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En esos momentos recordaba la muletilla del tío Ramón: acuérdate que los otros tienen más miedo que tú, y volvía a la carga. Perdí todas las batallas con ellos, pero milagrosamente gané la guerra.

No estaba aún instalada cuando conseguí un contrato en la Universidad de California para enseñar narrativa a un grupo de jóvenes aspirantes a escritores. ¿Cómo se puede enseñar a contar una historia? Paula me dio la clave por teléfono: diles que escriban un libro malo, eso es fácil, cualquiera puede hacerlo, me aconsejó irónica. Y así lo hicimos, cada uno de los estudiantes olvidó su secreta vanidad de producir la Gran Novela Americana y se lanzó con entusiasmo a escribir sin miedo. Por el camino fuimos ajustando, corrigiendo, cortando y puliendo, y después de muchas discusiones y risas salieron adelante con sus proyectos, uno de los cuales fue publicado poco después con bombo y platillo por una gran editorial de Nueva York. Desde entonces, cuando entro en un período de dudas, me repito que voy a escribir un libro malo y así se me pasa el pánico. Trasladé una mesa al cuarto de Willie, y allí junto a la ventana escribía en un bloc de papel a rayas amarillo igual al que uso ahora para fijar estos recuerdos. En los ratos libres que me dejaban las clases, las tareas de los alumnos, los viajes a la Universidad en Berkeley, las labores domésticas y los problemas de Harleigh, casi sin darme cuenta ese año de convulsionada vida en los Estados Unidos salieron varias historias con sabor del Caribe, que fueron publicadas poco después como Cuentos de Eva Luna. Fueron regalos enviados desde otra dimensión, cada uno lo recibí completo como una manzana desde la primera hasta la última frase, tal como me llegó Dos palabras en una tranca de la autopista de Caracas. La novela es un proyecto de largo aliento en el cual cuentan sobre todo la resistencia y la

disciplina, es como bordar una compleja tapicería con hilos de muchos colores, se trabaja por el revés, pacientemente, puntada a puntada, cuidando los detalles para que no queden nudos visibles, siguiendo un diseño vago que sólo se aprecia al final, cuando se coloca la última hebra y se voltea el tapiz al derecho para ver el dibujo terminado. Con un poco de suerte, el encanto del conjunto disimula los defectos y torpezas de la tarea. En un cuento, en cambio, todo se ve, no debe sobrar o faltar nada, se dispone del espacio justo y de poco tiempo, si se corrige demasiado se pierde esa ráfaga de aire fresco que el lector necesita para echar a volar. Es como lanzar una flecha, se requieren instinto, práctica y precisión de buen arquero, fuerza para disparar, ojo para medir la distancia y la velocidad, buena suerte para dar en el blanco.

La novela se hace con trabajo, el cuento con inspiración; para mí es un género tan difícil como la poesía, no creo que vuelva a intentarlo a menos que, como esos Cuentos de Eva Luna, me caigan del cielo. Una vez más comprobé que el tiempo a solas con la escritura es mi tiempo mágico, la hora de las brujerías, lo único que me salva cuando todo a mi alrededor amenaza con venirse abajo.

El último cuento de esa colección, De barro estamos hechos, está basado en una tragedia ocurrida en Colombia en 1985, cuando la violenta erupción del volcán Nevado del Ruiz provocó una avalancha de nieve derretida que se deslizó por la ladera de la montaña y sepultó por completo una aldea. Miles de personas perecieron, pero el mundo recuerda la catástrofe sobre todo por Omaira Sánchez, una niña de trece años que quedó atrapada en el barro. Durante tres días agonizó con pavorosa lentitud ante fotógrafos, periodistas y camarógrafos de televisión, que acudieron en helicópteros. Sus ojos en la pantalla me han apenado desde entonces. Tengo todavía su fotografía sobre mi escritorio, una y otra vez la he contemplado largamente tratando de entender el significado de su martirio. Tres años más tarde en California traté de exorcizar esa pesadilla relatando la historia, quise describir el tormento de esa pobre niña sepultada en vida, pero a medida que escribía me fui dando cuenta que ésa no era la esencia del cuento. Le di otra vuelta, a ver si podía narrar los hechos desde los sentimientos del hombre que acompaña a la chica durante esos tres días; pero cuando terminé esa versión comprendí que tampoco se trataba de eso. La verdadera historia es la de una mujer–y esa mujer soy yo–que observa en una pantalla al hombre que sostiene a la niña. El cuento es sobre mis sentimientos y los cambios inevitables que experimenté al presenciar la agonía de esa criatura. Al publicarse en una colección de cuentos creí que había cumplido con Omaira, pero pronto advertí que no era así, ella es un ángel persistente que no me dejará olvidarla. Cuando Paula cayó en coma y la vi prisionera en una cama, inerte, muriendo de a poco ante la mirada impotente de todos nosotros, el rostro de Omaira Sánchez me vino a la mente. Mi hija quedó atrapada en su propio cuerpo, tal como esa niña lo estaba en el barro. Recién entonces comprendí por qué he vivido tantos años pensando en ella y pude descifrar por fin el mensaje de sus intensos ojos negros: paciencia, coraje, resignación, dignidad ante la muerte. Si escribo algo, temo que suceda, si amo demasiado a alguien temo perderlo; sin embargo no puedo dejar de escribir ni de amar…

Dado que la furia devastadora de mi escoba no había logrado penetrar realmente en el caos de esa vivienda, convencí a Willie que era más fácil mudarse que limpiar, y es así como vinimos a parar a esta casa de los espíritus. Ese año Paula conoció a Ernesto y se instalaron juntos por un tiempo en Virginia, mientras Nicolás, solo en el caserón de Caracas, nos reclamaba por haberlo abandonado. Al poco tiempo Celia apareció en su vida para revelarle ciertos misterios y en la euforia del amor recién descubierto su hermana y

su madre pasaron a segundo término.

Hablábamos por teléfono en complicadas comunicaciones triangulares para contarnos las últimas aventuras y comentar eufóricos la tremenda casualidad de habernos enamorado los tres al mismo tiempo. Paula esperaba terminar sus estudios para irse con Ernesto a España, donde iniciarían la segunda etapa de su vida juntos.

Nicolás nos explicó que su novia pertenecía al sector más reaccionario de la Iglesia Católica, no era cuestión de dormir bajo el mismo techo sin casarse, por lo mismo planeaban hacerlo lo antes posible. Resultaba difícil entender qué tenía en común con una muchacha de ideas tan diferentes a las suyas, pero él replicó con gran parsimonia que Celia era sensacional en todo lo demás y si no la presionábamos seguro abandonaría su fanatismo religioso.

Una vez más el tiempo le dio la razón. La estrategia imbatible de mi hijo es mantenerse firme en su posición, soltar la rienda y esperar, evitando confrontaciones inútiles. A la larga vence por cansancio. A los cuatro años, cuando le exigí que hiciera su cama, replicó en su media lengua que estaba dispuesto a hacer cualquier trabajo doméstico menos ése. Fue inútil tratar de obligarlo, primero sobornó a Paula y luego imploró a la Granny, que se metía a hurtadillas por una ventana para ayudarlo hasta que la sorprendí y tuvimos la única pelea de nuestras vidas. Pensé que la testarudez de Nicolás no sería eterna, pero cumplió veintidós años echado por el piso con los perros, como un mendigo. Ahora que tenía novia el problema de la cama salía de mis manos. Mientras se iniciaba en el amor con Celia y estudiaba computación en la universidad, aprendió karate y kung–fú para defenderse en una emergencia, porque el hampa caraqueña había marcado su casa y entraban a robar a plena luz de día, posiblemente con el beneplácito de la policía. A través de nuestra incansable correspondencia mi madre estaba enterada de los pormenores de mi aventura en los Estados Unidos, pero igual se llevó una sorpresa cuando vino de visita a mi nuevo hogar. Para darle una buena impresión almidoné los manteles, disimulé con maceteros de plantas las manchas del perro, hice jurar a Harleigh que se portaría como un ser humano y a su padre que no diría palabrotas en español delante de ella. Willie no sólo pulió su vocabulario, también se desprendió de las botas de vaquero y fue donde un dermatólogo para que le borrara el tatuaje de la mano con un rayo láser, pero se dejó la calavera en el brazo porque sólo yo la veo. Mi madre fue la primera en pronunciar la palabra matrimonio, tal como hizo con Michael muchos años atrás. ¿Hasta cuándo piensas ser su querida?

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