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– B. J. no está -anunció-. ¿Qué hacemos?

– Ya se la devolveremos -dije-. Sube. Vamos donde Ricardo, a que me llene el depósito.

– Vas a tener buena reputación, como sigas así -observó Judy.

– ¡Oh! -la tranquilicé-. Se darán cuenta en seguida de que habéis sido vosotros los que me habéis arrastrado a vuestras sucias orgías.

Hicimos el mismo trayecto en dirección contraria, pero la guitarra me molestaba. Le dije al chico que se detuviera a cierta distancia del bar y bajé a repostar. Compré otra botella más, y volví con el grupo. Dick y Judy, de rodillas en el asiento delantero, discutían enérgicamente con la rubia.

– ¿Qué te parece, Lee? -dijo el chico-. ¿Vamos a bañarnos?

– De acuerdo -respondí-. Tendréis que prestarme un bañador. No he traído nada…

– No te preocupes. Ya nos arreglaremos.

Puso el motor en marcha y salimos de la ciudad. Al poco rato, tomó un atajo, apenas lo bastante ancho para el Chrysler, y en pésimo estado de conservación. En realidad, de conservación nada.

– Tenemos un lugar fantástico para bañarnos -me aseguró-. No hay nunca nadie. Y un agua…

– ¿Hay truchas en el río?

– Sí. Y gravilla y arena blanca. Y nunca va nadie. Somos los únicos que pasamos por este camino.

– Se nota -dije, agarrándome la mandíbula, a punto de desencajarse a cada sacudida-. En vez de coche tendrías que llevar un bulldozer.

– Es parte del juego -me explicó-. Así la gente no viene a meter sus sucias narices por estos barrios.

Aceleró y yo encomendé mis huesos al Creador. El camino describió un brusco desvío, y terminó ciento cincuenta metros más adelante. No había más que arbustos. El Chrysler se detuvo en seco al pie de un corpulento arce y Dick y Judy saltaron a tierra. Yo bajé antes que Jicky y la agarré al vuelo. Dick había cogido la guitarra e iba el primero. Le seguí, animoso. Había un estrecho paso bajo las ramas y se descubría de golpe el río, fresco y transparente como un vaso de gin. El sol estaba bajo, pero hacía aún un calor intenso. Una parte del agua se estremecía a la sombra; la otra reverberaba débilmente a los rayos oblicuos del sol. Una hierba espesa, seca y polvorienta, descendía hasta el agua.

– No está mal el rincón -concedí-. ¿Lo habéis encontrado solitos?

– No somos tontos del todo -dijo Jicky.

Y me lanzó un gran terrón de tierra seca, que me alcanzó en el cuello.

– O te portas bien -la amenacé-, o se acabó lo que se daba.

Di unos golpecitos al bolsillo de mi chaqueta para acentuar el efecto de mis palabras.

– ¡Oh! No se enfade usted, viejo cantor de blues -se excusó-. Demuéstrenos más bien lo que sabe usted hacer.

– ¿Y mi bañador? -le pregunté a Dick.

– Qué más da -me replicó-. No hay nadie.

Me volví. Judy ya se había sacado el suéter. Evidentemente, no llevaba gran cosa debajo. Su falda se deslizó a lo largo de sus piernas, y, en un abrir y cerrar de ojos, hizo volar por los aires zapatos y calcetines. Se tendió en la hierba completamente desnuda. Debí poner cara de estúpido, porque se rió de mí con tantas ganas que estuve a punto de no poder contenerme. Dick y Jicky, en el mismo atuendo, se dejaron caer a su lado. Para colmo del ridículo, era yo el que parecía turbado. Observé, sin embargo, la delgadez del chico, cuyas costillas Se marcaban bajo su piel bronceada.

– Está bien -dije por fin-, no veo por qué tendría que hacerme el estrecho.

Me tomé mi tiempo con toda la intención. Sé lo que valgo en pelotas, y os aseguro que tuvieron ocasión de darse cuenta mientras me desnudaba. Hice crujir mis costillas desperezándome con fuerza, y me senté junto a ellos. No me había recuperado aún de mis escaramuzas con Jicky, pero no hice nada para disimularlo. Supongo que esperaban que me rajara.

Empuñé la guitarra. Era una excelente Ediphone. Pero no es muy cómodo tocar sentado en el suelo, así que le dije a Dick:

– ¿Te importa que me traiga el asiento del coche?

– Voy contigo -dijo Jicky.

Y se escabulló como una anguila por entre las ramas.

Me hizo un curioso efecto, ver aquel cuerpo de adolescente, bajo aquella cabeza de starlette, rodeado por las sombras de los arbustos. Dejé la guitarra y la seguí. Me llevaba ventaja, y cuando llegué al coche, ella ya volvía cargada con el pesado asiento de cuero.

– ¡Dame eso! -le dije.

– ¡Déjame tranquila, Tarzán! -gritó.

Hice caso omiso de sus protestas, y la agarré por detrás con brutalidad. Soltó el asiento y se dejó hacer. Yo me habría tirado hasta una mona. Debió de darse cuenta, porque empezó a revolverse con todas sus fuerzas. Me eché a reír. Me gustaba. Allí la hierba era alta, y mullida como una colchoneta hinchable. Se deslizó al suelo y yo la seguí. Luchábamos como salvajes. Estaba bronceada hasta la punta de los senos, sin esas marcas de sostén que tanto afean a las mujeres desnudas. Y tersa como un albaricoque, desnuda como una niña, pero cuando conseguí tenerla debajo de mí, me di cuenta de que sabía mucho más que una niña. Hacía meses que no me daban una demostración tal de técnica. Mis dedos sentían su espalda, lisa y luego cóncava, y, más abajo, sus nalgas, firmes como sandías. No duró ni diez minutos. Simuló que se dormía, y en el momento en que yo me disponía a emplearme a fondo, me abandonó como a un fardo y huyó delante de mí, hacia el río. Recogí el asiento y corrí tras ella. Al borde del agua, tomó impulso, y se zambulló sin salpicaduras.

– ¿Ya os estáis bañando?

Era la voz de Judy. Tendida de espaldas, cubriéndose la cara con las manos, mascaba una ramita de sauce. Dick, abandonado a su lado, le acariciaba los muslos. Había una botella tirada por el suelo. Judy advirtió mi mirada.

– Sí…, está vacía… -se rió-. Os hemos dejado la otra.

Jicky chapoteaba, al otro lado del agua. Busqué en mi chaqueta y cogí la otra botella, y luego me zambullí. El agua estaba tibia. Me sentía maravillosamente en forma. Me lancé en un sprint mortal y alcancé a Jicky en el centro del río. Había unos dos metros de fondo y una corriente casi inapreciable.

– ¿Tienes sed? -le pregunté, batiendo el agua con una sola mano para mantenerme a flote.

– ¡Y qué lo digas! -me aseguró-. Me has destrozado, con tus modos de campeón de rodeo.

– Ven -le dije-. Haz el muerto.

Se dejó ir sobre la espalda, y yo me deslicé bajo ella, con un brazo a través de su torso. Le tendí la botella con la otra mano. Cuando fue a cogerla, dejé que mis dedos se deslizaran a lo largo de sus muslos. Separé suavemente sus piernas y la tomé, otra vez, en el agua. Se abandonaba encima de mí. Estábamos casi de pie, y nos movíamos lo justo para no irnos a pique.

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