Los cuatro amigos seguían rutas nuevas, largas. Los cuatro sin hablar ni reír, ligeros: Erika, Frieda, Bruno y Trude.
Bruno había llevado una máquina fotográfica para hacer más desesperado y más fijo el silencio.
Dijo Trude, la pequeña:
Hoy domingo no asoma Dios.
Y era verdad. Taciturno como nunca, escondía su secreto angustioso, mientras ellos volaban de altura en altura.
El cuerpo de Erika se dobló, viró con el ímpetu y la ceguera de su pecho abierto. Hubo un ruido agrio, de tablas rotas. Una pina, un corazón seco, había rodado sobre la nieve. Sobre la nieve quedó tendida la muchacha, con los brazos vueltos, con los ojos vueltos.
Los tres hermanos la rodearon, con sus altos bordones y sus suelas larguísimas. Le desabrocharon el traje para frotarle su carne de violetas magulladas. Sus labios sonreían.
– ¡Qué blanca la Erika! -observó Bruno.
Sus hermanas callaban, junto a ella. Jazmines rotos, fríos soles sin sol, todo callaba junto a ella. El cielo, torvo, comenzó a escupir en la nieve.
Aquel domingo, Dios, el Buen Dios, quería ignorar.
(1930)