De Historias de macacos (1955)
Si yo, en vista de que para nada mejor sirvo, me decidiera por fin a pechar con tan inútil carga, y emprendiera la tarea de cantar los fastos de nuestra colonia -revistiéndolos acaso con el purpúreo ropaje de un poema heroico-grotesco en octavas reales, según lo he pensado alguna vez en horas de humor negro-, tendría que destacar aquel banquete entre los más señalados acontecimientos de nuestra vida pública. Memorable, de veras memorable iba a ser en efecto, por razones varias, esa cena de despedida; y, en su caso, no resultaría exagerada la habitual fraseología del periodiquín local, ni las hipérboles y ponderaciones con que pudiera el inefable Toñino Azucena reseñar en la radio el social evento. Ya el mero hecho de reunirse, o reunirnos, los capitostes para festejar a uno de los nuestros con motivo de su regreso «al seno de la civilización», bastaba y sobraba; era de por sí toda una sensación en el empantanado tedio de nuestra existencia, aunque no hubiera habido detrás lo que había, ni hubiera descubierto lo que descubrió, ni tenido las consecuencias que tuvo. Pero es que, además, este banquete de despedida presentaba desde el comienzo características muy singulares. Por lo pronto, era el propio director de Expediciones y Embarques quien ofrecía a los demás el agasajo en lugar de recibirlo. Había insistido en su deseo de retribuir así las innumerables atenciones que, durante su «campaña africana», recibieron de nosotros tanto él, Robert, como, sobre todo, su esposa. Y no hay que decir el efecto que esta idea -un poco extravagante de cualquier manera- debía producirnos a todos y cada uno de nosotros, dados los antecedentes del caso. Como bien podía preverse, dio pábulo a la chacota general, y en este sentido se distinguió, amparado en su jerarquía, el inspector general de Administración, Ruiz Abarca, incapaz siempre de aguantarse las ocurrencias violentas o mordaces y reducirse a los límites -no demasiado estrictos, al fin y al cabo, pues vivíamos en una colonia-, pero, ¡caramba!, mantenerse siquiera dentro de los límites mínimos exigidos por el decoro de su cargo. Lejos de eso (eso no estaba en su genio), incurrió en impertinencia al provocar y prolongar, para ludibrio, un cortés altercado con Robert sobre quién invitaba a quién, durante cuyo debate no cesó de emitir, con miradas oblicuas a la divertida galería, frases de estilo, tales como: «¡En modo alguno, amigo Robert! Nosotros somos quienes tenemos recibidas excesivas atenciones de ustedes y, muy en particular, de la señora. Creo poder afirmar en nombre de todos que nuestra doña Rosa ha sido una bendición del cielo para este inhóspito país. Tanto, que no sé ni cómo vamos a arreglárnoslas ahora sin ella. Usted, querido colega, de seguro que no puede imaginarse cuánto vamos a echarla de menos»; y otras pesadeces semejantes, que el director de Embarques escuchaba, elusivo, complacido en el fondo o irónico, medio asintiendo a ratos, con el vaso de whisky empuñado y protestas en los labios contra la amable exageración del querido amigo. Aseguraba, sin embargo -y a los espectadores agrupados alrededor de ambos jerarcas se les reían los ojos-, aseguraba muy serio -y algunos querían reventar de risa-, que no; que las ventajas del trato fueron recíprocas, lo reconocía; pero que ellos, su esposa y él, resultaron sin duda los más gananciosos; de manera que por favor, no pretendiera nadie ahora privarle de este placer; no se hablare más del asunto: definitivamente, él pagaría la fiesta de despedida… Ruiz Abarca fingió entonces darse por vencido, aunque de mala gana, en la porfía. Y Toñito Azucena, entrometido profesional, se atrevió a terciar con una gracieta que tuvo poca aceptación; nadie le hizo caso, y el propio Robert lo miró como a un sapo. Los demás se regodeaban ya en su fuero interno, anticipándose opima cosecha de comentarios jocosos y de risotadas sin que faltara tampoco -sospecho yo- alguno que, con un residuo de vieja caballerosidad apenas reprimida por la obsecuencia, sintiera bochorno y hasta un poco de sublevación moral ante lo que ya parecía en verdad demasiado fuerte. En cuanto a mí, que asistía a todo con ánimo neutral (mis motivos tenía para considerarme neutral hasta cierto punto), estaba un poco asombrado y me preguntaba cómo aquel sujeto, Robert, de quien tanto hubiera podido decirse, pero no que fuese ni tonto ni un infeliz, no captaba el ambiente de soflama que lo envolvía. Ya era mucho que durante un año largo no se hubiera percatado de nada. Con razón dicen que los maridos son siempre los últimos en enterarse, aunque de mí sé decir… Demasiado engolfado en amasar dinero por cualquier medio, y quizás también demasiado poseído de sí -pues era un tío soberbio si los hay- para que le pasara siquiera por las mientes la posibilidad de que alguien osare hollar su honor profanando el santuario de su hogar, menos aún podía notar el director de Embarques la sorna alrededor suyo en esos momentos. Yo lo contemplaba y me hacía cruces. Aunque el tipo tenía cara de palo, se me antojaba a ratos descubrir en su expresión un no sé qué de forzado y violento, o de irónico, o de triste. Sea como quiera, se veía un poco pálida su cara de palo. O quizás eran sólo mis aprensiones de observador neutral.
Llegó la fiesta. Cómodo en esa mi actitud de espectador, me instalé en una esquina de la mesa (mi empleo en la compañía es más bien modesto, y tampoco soy yo de los que se desviven por destacar), muy dispuesto, eso sí, a presenciarlo todo desde la penumbra, mientras que las miradas convergían hacia la cabecera, ocupada, como es natural, por el gobernador, con la reina de la fiesta a su derecha y, a continuación -lo que ya no es natural, sino, por el contrario, inaudito, indignante-, ese títere de Toño Azucena, ¡un locutor de radio! Al otro lado, oficiaba nuestro anfitrión y director de Embarques, y, sin orden, seguían luego por las dos bandas los jefes principales de la colonia.
La señora de Robert era la única mujer presente. Consistía la fiesta en una cena «para hombres solos» que ofrecía el matrimonio, ahí en el Country Club, la víspera de su partida a Europa. Otra extravagancia, si se quiere; pero, bien mirado, resultaba lo más discreto. Desde luego,' Robert era persona que sabía apreciar las circunstancias, que hilaba fino; y el haber hecho «invitación de caballeros» eliminaba de entrada muchas cuestiones. Piénsese: en la colonia es bastante irregular la situación doméstica de casi todo el mundo. La mayor parte de los funcionarios que manda la compañía, resignados por necesidad extrema a este exilio en el África tropical, vienen solos; y aun cuando la mayor parte acaban, o acabamos, por dejarnos aquí el pellejo, cada cual piensa y calcula que su «campaña» será breve, un sacrificio transitorio, lo indispensable para juntar alguna plata y salir de penas y rehacer su vida; pero los meses pasan, y los años, las cartas a casa ralean, los envíos de dinero también se hacen raros y, mientras tanto -sin llegarse al caso extremo de Martín, ese extrañísimo y abyecto personaje, encenegado en su negrerío-, va brotando en la colonia una ralea mestiza al margen de situaciones más o menos estables, pero jamás reconocidas ni aceptadas. En resumen: que la mayoría somos aquí «hombres solos». Y de otro lado, las mujeres de aquellos pocos que, por fas o por nefas, se trajeron consigo a la familia, suelen, las muy necias, desarrollar aquí en África una soberbia intratable, que da risa cuando se consideran las penurias y aprietos pasados antes de ahora por estas pretendidas reinas en el destierro, y hasta la ínfima extracción que, acaso, traiciona en su lenguaje, gustos y maneras la digna consorte de algún que otro ilustre perdulario. Así, pues, en este corral de gallinas engreídas, la señora doña Rosa G. de Robert, nuestra encantadora directora de Expediciones y Embarques, había llegado a tener demasiado mal ambiente, no sólo por obra de la envidia hacia sus buenas prendas, belleza, mundo, etc., sino también -justo es confesarlo- porque las cosas trascienden, y ¿qué más quiere la envidia sino encontrar manera de dignificarse en escandalizada virtud?… Convidar hombres solo evitaba, en todo caso, complicaciones y enojos, o los reducía al mínimo inevitable; era medida prudente.
Por lo demás, a ella, a la encantadora Rosa, poco le importaban los chismes, las habladurías de la gente, ni el «qué dirán»; buenas pruebas tenía dadas del más impávido desprecio hacia la opinión ajena. Ahí estaba ahora, sonriente y feliz, tan fresca cual su nombre, presidiendo la mesa a la diestra del gobernador. ¡Admirable aplomo el suyo! Sonriente y feliz, lucía en medio de todos nosotros, autorizada por las barbas venerables de su excelencia, con un dominio pleno de la situación. Y no puede negarse que fuera emocionante el momento, aun para quien, como yo, apenas si tenía otro papel que el de figurante y comparsa en aquella comedia absurda. Había oscurecido ya, y caía sobre nosotros esa humedad fresquita que, la mayor parte del año, viene a permitirnos vivir y respirar, siquiera por las noches, después de las atroces horas de sol. Estábamos sumidos en la penumbra; los sirvientes del Club iban y venían, descalzos, oscuros, por la terraza, desde donde se veía el dormido rebaño de automóviles, agrupados abajo, en la explanada. Del fondo de la selva nos llegaban a veces gritos de los monos, perforando con su estridencia el croar innumerable, continuo y cerrado de las ranas, mientras que ahí, a un lado, muy cerca, encima casi, perfilaba en el puerto su negra mole el Victoria II, que zarparía de madrugada llevándose a Rosa y a su dichoso marido…
La cena comenzó en medio de gran calma, y así discurrió, un poco fantasmal, apacible, hasta los postres, sin particularidad de ninguna especie, aunque no sin una creciente expectación. Estábamos en penumbra; no teníamos luces sobre la mesa; para evitar la molestia de los insectos, nos conformamos con la iluminación lejana de los focos, a cuyo alrededor se agitaban espesos enjambres de mosquitos y mariposones. Comíamos, hablando poco y en voz baja, y no dejaba de haber emoción en el ambiente. Pues es lo cierto que todos esperábamos, barruntábamos, algo sensacional; y, por supuesto, lo deseábamos. Nos hubiéramos sentido defraudados sin ello, y fue un alivio cuando, al final, ya con el café servido y prendidos los cigarros, explotó -y ¡de qué manera!- la bomba.
Hubiera podido apostarse que a la majadería de Ruiz Abarca, el inspector general, correspondería provocar el estallido. Lo vimos alzarse de la silla, pesadamente, y, en alto la copa de vino que tantas veces había vaciado y vuelto a llenar durante la comida, farfullar un brindis donde salían a relucir de nuevo, con reiteración insolente, las bondades de que la señora había sido tan pródiga, y donde otra vez se proferían insidiosas y torpes quejas por el desamparo en que a todos nos dejaba. Entonces Robert, que había escuchado sonriendo, un poco pálido y, al parecer, distraído o ensimismado, se levantó de improviso a pronunciar el discurso de réplica que tan famoso haría aquel evento social. Me limitaré a reproducir aquí, sin muchos comentarios, la curiosa pieza oratoria; y no se piense que es mérito de mi sola memoria la fidelidad textual con que lo hago, pues, aun cuando ha pasado ya algún tiempo, todavía sale a relucir de vez en vez en nuestras conversaciones, después de haber dado materia durante semanas y meses a debates, discusiones y disputas. La fijación de sus términos exactos es, por lo tanto, obra del trabajo colectivo.