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ustedes son lo mejor que pudo tocarme como familia. No me olviden y ¡alegren esas caras! Acuérdense que los espíritus ayudamos, acompañamos y protegemos mejor a quienes están contentos. Los amo mucho. Paula.

El invierno ha vuelto, no deja de llover, hace frío y día a día tú decaes. Perdona por haberte hecho esperar tanto, hija… Me he demorado, pero ya no tengo dudas, tu carta es muy reveladora.

Cuenta conmigo, te prometo que te ayudaré, sólo dame un poco más de tiempo. Me siento a tu lado en la quietud de tu cuarto en este invierno que será eterno para mí, las dos solas, tal como tantas veces hemos estado en estos meses, y me abro al dolor sin oponerle ya ninguna resistencia. Apoyo la cabeza en tu regazo y siento los latidos irregulares de tu corazón, el calor de tu piel, el ritmo lento del aire en tu pecho, cierro los ojos y por unos instantes imagino que simplemente estás dormida. Pero la tristeza me revienta por dentro con fragor de tempestad y se moja tu camisa con mis lágrimas, mientras un aullido visceral, que nace en el fondo de la tierra y sube por mi cuerpo como una lanza, me llena la boca. Me aseguran que no sufres. ¿Cómo lo saben? Tal vez has terminado por acostumbrarte a la armadura de hierro de la parálisis y no recuerdas cómo era el sabor de un durazno o el placer simple de pasarse los dedos por el pelo, pero tu alma está atrapada y quiere liberarse. Esta obsesión no me da tregua, comprendo que he fallado en el desafío más importante de mi existencia. ¡Basta! Mira el despojo que queda

de ti, hija, por Dios… Esto es lo que viste en la premonición de tu luna de miel, por eso escribiste la carta. Paula ya es santa, está en el cielo, el sufrimiento la ha lavado de todos los pecados, me dice Inés, la cuidadora salvadoreña, la que está marcada de cicatrices, la que te mima como a un bebé. ¡Cómo te cuidamos! No estás sola de día ni de noche, cada media hora te movemos para mantener la poca flexibilidad que aún te queda, vigilamos cada gota de agua y cada gramo de tu alimento, recibes las medicinas a las horas exactas, antes de vestirte te bañamos y te damos masajes con bálsamos para fortalecer la piel. Es increíble lo que han conseguido, en ningún hospital estaría tan bien, dice la doctora Forrester. Durará siete años, predice el doctor Shima. ¿Para qué tanto afán? Eres como la bella durmiente del cuento en su urna de cristal, sólo que a ti no te salvará el beso de un príncipe, nadie puede despertarte de este sueño definitivo. Tu única salida es la muerte, hija, ahora me atrevo a pensarlo, a decírtelo y a escribirlo en mi cuaderno amarillo. Llamo a mi fornido abuelo y a mi abuela clarividente para que te ayuden a cruzar el umbral y nacer al otro lado, llamo sobre todo a la Granny, tu abuela de ojos transparentes, la que murió de pena cuando tuvo que separarse de ti, la llamo para que venga con sus tijeras de oro a cortar el hilo firme que te mantiene unida al cuerpo. Su retrato–todavía joven, con una sonrisa apenas insinuada y mirada líquida–está cerca de tu cama, como están los de los otros espíritus tutelares. Ven Granny, ven a buscar a tu nieta, le suplico, pero temo que no vendrá ella ni ningún otro fantasma a aliviarme de este cáliz de congoja. Estaré sola junto a ti para llevarte de la mano hasta el umbral mismo de la muerte y si es posible lo cruzaré contigo.

¿Puedo vivir por ti? ¿Llevarte en mi cuerpo para que existas los cincuenta o sesenta años que te robaron? No es recordarte lo que pretendo, sino vivir tu vida, ser tú, que ames, sientas y palpites en mí, que cada gesto mío sea un gesto tuyo, que mi voz sea tu voz. Borrarme, desaparecer para que tomes posesión de mí, hija, que tu incansable y alegre bondad sustituya por completo mis añejos temores, mis pobres ambiciones, mi agotada vanidad. Gritar hasta el último aliento, desgarrarme la ropa, arrancarme el pelo a puñados, cubrirme de ceniza, así quiero sufrir este duelo, pero llevo medio siglo practicando reglas de buen comportamiento, soy experta en negar la indignación y aguantar el dolor, no tengo voz para gritar. Tal vez los médicos se equivocan y las máquinas mienten, tal vez no estás del todo inconsciente y te das cuenta de mi ánimo, no debo agobiarte con mi llanto. Me estoy ahogando de pena contenida, salgo a la terraza y el aire no me alcanza para tantos sollozos y la lluvia no me alcanza para tantas lágrimas.

Entonces tomo el automóvil y me alejo del pueblo rumbo a los cerros, y casi a ciegas llego al bosque de mis paseos, donde tantas veces me he refugiado a pensar a solas. Me interno a pie por los senderos que el invierno ha vuelto inservibles, corro tropezando con ramas y pedruscos, abriéndome paso en la humedad verde de este amplio espacio vegetal similar a los bosques de mi infancia, aquellos que atravesé en una mula siguiendo los pasos de mi abuelo. Voy con los pies embarrados y la ropa empapada y el alma sangrando, y cuando oscurece y ya no puedo más de tanto andar y tropezar y resbalar y volver a levantarme y seguir trastabillando, caigo finalmente de rodillas, me tironeo de la blusa, saltan los botones y con los brazos en cruz y el pecho desnudo grito tu nombre, hija. La lluvia es un manto de oscuro cristal y las nubes sombrías asoman entre las copas de los negros árboles y el viento me muerde los senos, se mete en mis huesos y me limpia por dentro con sus helados estropajos. Hundo las manos en el fango, cojo tierra a puñados y me la llevo a la cara, a la boca, masco grumos salados de lodo, aspiro a bocanadas el olor ácido del humus y el aroma medicinal de los eucaliptus. Tierra, acoge a mi hija, recíbela, envuélvela, diosa madre tierra, ayúdanos, le pido y sigo gimiendo en la

noche que se me viene encima, llamándote, llamándote. Por allá lejos pasa una bandada de patos salvajes y se llevan tu nombre hacia el sur. Paula, Paula…

EPÍLOGO

Navidad de 1992

En la madrugada del domingo 6 de diciembre, en una noche prodigiosa en que se descorrieron los velos que ocultan la realidad, murió Paula. Eran las cuatro de la madrugada. Su vida se detuvo sin lucha, ansiedad ni dolor, en su tránsito sólo hubo paz y el amor absoluto de quienes la acompañábamos. Murió sobre mi regazo, rodeada por su familia, por los pensamientos de los ausentes y los espíritus de sus antepasados que acudieron en su ayuda. Murió con la misma gracia perfecta que hubo en todos los gestos de su existencia.

Desde hacía un tiempo yo presentía el final; lo supe con la misma certeza inapelable con que desperté un día de 1963 segura que desde hacía tan sólo algunas horas había una hija gestándose en mi vientre. La muerte vino con paso leve. Los sentidos de Paula fueron clausurándose uno a uno en las semanas anteriores, creo que ya no oía, estaba casi siempre con los ojos cerrados, no reaccionaba cuando la tocábamos o la movíamos. Se alejaba inexorablemente. Escribí una carta a mi hermano describiendo esos síntomas imperceptibles para los demás, pero evidentes para mí, anticipándome con una rara mezcla de angustia y alivio. Juan me contestó con una sola frase: estoy rezando por ella y por ti.

Separarme de Paula era un tormento insufrible, pero peor me resultaba verla agonizar despacio durante los siete años pronosticados por los palitos del I Ching. Aquel sábado llegó Inés temprano y preparamos los baldes de agua para bañarla y lavarle el cabello, su ropa del día y sábanas limpias, como hacíamos cada mañana. Cuando nos disponíamos a desnudarla notamos que estaba sumida en un sopor anormal, como un desmayo, lacia, con una expresión de infante, como si hubiera regresado a la edad inocente en que cortaba flores en el jardín de la Granny. Entonces adiviné que estaba lista para su última aventura y en un instante bendito la confusión y el terror de este año de quebrantos desaparecieron, dando paso a una diáfana tranquilidad. Váyase, Inés, quiero estar sola con ella, le pedí. La mujer se arrojó sobre Paula besándola, llévate mis pecados contigo y trata de que allá arriba me los perdonen, suplicaba, y no quiso irse hasta que le aseguré que ella la había escuchado y estaba dispuesta a servirle de correo. Fui a avisar a mi madre, quien se vistió de prisa y bajó a la habitación de Paula. Quedamos las tres solas, acompañadas por la gata instalada en un rincón con sus inescrutables pupilas de ámbar fijas en la cama, esperando. Willie hacía las compras del mercado y Celia y Nicolás no vienen los sábados, ese día asean su apartamento, así es que calculé que disponíamos de muchas horas para despedirnos sin interrupciones. Sin embargo mi nuera despertó esa mañana con un presentimiento y sin decir palabra dejó a su marido a cargo de las tareas domésticas, tomó a los dos niños y vino a vernos. Encontró a mi madre a un lado de la cama y a mí al otro, acariciando a Paula en silencio. Dice que apenas entró al cuarto percibió la inmovilidad del aire y la luz delicada que nos envolvía y comprendió que había llegado el momento tan temido y al mismo tiempo deseado. Se sentó junto a nosotras, mientras Alejandro jugaba con sus carritos en la silla de ruedas y Andrea dormitaba sobre la alfombra aferrada a su pañal. Un par de horas más tarde llegaron Willie y Nicolás y tampoco ellos necesitaron explicaciones. Encendieron fuego en la chimenea y pusieron la música preferida de Paula, conciertos de Mozart, Vivaldi, nocturnos de Chopin. Debemos llamar a Ernesto, decidieron, pero su teléfono en Nueva York no contestaba y calculamos que todavía venía volando desde la China y sería imposible ubicarlo.

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