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Era mi madre una espléndida joven de dieciocho años cuando el Tata se llevó a la familia a Europa en un viaje de esfuerzo que entonces se hacía sólo una vez en la vida, Chile queda a los pies del mundo. Tenía intención de dejar a su hija en un colegio de Inglaterra para que adquiriera cultura y de paso olvidara sus amores con Tomás, pero Hitler le desbarató los planes y la Segunda Guerra Mundial estalló con estrépito de cataclismo, sorprendiéndolos en la Costa Azul. Con increíbles dificultades, avanzando contra la corriente por caminos atochados de gente que escapaba a pie, a caballo o en cualquier vehículo disponible, lograron llegar a Amberes y subir en el último barco chileno que zarpó del muelle. Las cubiertas y los botes salvavidas habían sido tomados por docenas de familias judías que huían dejando pertenencias–y en algunos casos fortunas–en manos de cónsules inescrupulosos que les vendieron visas a precio de oro. A falta de camarotes viajaban como ganado, durmiendo a la intemperie y pasando hambre porque el alimento estaba racionado. Durante esa penosa travesía la Memé consolaba a las mujeres que lloraban por sus hogares perdidos y por la incertidumbre del futuro, mientras el Tata negociaba comida en la cocina y frazadas con los marineros para repartir entre los refugiados. Uno de ellos, peletero de oficio, en agradecimiento le regaló a la Memé un suntuoso abrigo de astracán gris. Navegaron durante semanas por aguas infestadas de submarinos enemigos, con las luces apagadas por la noche y rezando de día, hasta que dejaron atrás el Atlántico y llegaron sanos y salvos a Chile. Al atracar en el puerto de Valparaíso lo primero que vislumbraron fue la figura inconfundible de Tomás en traje de lino blanco y sombrero de Panamá, entonces el Tata comprendió la futilidad de oponerse a los misteriosos mandatos del destino y, de muy mal talante, dio su consentimiento para la boda.

La ceremonia se llevó a cabo en su casa, con participación del Nuncio Apostólico y algunos personajes del mundo oficial. La novia lucía un sobrio vestido de raso y una actitud desafiante; no sé cómo se presentó el novio, porque la fotografía está cortada, de él sólo nos queda un brazo. Al conducir a su hija al salón, donde habían levantado un altar adornado con cascadas de rosas, el Tata se detuvo al pie de la escalera.

— Todavía es tiempo de arrepentirse. No se case, hija, por favor piénselo mejor. Hágame una señal y yo me encargo de deshacer esta pelotera de gente y mandar el banquete al hospicio… — Ella replicó con una mirada glacial.

Tal como había sido advertida mi abuela en una sesión de espiritismo, el matrimonio de mis padres fue un desastre desde sus albores. Mi madre se embarcó de nuevo, esta vez rumbo al Perú, donde Tomás había sido nombrado secretario de la Embajada de Chile. Llevaba una colección de pesados baúles con su ajuar de desposada y un cargamento de regalos, tantos objetos de porcelana, cristal y plata, que medio siglo más tarde aún tropezamos con ellos en rincones inesperados. Cincuenta años de destinaciones

diplomáticas en diversas latitudes, divorcios y largos exilios no lograron liberar a la familia de ese lastre; mucho me temo, Paula, que heredarás, entre otros objetos espeluznantes, una lámpara de ninfas caóticas y querubines rechonchos que mi madre aún preserva.

Tu casa es de una sencillez monacal y en tu escuálido ropero sólo cuelgan cuatro blusas y dos pantalones, me pregunto qué haces con lo que te voy dando, eres como la Memé, que apenas descendió del barco y pisó tierra firme, se desprendió del abrigo de astracán para cubrir a una pordiosera. Mi madre pasó los dos primeros días de su luna de miel tan mareada por los brincos del océano Pacífico que no pudo dejar el camarote, y apenas se sintió algo mejor y salió a respirar a pleno pulmón, su marido cayó postrado con dolor de muelas. Mientras ella paseaba por las cubiertas, indiferente a las miradas codiciosas de oficiales y marineros, él gimoteaba en su litera. La puesta de sol pintaba de naranja el horizonte inmenso y por las noches las estrellas escandalosas invitaban al amor, pero el sufrimiento fue más poderoso que el romance. Habían de pasar tres días interminables antes que el paciente permitiera al médico de a bordo intervenir con un alicate para aliviarlo del suplicio, sólo entonces cedió la hinchazón y los esposos pudieron iniciar la vida de casados. La noche siguiente se presentaron juntos en el comedor invitados a la mesa del capitán. Después de un formal brindis por los recién casados apareció la entrada, langostinos servidos en copas talladas en hielo. En un gesto de coqueta intimidad mi madre estiró su tenedor y sacó un marisco del plato de su marido, con tan mala suerte que un minúsculo punto de salsa americana cayó en su corbata. Tomás cogió un cuchillo para raspar el agravio, pero la mancha se extendió. Y entonces, ante el asombro de los comensales y la mortificación de su mujer, el diplomático metió los dedos en el plato, cogió los crustáceos, se los restregó sobre el pecho, encharcando la camisa, el traje y el resto de la corbata, enseguida se pasó las manos por el cabello engominado, se puso de pie, saludó con una breve inclinación y partió a su camarote, donde permaneció durante el resto de la navegación sumido en taimado silencio. A pesar de esos percances, yo fui engendrada en alta mar.

Mi madre no había sido preparada para la maternidad, en aquel tiempo esos asuntos se trataban en susurros frente a las muchachas solteras, y la Memé no tuvo la ocurrencia de advertirla sobre los indecentes afanes de las abejas y las flores, porque su alma flotaba en otros niveles, más interesada en la translúcida naturaleza de los aparecidos que en las groseras realidades de este mundo, sin embargo apenas presintió su embarazo supo que sería una niña, la llamó Isabel y estableció con ella un diálogo permanente que no ha cesado hasta hoy. Aferrada a la criatura que crecía en su vientre, trató de compensar su soledad de mujer mal casada; me conversaba en alta voz asustando a quienes la veían actuar como una alucinada, y supongo que yo la escuchaba y le respondía, pero no me acuerdo de ese período intrauterino.

Mi padre tenía gustos espléndidos. La ostentación siempre fue vicio mal mirado en Chile, donde la sobriedad es signo de refinamiento, en cambio en Lima, ciudad de virreyes, el boato es de buen tono. Se instaló en una casa desproporcionada a su posición de segundo secretario de la Embajada, se rodeó de indios de servicio, encargó a Detroit un automóvil lujoso y despilfarró en fiestas, casinos y paseos en yate, sin que nadie se explicara cómo financiaba tales extravagancias. En breve tiempo consiguió relacionarse con lo más granado del mundillo político y social, descubrió las flaquezas de cada uno y mediante sus contactos llegó a enterarse de ciertas confidencias indiscretas y hasta de algunos secretos de Estado. Se convirtió en el invitado infaltable de las parrandas de Lima; en plena guerra obtenía el mejor whisky, la cocaína más pura y las cortesanas más

complacientes, todas las puertas se le abrían. Mientras él trepaba los peldaños de su carrera, su mujer se sentía prisionera en una situación sin salida, unida a los veinte años a un hombre escurridizo de quien dependía por completo. Languidecía en el calor húmedo del verano escribiendo páginas interminables a su madre, que se cruzaban en el mar y se perdían en las bolsas del correo como una conversación de sordos. Esas cartas melancólicas apiladas sobre su escritorio convencieron a la Memé del desencanto de su hija, suspendió sus sesiones de espiritismo con sus tres amigas esotéricas de la Hermandad Blanca, puso las barajas de adivinación en un maletín y partió a Lima en un frágil bimotor, de los pocos que llevaban pasajeros, porque en ese período de guerra los aviones se reservaban para propósitos militares. Llegó justo a tiempo para mi nacimiento. Como había traído sus hijos al mundo en la casa, ayudada por su marido y una comadrona, se desconcertó con los modernos métodos de la clínica.

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