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Si vas a vivir en este desastre, al menos cásate, así la gente no murmura y consigues una visa decente ¿o piensas quedarte ilegal para siempre? preguntó en ese tono que tan bien conozco. La sugerencia provocó un arrebato de entusiasmo en Harleigh, quien ya se había habituado a mi presencia, y una crisis de pánico en Willie, que tenía dos divorcios a la espalda y un rosario de amores fracasados. Me pidió tiempo para pensarlo, lo cual me pareció razonable, y le di un plazo de veinticuatro horas o me volvía a Venezuela. Nos casamos.

Entretanto en Chile mis padres se preparaban para votar en el plebiscito que decidiría la suerte de la dictadura. Una de las cláusulas de la Constitución creada por Pinochet para legalizarse como Presidente, estipulaba que en 1988 se consultaría al pueblo para determinar la continuidad de su Gobierno, y en caso de ser rechazado se llamaría a elecciones democráticas al año siguiente; el General no imaginó que podía ser derrotado

en su propio juego.

Los militares, dispuestos a eternizarse en el poder, no calcularon que, a pesar de la modernización y el progreso económico, en esos años había aumentado el descontento y el pueblo había aprendido algunas duras lecciones y se había organizado. Pinochet orquestó una campaña masiva de propaganda, en cambio la oposición sólo obtuvo en la televisión quince minutos diarios a las once de la noche, cuando se esperaba que todo el mundo estuviera durmiendo.

Instantes antes de la hora señalada sonaban las alarmas de tres millones de relojes y los chilenos se sacudían el sueño para ver ese fabuloso cuarto de hora en que el ingenio popular alcanzó niveles de genialidad. La campaña del NO se caracterizó por humor, juventud y espíritu de reconciliación y esperanza. La campaña del SI era un engendro de himnos militares, amenazas, discursos del General rodeado de emblemas patrióticos, trozos de antiguos documentales que mostraban al pueblo haciendo cola en tiempos de la Unidad Popular. Si todavía quedaban indecisos, la chispa del NO venció a la pesada majadería del SI y Pinochet perdió el plebiscito. Ese año aterricé con Willie en Santiago después de trece años de ausencia, en un glorioso día de primavera. De inmediato me rodeó un grupo de carabineros y alcancé a sentir nuevamente el mordisco del terror, pero pronto comprendí asombrada que no estaban allí para conducirme a prisión, sino para defenderme del acoso de una pequeña multitud que intentaba saludarme llamando mi nombre. Pensé que me confundían con mi prima Isabel, hija de Salvador Allende, pero varias personas se adelantaron con mis libros para que los firmara. Mi primera novela había desafiado la censura circulando de mano en mano en fotocopias hasta que pudo entrar por la puerta ancha a las librerías, ganando así el interés de lectores benevolentes que tal vez la leyeron por puro espíritu de contradicción. Después supe que un periodista amigo había anunciado mi llegada por la radio y la visita discreta que había planeado se convirtió en noticia. Por hacerme una broma también publicó que me había casado con un millonario de Texas, dueño de pozos petroleros, así adquirí un prestigio imposible de alcanzar con la literatura. No puedo describir la emoción que sentí al cruzar los picos majestuosos de la cordillera de los Andes y pisar otra vez mi tierra, respirar el aire tibio del valle, escuchar nuestro acento y recibir en Inmigración ese saludo en tono solemne, casi como una advertencia, típico de nuestros funcionarios públicos. Sentí que me flaqueaban las rodillas y Willie me sostuvo mientras pasábamos el control y luego vi a mis padres y a la Abuela Hilda con los brazos extendidos. Esa vuelta a mi patria es para mí la metáfora perfecta de mi existencia. Salí huyendo asustada y sola en un atardecer nublado de invierno y regresé triunfante de la mano de mi marido en una mañana espléndida de verano. Mi vida está hecha de contrastes, he aprendido a ver los dos lados de la moneda. En los momentos de más éxito no pierdo de vista que otros de gran dolor me aguardan en el camino, y cuando estoy sumida en la desgracia espero el sol que saldrá más adelante. En ese primer viaje tuve una acogida cariñosa, pero tímida, porque todavía apretaba el puño de la dictadura. Fui a Isla Negra a visitar la casa de Pablo Neruda, abandonada por muchos años, donde el fantasma del viejo poeta todavía se sienta frente al mar a escribir versos inmortales y donde el viento toca la gran campana marinera para llamar a las gaviotas. En la cerca de tablas que rodea la propiedad hay cientos de mensajes, muchos escritos a lápiz sobre las sombras desteñidas de otros ya borrados por los caprichos del clima, algunos tallados a cuchillo en la madera corroída por la sal del mar. Son recados de esperanza para el vate que aún vive en el corazón de su pueblo.

Me encontré con mis amigas y volví a ver a Francisco, que había cambiado poco en esos

trece años. Fuimos juntos al Cerro San Cristóbal a ver el mundo desde arriba y recordar la época en que nos refugiábamos allí para escapar de la brutalidad cotidiana y compartir un amor tan casto, que nunca nos hemos atrevido a ponerlo en palabras. Visité a Michael, casado y abuelo de otra familia, instalado en la casa que construyó su padre, viviendo exactamente la vida que planeó en la juventud, como si las pérdidas, las traiciones, el exilio y otras desgracias fueran sólo un paréntesis en la perfecta organización de su destino. Me recibió con amabilidad, anduvimos por las calles de nuestro antiguo barrio y tocamos el timbre de la casa donde se criaron Paula y Nicolás, insignificante, con su peluca de paja y el cerezo junto a la ventana. Nos abrió la puerta una mujer sonriente que escuchó nuestras razones sentimentales de buen talante y sin más nos dejó entrar y recorrerla entera. En el suelo había juguetes de otros niños y en las paredes las fotografías de otros rostros, pero todavía perduraban nuestros recuerdos en el ambiente. Todo parecía reducido de tamaño, con esa suave pátina sepia de las memorias casi olvidadas. Me despedí de Michael en la calle y apenas lo perdí de vista me eché a llorar sin consuelo. Lloraba por esos tiempos perfectos de la primera juventud, cuando nos amábamos sinceramente y pensábamos que sería para siempre, cuando los hijos eran pequeños y nos creíamos capaces de protegerlos de todo mal. ¿Qué nos pasó? Tal vez estamos en el mundo para buscar el amor, encontrarlo y perderlo, una y otra vez. Con cada amor volvemos a nacer y con cada amor que termina se nos abre una herida. Estoy llena de orgullosas cicatrices.

Un año más tarde regresé a votar para las primeras elecciones desde el Golpe Militar. Una vez perdido el plebiscito y cazado en las redes de su propia Constitución, Pinochet debió llamar a elecciones. Se presentó con la arrogancia del vencedor, sin imaginar jamás que la oposición pudiera derrotarlo, porque contaba con la unidad monolítica de las Fuerzas Armadas, el apoyo de los más poderosos sectores económicos, una millonaria campaña de propaganda y el temor que muchos sentían de la libertad. También tenía a su favor la trayectoria de disputas irreconciliables entre los partidos políticos, un pasado de tantos rencores y cuentas pendientes que resultaba casi imposible lograr un acuerdo; sin embargo, el rechazo a la dictadura pesó más que las diferencias ideológicas, se formó una concertación de partidos opositores al Gobierno y en 1989 su candidato ganó la elección, convirtiéndose en el primer Presidente legítimo después de Salvador Allende.

Pinochet debió entregar la banda y el sillón presidenciales y dar un paso atrás, pero no se retiró del todo, su espada continuó suspendida sobre el cuello de los chilenos. El país despertó de un letargo de dieciséis años y dio sus primeros pasos en una democracia de transición en la cual el General Pinochet continuaba como Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas por ocho años más, una parte del Congreso y toda la Corte Suprema habían sido designadas por él y las estructuras militares y económicas permanecían intactas. No habría justicia para los crímenes cometidos, los autores estaban protegidos por una ley de amnistía que ellos mismos decretaron en su favor. No permitiré que se toque un pelo de mis soldados, amenazó Pinochet, y el país acató sus condiciones en silencio por temor a otro Golpe. Las víctimas de la represión, los Maureira y miles de otros debieron postergar sus duelos y seguir esperando. Tal vez la justicia y la verdad habrían ayudado a cicatrizar las profundas heridas de Chile, pero la soberbia de los militares lo impidió. La democracia debería avanzar con lento y torcido paso de cangrejo.

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