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Recio y prolongado resultó el combate. Desnudo iba quedando el negro, de tanto como lo rozaban las furiosas cuchilladas del luterano, bien defendido por su cota de factura normanda. Pero, luego de burlarlo, sofocarlo, fatigarlo, acosarlo, con mañas de las que se usan en los apartamientos de ganado bravío, el animoso Salvador:

“…hízose afuera y le apuntó derecho,
metiéndole la lanza por el pecho.
¡Oh, Salvador criollo, negro honrado!
¡Vuelve tu fama, y nunca se consuma;
que en alabanza de tan buen soldado
es bien que no se cansen lengua y pluma!”

Cortada es luego la cabeza del pirata y enclavada en la punta de una lanza para que todos, en el camino, sepan de su fin miserable, antes de ser bajada al hierro de un puñal que hasta la empuñadura le entra por las tragaderas -con cuyo trofeo se llega, en arrebato de vencedores, a la ilustre ciudad de Bayamo. A gritos piden los vecinos que se conceda al negro Salvador, en premio a su valentía, la condición de hombre libre, que bien merecida se la tiene. Otorgan las autoridades la merced. Y, con el regreso del Santo Obispo, cunde la fiesta en la población. Y tanto es el contento de los viejos, y el alborozo de las mujeres, y la algarabía de los niños, que, dolido por no haber sido invitado al regocijo, lo contempla, desde las frondas de guayabos y cañaverales, un público (dice Filomeno, ilustrando su enumeración con gestos descriptivos de indumentaria, cuernos y atributos) de sátiros, faunos, silvanos, semicarpos, centauros, náyades y hasta hamadriadas “en naguas”. (Esto de los semicarpos y centauros asomados a los guayabales de Cuba pareció al viajero cosa de excesiva imaginación por parte del poeta Balboa, aunque sin dejar de admirarse de que un negrito de Regla fuese capaz de pronunciar tantos nombres venidos de paganismos remotos. Pero el cuadrerizo, ufano de su ascendencia -orgulloso de que su bisabuelo hubiese sido objeto de tan extraordinarios honores- no ponía en duda que en estas islas se hubiesen visto seres sobrenaturales, engendros de mitologías clásicas, semejantes a los muchos, de tez más obscura, que aquí seguían habitando los bosques, las fuentes y las cavernas -como los habían habitado ya en los reinos imprecisos y lejanos de donde hubiesen llegado los padres del ilustre Salvador que era, en su modo, una suerte de Aquiles, pues donde no hay Troya presente se es, a proporción de las cosas, Aquiles en Bayamo o Aquiles en Coyoacán, según sean de notables los acontecimientos.) Pero ahora, atropellando remedos y onomatopeyas, canturreos altos y bajos, palmadas, sacudimientos, y con golpes dados en cajones, tinajas, bateas, pesebres, correr de varillas sobre los horcones del patio, exclamaciones y taconeos, trata Filomeno de revivir el bullicio de las músicas oídas durante la fiesta memorable, que acaso duró dos días con sus noches, y cuyos instrumentos enumeró el poeta Balboa en filarmónico recuento: flautas, zampoñas y “rabeles ciento” (“ripio de rimador falto de consonante -piensa el viajero-, pues nadie ha sabido nunca de sinfonías de cien rabeles, ni siquiera en la corte del Rey Felipe, tan aficionado a la música, según se dice, que nunca viajaba sin llevar consigo un órgano de palo que, en descansos, tañía el ciego Antonio de Cabezón”), clarincillos, adufes, panderos, panderetas y atabales, y hasta unas “tipinaguas ”, de las que hacen los indios con calabazos -porque, en aquel universal concierto se mezclaron músicos de Castilla y de Canarias, criollos y mestizos, naboríes y negros.-“¿Blancos y pardos confundidos en semejante holgorio? -se pregunta el viajero-: ¡Imposible armonía! ¡Nunca se hubiese visto semejante disparate, pues mal pueden amaridarse las viejas y nobles melodías del romance, las sutiles mudanzas y diferencias de los buenos maestros, con la bárbara algarabía que arman los negros, cuando se hacen de sonajas, marugas y tambores!… ¡Infernal cencerrada resultaría aquélla y gran embustero me parece que sería el tal Balboa!” Pero piensa asimismo -y ahora más que antes- que el bisnieto de Golomón sería el mejor sujeto posible para heredar las galas del difunto Francisquillo, y una mañana, hechas a Filomeno las proposiciones de entrar a su servicio, el forastero le prueba una casaca roja que le sienta magníficamente. Luego le pone una peluca blanca que lo hace más negro de lo que es. Con los calzones y las medias claras se las entiende bastante bien. En cuanto a los zapatos de hebilla, sus juanetes se le resisten un tanto, pero ya se irán acostumbrando… Y, hablado lo que había de hablarse, arreglado todo con el posadero, sale el Amo, tocado de jarano, hacia

el embarcadero de Regla, en aquel amanecer de septiembre, seguido por el negro que sobre su cabeza alza una sombrilla de paño azul con flecos plateados. El servicio del desayuno con tazas grandes y tazas chicas, todas de plata, la bacía y el orinal, la jeringa de las lavativas -también de plata-, la escribanía y el estuche de las navajas, el relicario de la Virgen y el de San Cristóbal, protector de andariegos y navegantes, vienen en cajas, seguidas de otra caja que guarda los tambores y la guitarra de Filomeno, cargadas a lomo de esclavos a quienes el criado, ceñudo bajo el escaso resguardo de un tricornio charolado, apura el paso, gritando palabras feas en dialecto de nación.

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