Pidió, pues, silencio nuestro director de Embarques con un gesto de la mano, cuya imperiosa decisión tuvo la virtud de interrumpir el ya enrevesado, farfullento, interminable brindis del borracho, y se paró a contestarle; no se diga ante qué expectación. Todavía se dio el gustazo de aumentarla al concederse una pausa, ya en pie, para prender su cigarro y sacarle un par de lentas chupadas; y luego, con voz bajita y despaciosa, algo vacilante, aunque controlada, rompió a hablar. He aquí lo que dijo: «Señor gobernador, señores y amigos míos: Pocas horas faltan ya para nuestra partida; el barco que ha de restituirnos a Europa ahí está, con nuestros equipajes, esperando a que amanezca para levar anclas. Cuando dentro de un rato nos separemos, será acaso para no vernos ya nunca más, y sólo de la casualidad puede esperarse que concierte nuestro futuro encuentro con alguno de ustedes, Dios sabe dónde ni cuándo, pero desde luego en condiciones tan distintas a las actuales que seríamos como de nuevo extraños, como prácticamente desconocidos. Y, sin embargo, ¡qué enlazadas han estado nuestras vidas durante este último año de mi permanencia en África! Ahora, al dejar la colonia y separarme de ustedes, siento una especie de íntimo desgarrón, y no puedo resistir el deseo de comunicarles mis ocultas emociones, que hasta hace un rato dudaba todavía si descubrirles o, por el contrario, reprimirlas y reducirme a ofrecerles en tácito homenaje a su amistad esta modesta despedida. Pero he pensado que tal vez incurriría en deslealtad hacia excelentes amigos si me llevara conmigo un pequeño secreto, un secreto insignificante, quizá ni siquiera un secreto, pero que concierne a nuestras respectivas relaciones y cuya declaración puede aplacar la conciencia de algunos, confortándome a mí, cuando menos, con la sobria alegría de la verdad desnuda».
Hizo aquí una pausa, y volvió a chupar el cigarro calmosamente. Nadie respiraba; más allá, tras los criados que, apartados, respetuosos, escuchaban junto a las columnas, se oía el áspero y seguido croar de las ranas y, de vez en cuando, el chillido de algún simio.
Continuó diciendo el director de embarques con voz ya afirmada y en la que ponía ahora un cierto matiz de complacencia nostálgica: «Permítanme, queridos amigos, recordar la hora de mi primera llegada a la colonia. Circunstancias azarosas de mi pasado me habían empujado a este exilio donde esperaba reponerme de muchos desengaños y -¿por qué no decirlo?- de muchos quebrantos económicos. Sí, ¿por qué no decirlo abiertamente, entre compañeros? Es humano y es legítimo; y todos nosotros, sin excluir al propio señor gobernador (aun reconociendo sus altas preocupaciones e intereses superiores, voy a permitirme no excluirlo -agregó con una mirada de reto cordial, que el dignatario acogió benévolamente-); todos nosotros, digo, incluso él, afrontamos la expatriación, las fiebres, las lluvias torrenciales, la aprensión de los indígenas, el castigo del sol, la mosca tsé-tsé, en fin, cuanto a diario constituye motivo de nuestras quejas, y, sobre todo, ese implacable deterioro del que nunca nos quejamos para no pensar en él; afrontamos todo eso, y ¿por qué? Pues porque, en cambio, el dinero corre aquí en abundancia, con aparente abundancia, aparente no más; pues, bien mirado, constituye mísero precio para nuestras vidas; y si así las malbaratamos, es por no estimarlas gran cosa en el fondo de nosotros mismos, de modo que hasta creemos realizar un buen negocio y nos hacemos la ilusión de recibir paga generosa… Más vale eso; todos contentos… Pero, señores, les pido perdón; estoy divagando. Decía que a mi llegada sentí una entrañable solidaridad con todos ustedes. En cierto modo, todos estábamos aquí proscritos, con la nostalgia de aquello por amor de lo cual hemos caído en este pantano, hundido el cuerpo en medio de la selva y yéndose el alma hacia allá. Entonces pensé cuánto bien podría traernos a todos la presencia de Rosa. Esta no es tierra para nuestras mujeres, cierto; pero ella -ustedes bien lo saben- no es ni pusilánime, ni abatida, ni agria; sabe llevar a cabo con la sonrisa en los labios cualquier sacrificio; a nada le hace ascos… En fin, resolví traérmela conmigo en el viaje siguiente; regresé, pues; se lo propuse, aceptó ella, y en estos momentos, cuando nos aprontamos a regresar de nuevo a la patria, creo que ya puedo darme por contento de mi iniciativa y de nuestra resolución. Ustedes por su parte -ya se ve-, sólo saben lamentar la ausencia y orfandad en que esta excepcional criatura les deja. Y lo comprendo, señores, amigos míos; lo comprendo perfectamente. No piensen que ignoro lo que ella ha sido para ustedes durante este año; la idea de que pudiera estarlo ignorando me produce a mí tanta vejación como debe producirles regocijo o -acaso- vergüenza a ustedes mismos. Pero, no; por suerte, no lo ignoro, ni tampoco veo motivos para lamentarlo. Sé muy bien cuáles han sido los particularísimos favores que Rosa ha discernido a cada uno de ustedes, y con no menor precisión estoy informado de la esplendidez exhibida por cada uno al retribuírselos. ¿Cómo hubiera podido ignorarlo, si ella acostumbra depositar en mis manos el cuidado de todos sus intereses, tanto materiales como espirituales?… Y, al llegar a este punto, sería una falta de hidalguía por mi parte no rendir el justo tributo al desprendimiento con que todos ustedes han sabido corresponder a las bondades de esta mujer admirable. Desprendimiento -debo decirlo- hasta excesivo en ciertos casos. Que el señor gobernador, quien fue – según corresponde a su eminente posición- el primero en honrar con sus asiduidades nuestro humilde hogar, quisiera colmar de dádivas a la mujer en cuyo seno le era dado olvidar un poco las abrumadores responsabilidades de su cargo, santo y bueno. Pero es, amigos, que ha habido conductas muníficas, aun en mayor grado, si cabe; y yo me siento en el deber de proclamarlo. Resulta conmovedor, por ejemplo, el caso de algunos colegas, que no nombro por no herir su modestia, quienes, cuando les llegó el turno y oportunidad de mostrarse a la altura de sus superiores jerárquicos, no escatimaron sacrificios, ni han vacilado siquiera en empeñarse y contraer deudas para que su nombre quede escrito en nuestra memoria con letras de oro. Rosa, cuyo corazón es del mismo metal precioso, a duras penas se ha dejado persuadir por mí de que devolverles parte de sus obsequios hubiera podido ser ofensivo para quienes con tan devoto sacrificio los hicieran…»
Puede calcularse la estupefacción que este discurso -tímido al comienzo, y ahora ya emitido con indignante aplomo y claras inflexiones burlescas- suscitaba en los oyentes. Era inaudito semejante cinismo; nadie sabía cómo tomarlo. Las dos alusiones a su excelencia, a cuál más audaz, fueron golpes maestros calculados para paralizarnos. Había atraído en seguida el rostro del señor gobernador las miradas, sin encontrar la suya; pues los ojos de su excelencia, habitualmente vivaces, inocentes, reidores y en modo extraño muchachiles en aquella su cara barbuda, se concentraban ahora, fijos en la fuente de frutas que ocupaba el centro de la mesa. Nadie sabía cómo tomar aquello. Por lo demás, era dato bien conocido el de quienes tenían embargado el sueldo, y por qué; mencionar deuda o empeño era nombrarlos. Hubo rumores, alguna risa; y el irritado susurro que se oía en varios lugares de la mesa estaba a punto de elevarse hasta rumor y clamor; mas ya el orador, cerrando su pausa, retomó la palabra a tiempo para concluir en tono ingenuo, amable, bonachón, con la traca final que nos dejaría tambaleantes. Estas fueron sus últimas palabras: «Por supuesto -dijo-, de igual manera que yo he sabido, durante este, ¡ay!, largo término, aparentar distracción, ustedes han tenido también el tacto de fingir que continuaban creyendo a esta mujer esposa mía, según yo me había permitido presentarla, usando de una pequeña superchería, a mi llegada. Una pequeña superchería, sin consecuencias; pues estoy seguro de que, el conocerla más de cerca y poder apreciar su modo de conducta, su habilidad y experiencia, su sentido de las conveniencias y su escrupuloso respeto de las jerarquías, tan alejado todo ello de la necia arbitrariedad e insipidez que suele caracterizar a nuestras mujercitas burguesas, les permitiría a ustedes advertir en seguida y darse cuenta inmediata de lo que en realidad es ella: una profesional muy eficiente, en la tradición de las antiguas cortesanas. Y no otro es, señores, el pequeño secreto que, aun seguro de que ya lo habrían adivinado tiempo ha, me he creído en el deber de revelarles. Largo e intensivo entrenamiento había preparado a nuestra amiga -y señaló hacia Rosa con el cigarro- para estas arduas lides cuando, hace poco más de un año, le propuse que se asociara conmigo y corriera la aventura tropical a la que hoy ponemos feliz término y coronación. No me resta, por consiguiente, apreciados colegas, sino informales por encargo de nuestra querida Rosa de que, con sus ahorros, se propone -ya que su juventud triunfante le desaconseja la sosegada existencia del rentista- instalar un establecimiento de galantes diversiones que, seguro estoy, ha de ser modelo en su género, y donde, por descontado, serán recibidos ustedes como en su propia casa cuando alguna vez deseen visitarlo. Entretanto, que el Señor les colme de prosperidades». Y nada más. Hizo una reverencia, y volvió a sentarse.
¡Qué desconcierto, Dios mío! Aquello era un mazazo. Nadie sabía qué pensar, ni qué decir, ni qué hacer. Rosa, encantadora, enigmática, ajena, distante, impertérrita, sonreía, muy digna en su puesto. ¡Si era cosa de frotarse los ojos para creerlo!…
Y otra vez fue Abarca, nuestro nunca bien ponderado inspector general de Administración, quien, al sentirse así burlado, se dejó llevar impetuosamente de su primer impulso: levantó el puño y, rojo de ira, lo descargó sobre la mesa, a la vez que su oscuro vozarrón profería: «¡Ah, la grandísima…!» El insulto fue como un pedrusco lanzado con violencia enorme a la cara tan compuesta de la ninfa. Mudos, aguardamos el impacto… Lo sucedido hasta ese instante había tenido, todo, un raro aire de alucinación; daba vértigo. Pero lo que ocurrió entonces… Sin perder su apostura ni alterar el semblante, la dama contestó a la injuria de aquel bestia presentándole, tieso, el dedo de en medio de su mano diestra, que se mecía en el aire con suave, lenta, graciosa oscilación, mientras la siniestra, apoyada en el antebrazo, refulgía de joyas. Tal fue su respuesta, la más inesperada. Y el ademán obsceno, en cuya resuelta energía no faltaba la delicadeza, vino a romper definitivamente la imagen que, a lo largo de un año seguido, nos teníamos formada de la distinguida, aunque ligera, señora de Robert.