— Me estás sermoneando como un cura, Juan…
— Paula no te pertenece. No debes prolongar su vida artificialmente, pero tampoco puedes acortarla.
— ¿Cuál es el límite del artificio? ¿Has visto el hospital que tengo instalado abajo? Controlo cada función de su cuerpo, mido con gotario hasta el agua que ingiere, hay una docena de frascos y jeringas sobre su mesa. Si no la alimento por ese tubo que tiene en el estómago, se muere de hambre en una semana porque ni siquiera puede tragar.
— ¿Te sientes capaz de suprimirle la comida?
— No, jamás. Pero si supiera cómo acelerar su muerte sin dolor, creo que lo haría. Si no lo hago yo, tarde o temprano le tocará a Nicolás y no es justo que él se eche encima esa responsabilidad.
Tengo un puñado de pastillas para dormir que estoy guardando desde hace meses, pero no sé si eso es suficiente.
— Ay, ay, hermana… ¿cómo se puede sufrir tanto?
— No lo sé. ¡Si pudiera entregarle mi vida y morir en su lugar!
Estoy perdida, no sé quién soy, trato de recordar quién era yo antes, pero sólo encuentro disfraces, máscaras, proyecciones, imágenes confusas de una mujer que no reconozco. ¿Soy la feminista que creía ser, o soy esa joven frívola que aparecía en televisión con plumas de avestruz en el trasero? ¿La madre obsesiva, la esposa infiel, la aventurera temeraria o la mujer cobarde? ¿Soy la que asilaba perseguidos políticos o la que escapó porque no pudo soportar el miedo? Demasiadas contradicciones…
— Eres todo eso y también el samurai que ahora pelea contra la muerte.
— Peleaba, Juan. Ya estoy vencida.
Tiempos muy duros, han pasado semanas de tanta zozobra que no quiero ver a nadie, apenas puedo hablar, comer o dormir, escribo durante horas interminables. Sigo perdiendo peso. Hasta ahora estaba tan ocupada luchando contra la enfermedad que logré engañarme e imaginar que podía ganar esta batalla de titanes, pero ahora sé que Paula se va, mis afanes son absurdos, está agotada, así me lo repite en sueños por la noche y cuando despierto al amanecer, cuando voy a caminar al bosque y la brisa me trae sus palabras. En apariencia todo sigue más o menos igual, salvo estos mensajes urgentes, su voz cada vez más débil pidiendo ayuda. No soy la única que la escucha, también las mujeres que la cuidan empiezan a despedirse de ella. La masajista decidió que no valía la pena continuar con las sesiones porque de todos modos la niña no responde, como dijo; el fisioterapeuta llamó por teléfono, tartamudeando, enredado en disculpas hasta que
acabó por confesar que esta enfermedad sin cura afecta su energía. Vino la dentista, una muchacha de la edad de Paula, con el mismo pelo largo y cejas gruesas, tan parecidas en verdad que pasarían por hermanas. Cada quince días le limpia los dientes con gran delicadeza para no hacerla sufrir, luego parte de prisa sin darme la cara, tratando de ocultar su expresión conmovida. Se niega a cobrar, hasta ahora no ha habido forma de que me pase la cuenta. Trabajamos juntas, porque Paula se pone rígida cuando intentan tocarle la cara, sólo yo puedo abrirle la boca y cepillarla. Esta vez la note preocupada, por mucho que me esmero en el aseo diario hay problemas con las encías. El doctor Shima pasa por aquí a menudo de vuelta de su trabajo y me trae recados de sus palitos del I Ching. Nos quedamos junto a la cama conversando del alma y de la aceptación de la muerte. Cuando ella se nos vaya sentiré un gran vacío, me he acostumbrado a Paula, es muy importante en mi vida, dice. También la doctora Forrester parece inquieta, después del último examen guardó silencio por largo rato mientras meditaba su diagnóstico y al fin dijo que desde el punto de vista clínico poco ha cambiado, sin embargo Paula parece cada vez más ausente, duerme demasiado, tiene la mirada vidriosa, ya no se sobresalta con los ruidos, sus funciones cerebrales han disminuido. A pesar de todo ha embellecido, las manos y tobillos más finos, el cuello más largo, las mejillas pálidas donde resaltan dramáticas sus largas pestañas negras, su rostro tiene una expresión angélica, como si por fin hubiera expiado las dudas y encontrado la fuente divina que tanto buscó. ¡Qué distinta es a mí! No reconozco nada mío en ella. Tampoco hay algo de mi madre o de mi abuela, excepto los grandes ojos oscuros un poco melancólicos. ¿Quién es esta hija mía? ¿qué azar de cromosomas navegando de una generación a otra en los espacios más recónditos de la sangre y la esperanza determinaron a esta mujer?
Nicolás y Celia nos acompañan, pasamos juntos buena parte del día en la habitación de Paula, ahora cerrada. En el verano bañábamos a los niños en la terraza en una piscina de plástico donde flotaban zancudos muertos y pedazos de galleta ensopados, mientras la enferma descansaba bajo una sombrilla, pero ahora que pasó el otoño y comienza el invierno, la casa se ha recogido y nos instalamos en su pieza. Celia es una aliada incondicional, generosa y firme, me sirve de secretaria desde hace meses; no tengo ánimo para hacer mi trabajo y sin ella perecería aplastada bajo una montaña de papeles. Lleva siempre a los niños en brazos o colgados de sus caderas, con la blusa desabotonada, lista para amamantar a Andrea. Esta nieta mía siempre está contenta, juega sola y duerme tirada por el suelo chupando la punta de un pañal, tan callada que se nos olvida dónde la hemos puesto y en un descuido podríamos pisarla. Apenas me acostumbre a la tristeza iniciaré mis oficios de abuela, inventaré cuentos para los niños, cocinaré galletas, fabricaré títeres y vistosos disfraces para llenar el baúl del teatro. Me hace falta la Granny, si estuviera viva tendría como ochenta años y sería una anciana estrafalaria con cuatro pelos en el cráneo y medio chiflada, pero con su talento para criar bisnietos intacto.
Este año ha transcurrido con inmensa lentitud, sin embargo no séudónde se me fueron las horas y los días. Necesito tiempo. Tiempo para despejar confusiones, cicatrizar y renovarme. ¿Cómo seré a los sesenta? La mujer que soy ahora no tiene una célula de la niña que fui, excepto la memoria que persiste y persevera. ¿Cuánto tiempo se requiere para recorrer este oscuro túnel? ¿Cuánto tiempo para volver a ponerme de pie?
Guardo la carta que Paula dejó sellada en la misma caja de lata donde están las reliquias de la Memé. A menudo la he sacado con reverencia, como un objeto sagrado, imaginando que contiene la explicación que ansío, tentada de leerla, pero también paralizada por un temor supersticioso. Me pregunto por qué una mujer joven, sana y enamorada, escribió
en plena luna de miel una carta para ser abierta después de su muerte, qué vio en sus pesadillas…
¿Qué misterios guarda la vida de mi hija? Ordenando fotografías antiguas la reencuentro fresca y vital, siempre abrazada a su marido, su hermano o sus amigos, en todas salvo las de su matrimonio está en bluyines, con una blusa sencilla, el pelo atado con un pañuelo y sin adornos; así debo recordarla, sin embargo esa muchacha risueña ha sido reemplazada por una figura melancólica sumida en la soledad y el silencio. Abramos la carta, me urgió Celia por milésima vez. En los últimos días no he podido comunicarme con Paula, ya no me visita, antes me bastaba entrar a su pieza y desde la puerta adivinaba su sed, sus calambres o los altibajos de la presión y la temperatura, pero ya no puedo adelantarme a sus necesidades. Está bien, abramos la carta, acepté finalmente. Busqué la caja, temblando rompí el sobre, extraje dos páginas escritas con su caligrafía precisa y leí en alta voz. Sus palabras claras nos llegaron desde otro tiempo:
No quiero permanecer atrapada en mi cuerpo. Liberada de él podré acompañar de más cerca a los que amo, aunque estén en ios cuatro extremos del planeta. Es difícil explicar los amores que dejo, lo profundo de los sentimientos que me unen a Ernesto, a mis padres, a mi hermano, a mis abuelos. Sé que me recordarán y mientras lo hagan estaré con ustedes. Quiero ser cremada y que repartan mis cenizas en la naturaleza, no deseo lápidas con mi nombre en parte alguna, prefiero quedar en el corazón de los míos y volver a la tierra. Tengo una cuenta de ahorros, úsenla para becar niños que necesiten educarse o comer. Repartan lo mío entre quienes deseen un recuerdo, no hay mucho, en verdad. Por favor no estén tristes, sigo con todos ustedes, pero más cerca que antes. En un tiempo más nos reuniremos en espritu, pero por ahora seguiremos juntos mientras me recuerden. Ernesto… te he amado profundamente y lo sigo haciendo; eres un hombre extraordinario y no dudo que también podrás ser feliz cuando yo me vaya. Mamá, papá, Nico, abuelos: