Nieto de gente nacida en algún lugar situado entre Colmenar de Oreja y Villamanrique del Tajo y que, por lo mismo, habían contado maravillas de los lugares dejados atrás, imaginábase el Amo que Madrid era otra cosa. Triste, deslucida y pobre le parecía esa ciudad, después de haber crecido entre las platas y tezontles de México. Fuera de la Plaza Mayor, todo era, aquí, angosto, mugriento y esmirriado, cuando se pensaba en la anchura y el adorno de las calles de allá, con sus portadas de azulejos y balcones llevados en alas de querubines, entre cornucopias que sacaban frutas de la piedra y letras enlazadas por pámpanos y yedras que, en muestras de fina pintura, pregonaban los méritos de las joyerías. Aquí, las posadas eran malas, con el olor a aceite rancio que se colaba en los cuartos, y en muchas ventas no podía descansarse a gusto por la bulla que en los patios armaban los representantes, clamando los versos de una loa, o metidos en griterías de emperadores romanos, haciendo alternar las togas de sábana y cortina con los trajes de bobos y vizcaínos, cuyos entremeses se acompañaban de músicas que si mucho divertían al negro por la novedad, bastante disgustaban al Amo por lo destempladas. De cocina no podía hablarse: ante las albóndigas presentes, la monotonía de las merluzas, evocaba el mexicano la sutileza de los peces guachinangos y las pompas del guajolote vestido de salsas obscuras con aroma de chocolate y calores de mil pimientas; ante las berzas de cada día, las alubias desabridas, el garbanzo y la col, cantaba el negro los méritos del aguacate pescuezudo y tierno, de los bulbos de malanga que, rociados de vinagre, perejil y ajo, venían a las mesas de su país, escoltados por cangrejos cuyas bocas de carnes leonadas tenían más sustancia que los solomos de estas tierras. De día, andaban entre tabernas de buen vino y librerías, sobre todo, donde el Amo adquiría tomos antiguos, de hermosas tapas, tratados de teología, de los que siempre adornan una biblioteca, sin acabar de divertirse en nada. Una noche, fueron de putas a una casa donde los recibió un ama obesa, ñata, bizca, leporina, picada de viruelas, con el cuello envuelto en bocios, cuyo ancho trasero, movido a palmo y medio del suelo, era algo así como el de una enana gigante. Rompió la orquesta de ciegos a tocar un minué de empaque lagarterano, y, llamadas por sus nombres, aparecieron la Filis, la Cloris y la Lucinda, vestidas de pastoras, seguidas por la Isidra y la Catalana, que de prisa acababan de tragarse una colación de pan con aceite y cebolla, pasándose una bota de Valdepeñas para bajarse el último bocado. Aquella noche se bebió recio, contó el Amo sus andanzas de minero por las tierras de Taxco, y bailó Filomeno las danzas de su país a compás de una tonada, cantada por él, en cuyo estribillo se hablaba de una culebra cuyos ojos parecían candela y cuyos dientes parecían alfileres. Quedó la casa
cerrada para mejor holgorio de los forasteros, y las horas del mediodía serían ya cuando ambos volvieron a su albergue, luego de almorzar alegremente con las putas. Pero, si Filomeno se relamía de gusto recordando su primer festín de carne blanca, el Amo, seguido por una chusma de mendigos apenas aparecía en calles donde ya era conocida la pinta de su jarano con recamados de plata, no cesaba en sus lamentos contra la ruindad de esta villa harto alabada -poca cosa era, en verdad, comparada con lo quedado en la otra orilla del Océano- donde un caballero de su mérito y apostura tenía que aliviarse con putas, por no hallar señora de condición que le abriera las cortinas de su alcoba. Aquí, las ferias no tenían el color ni la animación de las de Coyoacán; las tiendas eran pobres en objetos y artesanías, y los muebles que en algunas se ofrecían, eran de un estilo solemne y triste, por no decir pasado de moda, a pesar de sus buenas maderas y cueros repujados; los juegos de caña eran malos, porque faltaba coraje a los jinetes, y, al paradear en apertura de justa, no llevaban sus caballos con una ambladura pareja, ni sabían arrojarse a todo galope hacia el tablado de las tribunas, haciendo frenar el corcel por las cuatro herraduras cuando ya parecía que la desgracia de un encontronazo
fuese inevitable. En cuanto a los autos sacramentales de tinglado callejero, estaban en franca decadencia, con sus diablos de cuernos gachos, sus Pilatos afónicos, sus santos con nimbos mordidos de ratones. Pasaban los días y el Amo, con tanto dinero como traía, empezaba a aburrirse tremendamente. Y tan aburrido se sintió una mañana que resolvió acortar su estancia en Madrid para llegar cuanto antes a Italia, donde las fiestas de carnaval, que empezaban en Navidades, atraían gentes de toda Europa. Como Filomeno estaba como embrujado por los retozos de la Filis y la Lucinda que, en casa de la enana gigante, fantaseaban con él en una ancha cama rodeada de espejos,
acogió con disgusto la idea del viaje. Pero tanto le dijo el Amo que estas hembras de acá eran de deshecho y miseria al lado de cuanto encontraría en el ámbito de la Ciudad Pontificia, que el negro, convencido, cerró las cajas y se envolvió en la capa de cochero que acababa de comprarse. Bajando hacia el mar, en jornadas cortas que les hicieron dormir en las posadas blancas -cada vez más blancas- de Tarancón o de Minglanilla, trató el mexicano de entretener a su criado con el cuento de un hidalgo loco que había andando por estas regiones, y que, en una ocasión, había creído que unos molinos (“como aquel que ves allá”…) eran gigantes. Filomeno afirmó que tales molinos en nada parecían gigantes, y que para gigantes de verdad había unos, en África, tan grandes y poderosos, que jugaban a su antojo con rayos y terremotos… Cuando llegaron a Cuenca, el Amo observó que esa ciudad, con su calle mayor subida a lomo de una cuesta, era poca cosa al lado de Guanajuato, que también tenía una calle semejante, rematada por una iglesia. Valencia les agradó porque allí volvían a encontrar un ritmo de vida, muy despreocupado de relojes, que les recordaba el “no hagas mañana lo que puedes dejar para pasado mañana” de sus tierras de atoles y ajiacos. Y así, luego de seguir caminos de donde siempre se veía el mar, llegaron a Barcelona, alegrándose el oído con el son de muchas chirimías y atabales, ruido de cascabeles, gritos de “aparta”, “aparta”, de corredores que de la ciudad salían. Vieron las naves que estaban en la playa, las cuales, abatiendo las tiendas, se descubrían llenas de flámulas y gallardetes, que tremolaban al viento, y besaban y barrían el agua. El mar alegre, la tierra jocunda, el aire claro, parece que iba infundiendo y engendrando gusto súbito en todas las gentes.-“Parecen
hormigas -decía el Amo, mirando a los muelles desde la cubierta del barco que mañana navegaría hacia Italia-. Si los dejas, levantarán edificios tan altos que rascarán las nubes.” A su lado, Filomeno, en voz baja, rezaba a una Virgen de cara negra, patrona de pescadores y navegantes, para que la travesía fuese buena y se llegara con salud al puerto de Roma que, según su idea, siendo ciudad importante debía alzarse a orillas del Océano, con un buen cinturón de arrecifes para protegerla de los ciclones -ciclones que arrancarían las campanas de San Pedro, cada diez años, más o menos, como sucedía en La Habana con las iglesias de San Francisco y del Espíritu Santo.