vano mi dinero, y eso es todo. De cualquier modo debo reconocer, aún hoy, que esta mujer, a la que tanto vilipendian, se portó conmigo de la manera más gentil, lo mismo durante aquella primera tarde que en la penosa entrevista del siguiente día, cuando el lujo de nuestras precauciones y la cuantía del obsequio que le entregué encerrado en discreta billetera de gamuza, sirvieron tan sólo para ponerme en ridículo y dejar al descubierto la vanidad de mis pretensiones galantes. Ni una palabra de impaciencia, ni una alusión burlesca, ni siquiera esas miradas reticentes que yo, escarmentado, me temía. Al contrario, recibió mis disculpas con talante tan comprensivo y le quitó importancia a la cosa en manera tan benévola y hasta diría tierna, que yo, conmovido, agitado, desvariando casi, le tomé los dedos de la mano con que me acariciaba, distraída, las sienes, y se los besé, húmedos como los tenía del sudor de mi frente. Más aún: viendo la asustada extrañeza de sus ojos al descubrir en los míos lágrimas, le abrí mi corazón y le revelé el motivo de mi gratitud; ella -le dije- acariciaba suavemente las sienes, donde otra, con ínfulas de gran dama, había implantado un par de hermosos cuernos tras de mucho aguijarme, zarandearme y torturarme a cuenta de mi desgracia, debilidad nerviosa, o lo que fuera. Esa expresión usé: «un par de hermosos cuernos»; y sólo después de haberla soltado me di cuenta de que también ella, según entonces creíamos, estaba engañando a su marido. Pero yo tenía perdido el control. Le conté todas mis tristes, mis grotescas peripecias conyugales, me desahogué. Nunca antes me había confiado a nadie, ni creo volver a hacerlo en el futuro. Aquello fue una confesión en toda regla, una confesión general, desde el noviazgo y boda (aún me da rabia recordar las bromas socarronas de mis comprovincianos sobre el braguetazo -sí, «braguetazo», ¡qué ironía!-) hasta que, corrido y rechiflado, me acogí por fin al exilio de este empleo que, para mayor ignominia, me consiguiera el fantasmón de mi suegro. Esta buena mujer, Rosa, me escuchó atenta y compadecida; procuró calmarme y -rasgo de gran delicadeza- me confió a su vez otra tanda de sus propias cuitas domésticas que, ahora lo comprendo, eran pura invención destinada a distraerme y darme consuelo. Y, sin embargo pienso-, ¿no habría algo de verdad, desfigurada si se quiere, en todo aquello? Pues el caso es que en esos momentos, cuando ya ella no esperaba nada de mí ni yo de ella, depuestas toda clase de astucias de parte y parte, conversamos largo rato con sosegada aunque amarga amistad, y su acento era, o parecía, sincero; estaba desarmada, estaba confiada y un tanto deprimida, tristona. Nos separamos con los mejores sentimientos recíprocos, y creo que, en lo sucesivo, fue siempre un placer para ambos cambiar un saludo o algunas palabritas.
Voy a referir aquí, abreviadas, las que Rosa me dijo entonces, pues ello importa más a nuestra historia que mis propias calamidades personales. En resumen -suprimo los ratimagos sentimentales y digresiones de todo género-, me describió a su marido -entiéndase: Robert- como un sujeto de sangre fría, para quien sólo el dinero existía en el mundo. Áspero como las rocas, taciturno, y siempre a lo suyo, vivir a su lado resultaba harto penoso para una mujer sensible. ¿Podría yo creer que esa especie de hurón jamás, jamás tuviera para ella una frase amable, una de esas frasecitas que no son nada, pero que tanto agradan a veces? Se sentaban a la mesa, y eran comidas silenciosas; inútil esforzarse por quebrar su actitud taciturna, aquel adusto y malhumorado laconismo, que tampoco acertaba ella a explicarse, pues, señor, ¿no estaba consiguiendo cuanto se proponía, y no marchaban todos sus planes a las mil maravillas? Por otro lado -éste era el otro lado de la cuestión, desde luego-, por otro lado, para más complicar las cosas, ahí estaba el pesado Ruiz Abarca, el inspector general, acosándola de un modo insensato… Como quien se dirige a un viejo amigo y consejero, me confió Rosa sus problemas. Verdad o mentira (las mujeres tienen siempre una reserva de lágrimas para abonar sus afirmaciones), me informó de que Abarca, con quien había incurrido en condescendencias de que ahora casi se arrepentía, estaba empeñado nada menos que en hacerle abandonar a Robert para huir con él a cualquier rincón del mundo, no le importaba dónde, a donde ella quisiera, y ser allí felices. «Por lo visto -explicó Rosa-, se le ha entrado en el cuerpo una pasión loca, o capricho, o lo que sea; el demonio del hombre es un torbellino, y si yo dijera media palabra se lanzaba conmigo a semejante aventura, que a saber cómo terminaría». Eso me contó, entre halagada y temerosa. Si supiera, la pobre, que este adorador y rendido suspirante la pone ahora como un guiñapo y no encuentra insultos lo bastante soeces para ensuciar su nombre… Pero a las mujeres les gusta creérselo cuando alguien se declara dispuesto a colocar el mundo a sus plantas; ella se lo había creído de Abarca. «Hacerle caso, ¿no sería estar tan loca como él?», se preguntaba, y quizá me preguntaba, con acento de perplejidad… Y lo cierto es que no daba la impresión de mentir. Ya el día antes, en ocasión de mi primera visita y, por supuesto, con un tono muy diferente, me había ofrecido pruebas del entusiasmo generoso del inspector general luciendo ante mis ojos el solitario brillante de una sortija, regalo suyo. «Imprudencia que me compromete», había comentado. Gracias a que el otro (es decir: Robert) prestaba tan escasa atención a sus cosas, que ni siquiera repararía, segura estaba, si se lo viese puesto. «Sé que hago mal -reconoció- aceptando galanteos y regalos, pero soy mujer, y necesito de tales homenajes; peor para el otro si me tiene abandonada», sonrió con un mohín que quería ser delicioso, pero que a mí, francamente, me pareció forzado y ¡sí! un poco repulsivo. En seguida había puntualizado, con la intención manifiesta de instruirme: «De todas maneras, es una imprudencia regalarle joyas a una mujer casada; yo misma sabré, llegado el caso, lo que hago con el dinero, y cómo puedo gastarlo discretamente». Por supuesto que tomé buena nota y procedí en consecuencia; pero cuando al otro día volvió a hablarme de Abarca y de sus requerimientos insensatos, ya lo mío estaba liquidado, ya no tenía ninguna admonición que hacerme y, en cambio, conducida por el espectáculo de mi propia miseria a un ánimo confidencial, se abandonó a divagaciones sobre cómo son los hombres, y conflictos que crean, sobre lo peliagudo que es decidirse a veces, en ciertas situaciones. «Se presentan ellos muy razonables, con su gran superioridad y todo parece de lo más sencillo; pero luego muestran lo que en el fondo son: son como niños, criaturas indefensas, caprichosas, tercas, irritantes, incomprensibles. Y la responsabilidad entera recae entonces sobre una. ¿Por qué no la dejan a una tranquila? ¡Qué necesidad, Señor, de complicarlo todo!» Recostada, algo ausente, hablaba como consigo misma, sin mirarme, sin dirigirse a mí; y yo, a su lado, observaba el parpadeo de su ojo izquierdo, un poquito cansado, con sus largas pestañas brillantes. Si su propósito había sido distraerme de mi congoja, lo consiguió. Un rasgo hermoso, un proceder digno, humano, que le agradeceré siempre, aun cuando hoy sepa cuánto puede haber contribuido a esa conducta la falta de interés en mi humilde personal.