— No, pero nunca se sabe… Mira, Willie, no tengo edad para esperar. Dime ahora mismo si podemos dar una oportunidad a este amor o si más vale olvidar todo el asunto.
Pálido, echó a andar el motor de nuevo y el resto del trayecto lo hicimos en silencio. Al despedirse me besó con prudencia y me reiteró que iría a verme durante las vacaciones de fin de año.
Apenas despegó el avión intenté seriamente olvidarlo, pero es obvio que no me resultó porque apenas descendí en Caracas, Nicolás lo notó.
— ¿Qué te pasa, mamá? Te ves rara.
— Estoy agotada, hijo, llevo dos meses viajando, debo descansar, cambiarme de ropa y cortarme el pelo.
— Creo que hay algo más.
— Será que estoy enamorada…
— ¿A tu edad? ¿De quién? — preguntó a carcajadas.
No estaba segura del apellido de Willie, pero tenía su número de teléfono y su dirección y por sugerencia de mi hijo, quien fue de opinión que pasara una semana en California para sacarme a ese gringo de la cabeza, le mandé por un correo especial un contrato de dos columnas, una detallando mis exigencias y otra lo que estaba dispuesta a ofrecer en una relación. La primera era bastante más larga que la segunda e incluía algunos puntos claves, tales como fidelidad, porque la experiencia me ha enseñado que lo contrario arruina el amor y cansa mucho, y otros anecdóticos, como reservarme el derecho a decorar nuestra casa a mi gusto. El contrato se basaba en la buena fe: ninguno haría nada a propósito para herir al otro, si eso ocurría sería por error, no por maldad.
A Willie le causó tanta gracia, que olvidó su cautela de abogado, firmó el papel con ánimo de seguir la broma y me lo envió de vuelta. Entonces metí en un bolso algo de ropa y los fetiches que siempre me acompañan y le pedí a mi hijo que me llevara al aeropuerto. Te veo pronto, mamá, en pocos días estarás de vuelta con la cola entre las piernas, se despidió burlón. Desde Virginia, donde estudiaba una maestría, Paula manifestó por teléfono sus dudas sobre esa aventura.
— Te conozco, vieja, vas a meterte en un lío tremendo. No se te pasará la ilusión en una semana, como cree Nicolás. Si vas a visitar a ese hombre es porque estás dispuesta a quedarte con él; piensa que si lo haces estás frita, porque tendrás que cargar con todos sus problemas–me dijo, pero ya era tarde para advertencias juiciosas.
Los primeros tiempos fueron una pesadilla. Hasta entonces había considerado a los
Estados Unidos como mi enemigo personal por su política exterior desastrosa para América Latina y su participación en el Golpe Militar de Chile. Fue necesario vivir en este imperio y recorrerlo de punta a cabo para entender su complejidad, conocerlo y aprender a amarlo. No había utilizado mi inglés en más de veinte años, apenas lograba descifrar el menú en un restaurante, no entendía las noticias de la televisión ni los chistes, mucho menos el lenguaje de los hijos de Willie. La primera vez que fuimos al cine y me encontré sentada en la oscuridad junto a un amante con camisa a cuadros y botas de vaquero sosteniendo sobre las rodillas una batea de palomas de maíz y un litro de soda, mientras en la pantalla un demente destrozaba los senos de una chica con un garfio para picar hielo, creí haber llegado al límite de mi resistencia. Esa noche hablé con Paula, como hacía a menudo. En vez de repetirme su advertencia me recordó los profundos sentimientos que me ataron a Willie desde el principio, y me aconsejó no perder energía en pequeñeces y concentrarme en los verdaderos problemas. En realidad existían asuntos mucho más graves que unas botas de vaquero o un balde de palomitas de maíz, desde lidiar con los insólitos personajes que nos invadían hasta adaptarme al estilo y al ritmo de Willie, quien llevaba ocho años de soltería y lo que menos deseaba era una mujer mandona en su destino. Empecé por comprar sábanas nuevas y quemar las suyas en una hoguera en el patio, ceremonia simbólica destinada a fijar en su mente la idea de la monogamia. ¿Qué está haciendo esta mujer? preguntó Jason medio asfixiado por el humo.
No te preocupes, deben ser costumbres de los aborígenes de su país, lo tranquilizó Harleigh. Enseguida me lancé a ordenar y limpiar la casa con tal fervor, que en un descuido se me fueron a la basura todas las herramientas. Willie estuvo a punto de explotar en una rabieta volcánica, pero recordó el punto básico de nuestro contrato: no era maldad de mi parte, sólo un error. La escoba también se llevó por delante los añejos adornos de Navidad, las colecciones de figuras de cristal y fotografías de amantes de piernas largas y cuatro cajones de pistolas, metralletas, bazukas y cañones de Harleigh, que fueron reemplazados por libros y juguetes didácticos. Los pescados agónicos partieron por el desagüe y solté a las ratas de su jaula. De todos modos esos animales llevaban una existencia miserable, sin otra meta que masticarse los rabos mutuamente. Expliqué al niño que los infelices roedores encontrarían actividades más dignas en los jardines del vecindario, pero tres días más tarde sentimos unos rasguños leves en la puerta y al abrirla vimos uno de ellos con las tripas al aire, mirándonos con ojos afiebrados y suplicando entrar con gorgoritos de agonizante. Willie levantó la rata en brazos y durante las próximas semanas dormimos con ella en la pieza, curándola con emplastos cicatrizantes y antibióticos, hasta que recuperó la salud. Al ver tantos cambios el búlgaro se largó en busca de un hogar más estable y, después de robarse el automóvil de su padre, el hijo mayor y su novia también desaparecieron. A Jason, que había pasado el último año reposando de día y festejando de noche, no le quedó más remedio que levantarse temprano, darse una ducha, ordenar su cuarto y partir a regañadientes al colegio.
Harleigh fue el único que aceptó mi presencia y toleró las nuevas reglas con buen humor porque por primera vez se sentía seguro y acompañado; tan contento estaba que con el tiempo perdonó la misteriosa desaparición de las mascotas y su arsenal de guerra.
Hasta entonces no había recibido ningún tipo de límites, se comportaba como un pequeño salvaje capaz de romper los vidrios a puñetazos en un ataque de rebeldía. Tan insondable era el hueco en su corazón que a cambio de suficiente cariño y chacota para llenarlo se dispuso a adoptar a esa madrastra extranjera, que había llegado a trastornar su casa y
quitarle buena parte de la atención de su padre. Más de cuatro años de experiencia en el colegio de Caracas tratando con criaturas difíciles no me sirvieron de mucho con Harleigh, sus problemas superaban al más experto y su afán de molestar al más paciente, pero por suerte compartíamos una burlona simpatía, bastante parecida al cariño, que nos ayudó a soportarnos mutuamente.
— No tengo obligación de quererte–me dijo con una mueca desafiante a la semana de conocernos, cuando ya tenía claro que no sería fácil librarse de mí.
— Yo tampoco. Podemos hacer un esfuerzo y tratar de querernos, o simplemente convivimos con buena educación ¿qué prefieres ?
— Tratemos de querernos.
— Bueno, y si no resulta, siempre nos queda el respeto.
El chiquillo cumplió su palabra. Por años puso a prueba mis nervios con una tenacidad inquebrantable, pero también se metía en mi cama para leer cuentos, me dedicaba sus mejores dibujos y ni siquiera en las peores pataletas perdió de vista el pacto de respeto mutuo. Entró en mi vida como otro hijo, tal como lo hizo Jason. Ahora son dos hombronazos, uno en la universidad y el otro terminando la escuela después de haber superado los traumas de su infancia, con quienes todavía peleo para que saquen la basura y hagan sus camas, pero somos buenos amigos y podemos reírnos de las tremendas escaramuzas del pasado. Hubo ocasiones en que el temor me derrotaba antes de comenzar el enfrentamiento y otras en que me sentía tan cansada que buscaba pretextos para no llegar a la casa.