Y de este modo fue como yo supe que Abarca levantaba el vuelo en pos de nuestra ninfa. La noticia me sacudió hondo. Se me vino a la memoria en seguida algo que, en forma vaga, envuelta y sibilina, me había dicho el finado Martín poco antes de su repentina muerte, y a lo que yo entonces no presté mucha atención (era el momento sobresaliente de la apuesta), pero que ahora, al unirse con todo lo demás, se coloreaba y adquiría relieve. Era, repito, en los días culminantes de la apuesta, y todos los ojos estaban fijos en Abarca. Cierta noche, en que el calor no me dejaba pegar los míos, tras mucho revolverme en la cama vacilando entre el sofoco del mosquitero y la trompetilla irritante de los mosquitos, decidí por fin huir, echarme a la calle y encaminarme al puerto en busca de alguna brisa que calmara mis nervios. Por inercia, emprendí, sin embargo, la ruta acostumbrada, y en seguida (¡qué fastidio!) me encontré metido en las callejas malolientes, entre las sórdidas barracas de los negros, cargadas de resuellos. Apresuré, pues, el paso hacia más despejados parajes, y pronto me hallé en la «frontera», ante la terracita de Martín, donde, a aquellas horas, con sorpresa y disgusto, encontré a Martín mismo chupando como siempre la sempiterna pipa. Mis «buenas noches» resonaron en la oscuridad; le expliqué cómo el calor no me dejaba conciliar el sueño; aunque ya veía yo que no era a mí solo… Él sonrió; la luna fingía -o quizás, simplemente, iluminaba- en su cara una alegre mueca maliciosa. ¡Pobre Martín! Hablamos de todo un poco, no recuerdo bien, diciendo unas cosas y pensando en otras diferentes. ¿A propósito de qué deslizó él sus curiosas apreciaciones relativas al inspector general, esas frases que ahora, cuando ya la boca que las pronunció está atascada de tierra, venían a cobrar significado? Lo peor es que no consigo reconstruirlas por completo. Fue como si hubiera querido dar a entender que Abarca estaba embrujado por las artes de nuestra encantadora Rosa. «Mientras ella está lejos, y la gente duerme, y nosotros charlamos aquí, él -dijo- derrama en su escondite lágrimas de fuego», Y, en otro momento, afirmó: «Tendremos boda». Esta última frase se me quedó grabada, por absurda. Y también dijo que nos faltaba, aquí en la colonia, una reina o especie de cacica blanca, para consolar, defender y salvar a los infelices indígenas; algo así dijo también. No hice caso ninguno a sus chifladuras, pobre Martín. A él nadie iba a salvarlo: no comería ya el pastel de ninguna boda, ni probaría siquiera el asado de la apuesta. Aun su resultado iba a quedarse con las ganas de saberlo: pocos días después, estaba ya él comiendo tierra, y dispersa como puñado de moscas su patulea de chiquillos. Pero ¿cómo iba uno a imaginarse en aquel momento que ya no volvería a ver más en vida al bueno de Martín?… Apenas había prestado atención yo a lo que me decía; me desprendí de él, seguí adelante y, pronto, otro curioso encuentro me hizo olvidarlo por completo. Daba ya vuelta a la plaza desierta cuando, en aquel silencio tan grande, oigo de improviso ruido de unos goznes, y me detengo a mirar: era la cantina de Mario, que se abría para dar salida a alguien. ¿Quién, a tales horas? Desde el ángulo de sombra en que yo estaba, veo surgir por el resquicio de la puerta entreabierta una figura que, a la luna, reconocí de inmediato: era Toño Azucena; Toño riendo en falsete, con palabras confusas, mientras que a su espalda el cantinero -visto y no visto- encajaba otra vez, despacito, la puerta. Aquello me intrigó. En la manera caprichosa, imprecisa y casi espectral propia del insomnio, me puse a darle vueltas; y ya no me acordé más de las frases, también insensatas, dichas por Martín, hasta que, ahora, las novedades sobre Ruiz Abarca vinieron a descubrirme algún sentido en ellas. Pero ahora, a duras penas lograba juntar y reconstruir sus fragmentos.
Me maravillo de cómo el vejete, sin moverse nunca de su hamaca, así siempre, podía saberlo todo. Parecía que adivinara, o que los ojos y oídos de los sirvientes hubieran estado espiando a la colonia para tenerlo a él bien al tanto. ¿Sabría lo mío también? Bueno, ya él está bajo tierra. Por lo demás, sería absurdo suponerle virtudes sobrehumanas. Pero, de cualquier manera, no dejaba de resultar asombroso que ¡ya entonces!, cuando nadie pensaba en ligar la apuesta del inspector general con el caso Robert, predijera con tanta certidumbre: «Tendremos boda». Más tarde se supo que Ruiz Abarca, hombre prepotente y astuto, sí, pero al mismo tiempo incapaz de refrenar sus impulsos, se había sincerado ante un grupito de sus íntimos, o quienes podían pasar por tales, y, para cohonestar sus intenciones curándose en salud, había dado a conocer, con el tono del que habla ex abundantia cordis , su propósito de demostrarle al mundo y demostrarle a ella -ella, naturalmente, era Rosa-que nadie se le resistía a él ni podía impedirle que se saliera con la suya. «Soy testarudo -parece que había proclamado, entre otros alardes y bravatas-, y no va a arredrarme dificultad ni convencionalismo alguno, así tuviera que suscribir un contrato de matrimonio; me río de formalidades, de papeluchos y demás pamemas», había deslizado entonces, disfrazando de ruda franqueza su cálculo. Si no se casaba, pues, con nuestra común amiga, no sería por falta de arrestos. Se ve que estaba muy resuelto a hacerlo; y quizá fuera verdad lo de las proposiciones, instancias y súplicas con que -según ella me confió en su ocasión- la asediaba; por lo visto, era verdad.
No se casó, sencillamente, porque, cuando vino a dar con ella, la encontró casada ya.
Contra los pronósticos de quienes no creían que el inspector general se reintegrara a su puesto, Ruiz Abarca ha regresado; llegó esta mañana a la colonia. Muchos se sorprendieron al divisar su pesado corpachón sobre la cubierta del Victoria II que entraba en puerto, y la noticia corrió en seguida hasta difundirse por todas partes, antes aún de que hubiera podido desembarcar. Fácil es figurarse la impaciencia con que aguardábamos su aparición en la terraza del Country Club. Como es natural, para nosotros han sido las primicias.
En el tono ligero de quien ocasionalmente, al relatar otros detalles de su viaje, trae a colación un episodio curioso, nos refirió -«¡Hombre, por cierto!»- que había tenido la humorada de averiguar el paradero del falso matrimonio Robert, «pues, como ustedes saben -puntualizó con repentina gravedad-, tenía cuentas que ajustarle a la famosa pareja. Pero, señores -e intercaló aquí una risotada fría-, mis cuentas personales, así como las de todos ustedes, están saldadas; se lo comunico para general satisfacción». Hizo una pausa y luego reflexionó, sardónico: «¡Lo que es la conciencia, caballeros! En el fondo, era un hombre de honor, y lo ha demostrado. ¿Saben ustedes que nuestro apreciado director de Expediciones y Embarques, el ilustre señor Robert, se ha endosado los cuernos que nos tenía vendidos, al contraer a posteriori justas nupcias con la honorable señora doña Rosa Garner, hoy su legítima y fiel esposa?… Su conducta -explicó- es comparable a la de quien expide un cheque sin fondos para luego acudir al Banco y apresurarse a hacer la provisión. Lo hemos calumniado, fuimos precipitados y temerarios en nuestros juicios; pues con este casamiento ha demostrado a última hora ser una persona decente e incapaz de defraudar al prójimo».
Hizo otros chistes, convidó a todo el mundo con insistencia, bebió como un bárbaro; repartió a los mozos del Club montones de dinero, y no ha parado hasta que, borracho como una cuba, cayó roncando sobre un diván. Allí sigue, todavía.
(1952)