De Cazador en el alba (1930)
Erika había perdido ya todo entusiasmo por su bicicleta. Ya no era su bicicleta aquella flor flamante, ligera de viento y pistas; ni ella misma, Erika, era tampoco la remota niña de muslos rosa, húmedas naricillas y gritos rasgados. Sus ojos, sí, seguían siendo vivos como los de una ave, y sus vestidos blancos. Igualmente, se conservaba tierno el color de su carne. Pero las piernas se habían hecho largas y delgadas, y las caderas -amplias, bajas- tenían una leve oscilación ciclista. Se había convertido en una muchacha, ni tan hermosa como un hermoso caballo, ni tan deliciosa como una pequeña oca. Pero de la que podía decirse, sin embargo: una hermosa y deliciosa muchacha. Que sonreía. Porque, si la vida es pesada, no es, sin embargo, demasiado pesada-Sonreía y acariciaba con la mano el blanquirrubio plumón de su cabeza, triste algunas veces -pero nunca demasiado triste- al pensar que los bellos tiempos de la naricilla húmeda eran, para Erika y su bicicleta, otros tiempos.
Bien es cierto que, por entonces, solía burlarse de ella Hermann -ese tonto de Hermann-, con las manos en los bolsillos, las piernas separadas y la boca abierta. Bien es cierto que los días de mercado se veía obligada a permanecer horas y horas, quieta junto al carro de su padre, cerca de los anchos caballos pensativos y de las ocas prisioneras, quizá frente a un puesto de esparto y cera, o tal vez -esto, al menos, resultaba más grato- de corsés celestes y agua de Colonia, viendo cómo las altas botas mojadas de los hombres iban y venían.
Bien es cierto que, los jueves, en el puente del río, llegaba a sentir loca la cabeza de nieve y gaviotas…
Pero, aun así, eran otros tiempos. Los domingos lucían, enteros, de la mañana a la noche; las ruedas de la bicicleta, aún no revacunada, eran leves vilanos, y Hermann no se había hecho todavía chófer, ni adoptaba aires de galán de cine.
Después, de pronto, las cosas habían cambiado en uno de esos giros de escenografía que la vida tiene. Un día vio a Hermann con sombrero hongo, y supo, además, que se había comprado una moto a plazos. Cuando se enteró de esto no dijo nada, omitió todo comentario; pero un momento después rompía a llorar, sin que pudiera averiguarse por qué. (Tal vez, advirtiendo algo de taurino en las motos mugidoras, porque se sentía reducida a la mayor indefensión con su bicicleta de inocentes antenas entre las piernas. Pero esto no pudo averiguarse.)
A partir de aquel día el mundo entero presentaba otro aspecto. Más veloz, y menos lírico. Estrecho, idéntico a sí mismo, ya no encerraba grandes sorpresas en las cosas chicas, ni consentía esos descubrimientos, cargados de perplejidad, de que los tréboles tienen siempre tres hojas, o de que el hielo flota sobre el agua.
Su vida, hasta ahora sonámbula, blanda y desamparada, vertida al exterior, había desembocado en un desfiladero sin valles prometidos. Atrás, sólo quedaba una divagación pálida, sensaciones vegetales, horas luminosas, humedad de tierra y raíces… Una imprecisa, primitiva dicha, perdida, cuyo recuerdo era preciso transformar en esperanza de mejor futuro, como el del Paraíso, en la Biblia.
Se pasaba el tiempo, inmóvil, en un rincón de la tienda, donde los cereales amontonados mantenían esa seca temperatura que, poco a poco, había apolillado los pulmones de su madre, la señora Schmidt.
Cada día era igual a los precedentes. Y ella, al salir del trabajo, era también igual a todas las muchachas que salen del trabajo a las seis de la tarde. En aquel punto se clausuraba un mundo de relojes parados; el gesto cereal y la voz descascarillada de la señora Schmidt, su madre, se desvanecían con la primer bocanada del aliento helado de la calle, que penetraba su carne de cuchillos apenas pasada la puerta.
Todo reaparecería a la mañana siguiente; todo estaría reconstruido con sus tonalidades brunas, amarillas, de paciente carcoma… Pero eso no sería sino a la mañana siguiente. A partir de las seis de la tarde el ámbito de los relojes parados quedaba vacío, con sus débiles latidos intermitentes, y era posible penetrar en esferas de pulso acelerado y luces nuevas, donde los cristales y los dientes de las mujeres adquieren una especial claridad.
Los ojos de Erika habían volado por todos los rincones del coche, alrededor de los rótulos y advertencias, antes de posarse en el hombro de su vecino de asiento. Pero ahora estaban detenidos allí.
No había nada de notable, a decir verdad, en su vecino de asiento. Podrían encontrarse varios miles de muchachos idénticos a él en la ciudad-Dos veces al día viajaba Erika en el autobús o en el metro; dos veces diarias compartía durante media hora la suerte de unas decenas de personas extrañas. Fisonomías nuevas e iguales siempre, siempre repetidas, que permitían catalogar a la humanidad (los judíos, agrupados aparte) con relación a cuatro o cinco -o tal vez unos pocos más- tipos-patrones, a alguno de los cuales había de ajustarse cada individuo. Ella misma se sabía perteneciente al modelo: ojos azules y vivos, corpulencia, tez tierna y pelo casi albino, aunque su boca enérgica, severa, la aproximaba al tipo ojinegro, de rostro arquitectónico y expresión entre melancolizante y dura. (Esto la hacía vacilar y la envolvía en un cierto aire indeciso.) Durante el verano -estaba comprobado- los distintos individuos se distanciaban algo de su patrón correspondiente, y los distintos patrones se distanciaban un poco más entre sí. En invierno, los gorros, las expresiones ateridas, los abrigos y el difumino de la niebla, todo contribuía a dar mayor homogeneidad al rebaño.
Dentro del coche se fundían las figuras y las respiraciones, y fuera suavizaba sus contornos el paisaje. Los cristales estaban empañados, y un chico escribía su nombre en la tenue película gris.
Los viajeros, frente a frente, iban oscuros, encerrados, torvos. Así habían viajado durante un gran trecho. Pero, de pronto, el compañero de asiento de Erika -por lo demás, no presentaba nada de notable- desentumeció su rostro, levantó la cabeza, y fue posible advertir con toda claridad que su mirada boreal comenzaba a deshelarse, al mismo tiempo que su boca se abría en amplísima sonrisa.
He aquí lo único extraordinario en él: su despertar increíble. No otra cosa; llevaba un sombrero hongo; la cartera, sobre las rodillas; las manazas, dentro de unos guantes pajizos. Y el bastón.
No es que se pareciera a Hermann. Hablando con propiedad, no cabía afirmar un parecido. Pero, desde luego, reía como él: con la boca muy abierta, y por cierto, de un modo bastante cómico. (Luego resultó que también se llamaba Hermann. Esto, naturalmente, no hubiera podido sospecharse entonces; pero resultó ser así.)
Una vez advenido a total presencia, a estricto presente, se dilató el caucho de sus labios y su boca se abrió hasta el límite. Para decir a la muchacha con una voz clownesca de trémolos y colorines:
– Perdón; yo creo que nos conocemos. Pero si no nos conocemo: -lo que también es posible-, perdóneme.
Erika le examinó en silencio un momento. La pregunta había caído en ella como el anzuelo en el agua, y esperaba, sin prisa, su presa. Un largo momentito.
– Tal vez sí -respondió al fin-. Posiblemente nos conocemos.
– Estaba casi seguro. Era necesario, aunque tampoco hubiera sido extraño que me equivocase.
Cuando se separaron y se alejó él con la cartera bajo el brazo, ya le había hecho saber que su nombre era Hermann y que vivía en el Noroeste. Además, habían convenido volverse a encontrar en el salón La Selva Negra, cerca de allí, algunos días más tarde.
Erika escribió la fecha en un cuaderno y volvió a replegarse en su interior. Cada viajero estaba ahora aislado de los demás por la última edición de un periódico de la tarde.
La Selva Negra era un local amplio, de tablas. Desde fuera tenía porte de trasatlántico. El interior era rectangular; las mesas, a los lados; el centro, despejado para el baile. Cartelones inmensos cubrían las paredes, dotándolas con perspectivas de verde boscaje poblado de cabras felices, cuya ebria alegría saltaba sobre rimadas catedrales de letra gótica.
Apretada la fuerte y breve mandíbula; abatidos, flojos, sin sangre los brazos, así entró Erika en el local, portadora de un vestido nuevo, malva. Alguien debería encontrarse con ella, alguien debería esperarla, y por eso salta su corazón bajo el malva del vestido.
Pronto creyó ver, entre los rostros mojados de risa, la nariz de dogo y la boca enorme de su amigo. Se dirigió allí, indecisa alambrista que se- acerca al final de su azorante trayecto. Antes de llegar, sin embargo, se detuvo, y también su expresión quedó parada, quieta, como el perro que aguarda el disparo ante la sorprendida codorniz. Porque aquel hombre podía, en efecto, ser su amigo; ciertamente presentaba gruesa nariz de dogo y boca enorme. Pero, claro está, no tenía sombrero, ni guantes, ni bastón; no sonreía en modo alguno; sus ojos estaban fríos, quizá neblinosos de cerveza y malhumor. Y, por tanto, pudiera no ser su amigo. Faltaba, al menos, esa hermética seguridad que no permite resquicios a la duda.
Quedó vacilante. Se situó cerca, a la vista, para repartir con equidad su atención entre él y el acceso a la sala, como si esperase que el hombre allí sentado apareciera, desdoblado de improviso, en la entrada y se dirigiera a ella para anonadar con su sonrisa abierta y sus modales francos al que había querido suplantarle, dando a su aventura este desenlace de film en que la pugna de dos hermanos gladiadores de armas distintas, se resuelve con el triunfo de la bondad sobre la perfidia. Tan pronto dirigía su anhelo a la puerta, que el público pasaba y pasaba como si hojease un gran libro; tan pronto buscaba en la fisonomía del indiferente un ángulo por donde forzar positiva o negativa respuesta. Pero su expresión era cuadrada, era un bloque enterizo de expresión.
Un judío escarolado y joven la sacó a bailar con una reverencia. Inmediatamente se arrepentía Erika de haber aceptado; se sentía llevada por la corriente como si hubiera caído a un río espeso, insoportable de música.
Cuando, encendido el rostro, pudo volver a su sitio; cuando el escarolado israelita se plegó ante ella, había desaparecido ya el supuesto Hermann, hecha tras él la duda definitiva, fija y para siempre.
Era un largo reguero de huellas, marcadas en la escarcha. Y cada vez -rompiendo agujas y quebrando cristales- se hacía más largo, tras las botas del pequeño Friaul.