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I

De plata los delgados cuchillos, los finos tenedores; de plata los platos donde un árbol de plata labrada en la concavidad de sus platas recogía el jugo de los asados; de plata los platos fruteros, de tres bandejas redondas, coronadas por una granada de plata; de plata los jarros de vino amartillados por los trabajadores de la plata; de plata los platos pescaderos con su pargo de plata hinchado sobre un entrelazamiento de algas; de plata los saleros, de plata los cascanueces, de plata los cubiletes, de plata las cucharillas con adorno de iniciales… Y todo esto se iba llevando quedamente, acompasadamente, cuidando de que la plata no topara con la plata, hacia las sordas penumbras de cajas de madera, de huacales en espera, de cofres con fuertes cerrojos, bajo la vigilancia del Amo que, de bata, sólo hacía sonar la plata, de cuando en cuando, al orinar magistralmente, con chorro certero, abundoso y percutiente, en una bacinilla de plata, cuyo fondo se ornaba de un malicioso ojo de plata, pronto cegado por una espuma que de tanto reflejar la plata acababa por parecer plateada…-“Aquí lo que se queda -decía el Amo-. Y acá lo que se va.” En lo que se iba, también alguna plata -alguna vajilla menor, un juego de copas, y, desde luego, la bacinilla del ojo de plata-, pero, más bien, camisas de seda, calzones de seda, medias de seda, sederías de la China, porcelanas del Japón -las del desayuno que, vaya usted a saber, tomaríase, a lo mejor, en gratísima compañía-, y mantones de Manila, viajados por los anchísimos mares del Poniente. Francisquillo, de cara atada, cual lío de ropas, por un rebozo azul que al carrillo izquierdo le pegaba una hoja de virtudes emolientes, pues el dolor de muelas se lo tenía hinchado, remedando al Amo, y meando a compás del meado del Amo, aunque no en bacinilla de plata sino en tibor de barro, también andaba del patio a las arcadas, del zaguán a los salones, coreando, como en oficio de iglesia: “Aquí lo que se queda… Acá lo que se va.” Y tan bien quedaron, a la puesta del sol, los platos y platerías, las chinerías y japonerías, los mantones y las sedas, guardados donde mejor pudieran dormir entre virutas o salir a larguísimo viaje, que el Amo, aún de bata y gorro cuando le tocara ponerse ropas de mejor ver -pero ya hoy no se esperaban visitas de despedida formal-, invitó al sirviente a compartir con él un jarro de vino, al ver que todas las cajas, cofres, huacales y petacas quedaban cerrados. Después, andando despacio, se dio a contemplar, embauladas las cosas, metidos los muebles en sus fundas, los cuadros que quedaban colgados de las paredes y testeros. Aquí, un retrato de la sobrina profesa, de hábito blanco y largo rosario, enjoyada, cubierta de flores -aunque con mirada acaso demasiado ardiente- en el día de sus bodas con el Señor. Enfrente, en negro marco cuadrado, un retrato del dueño de la casa, ejecutado con tan magistral dibujo caligráfico que parecía que el artista lo hubiese logrado de un solo trazo -enredado en sí mismo, cerrado en volutas, desenrollado luego para enrollarse otra vez sin alzar una ancha pluma del lienzo. Pero el cuadro de las grandezas estaba allá, en el salón de los bailes y recepciones, de los chocolates y atoles de etiqueta, donde historiábase, por obra de un pintor europeo que de paso hubiese estado en Coyoacán, el máximo acontecimiento de la historia del país. Allí, un Montezuma entre romano y azteca, algo César tocado con plumas de quetzal, aparecía sentado en un trono cuyo estilo era mixto de pontificio y michoacano, bajo un palio levantado por dos partesanas, teniendo a su lado, de pie, un indeciso Cuauhtémoc con cara de joven Telémaco que tuviese los ojos un poco almendrados. Delante de él, Hernán Cortés con toca de terciopelo y espada al cinto -puesta la arrogante bota sobre el primer peldaño del solio imperial-, estaba inmovilizado en dramática estampa conquistadora. Detrás, Fray Bartolomé de Olmedo, de hábito mercedario, blandía un crucifijo con gesto de pocos amigos, mientras Doña Marina, de sandalias y huipil yucateco, abierta de brazos en mímica intercesora, parecía traducir al Señor de Tenochtitlán lo que decía el Español. Todo en óleo muy embetunado, al gusto italiano de muchos años atrás -ahora que allá el cielo de las cúpulas, con sus caídas de Titanes, se abría sobre claridades de cielo verdadero y usaban los artistas de paletas soleadas-, con puertas al fondo cuyas cortinas eran levantadas por cabezas de indios curiosos, ávidos de colarse en el gran teatro de los acontecimientos, que parecían sacados de alguna relación de viajes a los reinos de la Tartaria… Más allá, en un pequeño salón que conducía a la butaca barbera, aparecían tres figuras debidas al pincel de “Rosalba pittora ”, artista veneciana muy famosa, cuyas obras pregonaban, con colores difuminados, en grises, rosas, azules pálidos, verdes de agua marina, la belleza de mujeres tanto más bellas por cuanto eran distantes. “Tres bellas venecianas ” se titulaba el pastel de la Rosalba, y pensaba el Amo que aquellas venecianas no le resultaban ya tan distantes, puesto que muy pronto conocería las cortesanas -plata, para ello, no le faltaba- que tanto hubiesen alabado, en sus escritos, algunos viajeros ilustres, y que, muy pronto, se divertiría, él también, con aquel licencioso “juego de astrolabios ” al que muchos se entregaban allá, según le habían contado -juego consistente en pasear por los canales angostos, oculto en una barca de toldo discretamente entreabierto, para sorprender el descuido de las guapas hembras que, sabiéndose observadas, aunque fingiendo la mayor inocencia, al ajustarse un ladeado escote mostraban, a veces, fugazmente pero no tan fugazmente como para que no se contemplara a gusto, la sonrosada poma de un pecho… Volvió el Amo al Gran Salón, leyendo de paso, mientras apuraba otra copa de vino, el dístico de Horacio que sobre el dintel de una de las puertas había hecho grabar con irónica intención hacia los viejos tenderos amigos -sin olvidar al notario, el inspector de pesas y medidas, y el cura traductor de Lactancio-, que, a falta de gente de mayores méritos y condición, recibía para jugar a los naipes y descorchar botellas recién llegadas de Europa:

“Cuentan del viejo Catón que con vino
solía robustecer su virtud”.

En el corredor de los pájaros dormidos sonaron pasos afelpados. Llegaba la visitante nocturna, envuelta en chales, dolida, llorosa, comediante y buscadora del regalo de adioses -un rico collar de oro y plata con piedras que, al parecer, eran buenas, aunque, claro está, habría que llevarlas mañana a la casa de algún orfebre para saber cuánto valían-, pidiendo vino mejor que éste, entre llantos y besos, pues el de esta garrafa que estaban tomando ahora, aunque se dijera que era vino de España, era vino con poso, y mejor no meneallo y que ella sabía de eso, vino de jeringa, vino bueno para lavarse “aquello ”, para decirlo todo con palabrejas que coloreaban su entretenido vocabulario, aunque de puro lerdos lo tragaran el Amo y el criado, y eso que presumían de catadores finos -¡ni que te hubiesen parido en palacio de azulejos, a ti, que te chingué la noche aquella, siendo tú fregona de patios, rayadora de elotes, cuando murió mi casta y buena esposa, después de recibir los santos óleos y la bendición papal!… Y como Francisquillo, habiendo ordeñado la más escondida barrica del sótano, le hubiese dado lo que fuese menester para amansarle el habla y calentarle el ánimo, la visitante nocturna se puso las tetas al fresco, cruzando las piernas con el más abierto descaro, mientras la mano del Amo se le extraviaba entre los encajes de las naguas, buscando el calor de la “segrete cose ” cantada por el Dante. El fámulo, para ponerse a tono con el ambiente, tomando su vihuela de Paracho, se dio a cantar las mañanitas del Rey David antes de pasar a las canciones del día, que hablaban de hermosas ingratas, quejas por abandonos, la mujer que quería yo tanto y se fue para nunca volver, y estoy adolorido, adolorido, adolorido, de tanto amar, hasta que el Amo, cansado de aquellas antiguallas, sentándose la visitante nocturna en las rodillas, pidió algo más moderno, algo de aquello que enseñaban en la escuela donde buena plata le costaban las lecciones. Y en la vastedad de la casa de tezontle, bajo bóvedas ornadas de angelitos rosados, entre las cajas -las de quedarse y las de ir- colmadas de aguamaniles y jofainas de plata, espuelas de plata, botonaduras de plata, relicarios de plata, la voz del servidor se hizo escuchar, con singular acento abajeño, en una copla italiana -muy oportuna en tal día- que el maestro le había enseñado la víspera:

“Ah, dolente partita,
Ah, dolente partita!”…

Pero en eso sonó el aldabón de la puerta principal. Quedó en suspenso la voz cantante mientras el Amo, con mano puesta en sordina, acalló la vihuela: – “Mira a ver… Pero a nadie dejes pasar, que harto me vienen despidiendo ya desde hace tres días…” Chirriaron lejanas charnelas, alguien pidió excusas en nombre de otros que lo acompañaban, se adivinaron las

“muchas gracias”, se oyó un sonado “no vaya a despertarlo” y un coro de “buenas noches”. Y volvió el criado con un largo papel enrollado, de resma holandesa, donde en letra redondilla de clara lectura se sumaban los encargos y pedidos de última hora -ésos, que sólo acuden a la memoria ajena cuando está uno con un pie en el estribo- hechos al viajero por sus amigos y contertulios… Esencias de bergamota, mandolina con incrustaciones de nácar a la manera cremonense -para su hija-, y un barrilete de marrasquino de Zara, pedía el inspector de pesas y medidas. Dos faroles a la moda boloñesa, para frontoleras de caballos de tiro, pedía Iñigo, el maestro platero -con el ánimo, seguramente, de tomarlos como modelos de una nueva fabricación que podría agradar a las gentes de acá. Un ejemplar de la “Bibliotheca Orientalis ” del caldeo Assemino, estacionario de la Vaticana, pedía el párroco, amén de algunas “monedillas romanas” -¡vamos: si no resultaban demasiado costosas!- para su colección numismática, y, de ser posible, un bastón de ámbar polonés con puño dorado (no era forzoso que fuese de oro) de esos que venían en largos estuches forrados de terciopelo carmesí. El notario estaba antojado de algo raro: un juego de naipes, de un estilo desconocido aquí, llamado “minchiate ”, inventado por el pintor Miguel Angel, según decían, para enseñar aritmética a los niños y que, en vez de ajustarse a los clásicos palos de oro, basto, copa y espada, ostentaban figuras de estrellas, el Sol y la Luna, un Papa, el Demonio, la Muerte, un Ahorcado, el Loco -que era baraja nula- y las Trompetas del Juicio Final, que podían determinar un ganancioso Triunfo. (-“Cosa de adivinación y ensalmo”-insinuó la hembra que, atendiendo a la lectura de la lista, se iba quitando las pulseras y

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