— Levanta la cabeza, baja los hombros, sonríe mujer, no mires el suelo, camina cruzando las piernas lentamente una delante de la otra. ¡Te repito que sonrías! No aletees con los brazos porque con tantas plumas pareces una gallina clueca. ¡Cuidado con las antorchas, no me vayas a quemar las plumas, mira que cuestan carísimas! Ondula las caderas, hunde la barriga, respira. Si no respiras te mueres.
Procuré seguir sus órdenes, pero él suspiraba y se tapaba los ojos con una mano lánguida, mientras las antorchas se consumían rápidamente y los romanos dirigían la vista
hacia el techo con expresión de fastidio. En un descuido me asomé por la cortina y eché una mirada al público, una bulliciosa masa de hombres impacientes porque llevábamos quince minutos de atraso. No me alcanzó el valor para enfrentarlos, decidí que la muerte era preferible y escapé hacia la salida. La cámara de televisión me había filmado de frente durante el ensayo, descendiendo por la escalera alumbrada por las antorchas olímpicas de los atletas de oro, después registró la imagen por atrás de una corista verdadera bajando la misma escalera con las cortinas abiertas y los aullidos de la muchedumbre. Editaron la película en el Canal y aparecí en el programa con mi cara y mis hombros, pero con el cuerpo perfecto de la estrella máxima del teatro frívolo del país. Los chismes cruzaron la cordillera y alcanzaron a mis padres en Buenos Aires.
El señor Embajador debió explicar a la prensa amarilla que la sobrina del Presidente Allende no bailaba desnuda en un espectáculo pornográfico, se trataba de un lamentable alcance de nombre. Mi suegro esperaba su telenovela favorita cuando me vio aparecer sin ropa y el susto le cortó el aire en los pulmones. Mis compañeras de la revista celebraron mi reportaje sobre el mundo del bataclán, pero el gerente de la editorial, católico observante y padre de cinco hijos, lo consideró una afrenta grave. Entre tantas actividades yo dirigía la única revista para niños del mercado y ese escándalo constituía un pésimo ejemplo para la juventud. Me llamó a su oficina para preguntarme cómo me atrevía a exhibir el trasero prácticamente desnudo ante todo el país y debí confesar que por desgracia no era el mío, se trataba de un truco de televisión. Me miró de arriba abajo y me creyó al instante. Por lo demás, el asunto no tuvo mayores consecuencias. Nicolás y tú llegaron desafiantes al colegio contando a quien quisiera oír que la señora de las plumas era su mamá, eso cortó las burlas en seco y hasta me tocó firmar algunos autógrafos. Michael se encogió de hombros divertido y no dio explicaciones a los amigos que comentaron envidiosos el cuerpo espectacular de su mujer. Más de uno me quedaba mirando con expresión desconcertada, sin imaginar cómo ni por qué yo ocultaba bajo mis largos vestidos hippies los formidables atributos físicos que había mostrado tan generosamente en la pantalla. Por prudencia no aparecí delante del Tata en un par de días, hasta que me llamó muerto de la risa para decirme que el programa le había parecido casi tan bueno como la lucha libre en el Teatro Caupolicán, y que era una maravilla cómo en la televisión todo se veía mucho mejor que en la vida real. A diferencia de su marido, quien se negó a salir a la calle durante un par de semanas, la Granny se vanagloriaba de mi hazaña. En privado me confesó que cuando me vio descender por aquella escalera entre doble fila de áureos gladiadores, se sintió plenamente realizada porque ésa había sido siempre su fantasía más secreta. Para entonces mi suegra ya había empezado a cambiar, se veía agitada y a veces abrazaba a los niños con los ojos llenos de lágrimas, como si tuviera la intuición de que una sombra terrible amenazaba su precaria felicidad. Las tensiones en el país habían alcanzado proporciones violentas y ella, con esa sensibilidad profunda de los más inocentes, presentía algo grave. Bebía pisco ordinario y ocultaba los envases en sitios estratégicos. Tú, Paula, que la amabas con una compasión infinita, descubrías uno a uno los escondites y sin decir palabra te llevabas las botellas vacías y las enterrabas entre las dalias del jardín.
Entretanto mi madre, agotada por las presiones y el trabajo de la Embajada, había partido a una clínica en Rumania, donde la famosa doctora Aslan hacía milagros con pildoritas geriátricas. Pasó un mes en una celda conventual curándose de males reales e imaginarios y revisando en su memoria las viejas cicatrices del pasado. La habitación del lado estaba ocupada por un venezolano encantador que se conmovió al oír su llanto y un día se atrevió a golpear su puerta. ¿Qué es lo que te pasa, chica? No hay nada que no pueda
curarse con un poco de música y un trago de ron, dijo al presentarse. Durante las siguientes semanas ambos se instalaban en sus sillas de reposo bajo los cielos nublados de Bucarest, vestidos con sus batas reglamentarias y chancletas como dos viejos plañideros, a contarse las vidas sin pudor porque suponían que jamás volverían a verse. Mi madre compartió su pasado y a cambio él le confió sus secretos; ella le mostró algunas de mis cartas y él las fotografías de su mujer y sus hijas, únicas pasiones verdaderas de su existencia. Al término del tratamiento se encontraron en la puerta del hospital para despedirse, mi madre en su elegante atuendo de viaje, con los ojos verdes lavados por el llanto y rejuvenecida por el prodigioso arte de la doctora Aslan, y el caballero venezolano con su traje de viaje y su ancha sonrisa de dientes impecables, y casi no se reconocieron. Conmovido, él intentó besar la mano de esa amiga que había escuchado sus confesiones, pero antes que alcanzara a terminar el gesto ella lo abrazó. Nunca te olvidaré, le dijo. Si alguna vez me necesitas, estaré siempre a tus órdenes, replicó él. Se llamaba Valentín Hernández, era un político poderoso en su país y fue fundamental en el futuro de nuestra familia pocos años más tarde, cuando los vientos de la violencia nos lanzaron en diferentes direcciones.
Los reportajes en la revista y los programas de televisión me dieron una cierta visibilidad; tanto me felicitaba o me insultaba la gente en la calle, que terminé por pensar que era una especie de celebridad. En el invierno de 1973 Pablo Neruda me invitó a visitarlo en Isla Negra. El poeta estaba enfermo, dejó su puesto de la Embajada en París y se instaló en Chile en su casa de la costa, donde dictaba sus memorias y escribía sus últimos versos mirando el mar. Me preparé mucho para esa cita, compré una grabadora nueva, hice listas de preguntas, releí parte de su obra y un par de biografías, también hice revisar el motor de mi viejo Citroen, para que no me fallara en tan delicada misión. El viento silbaba entre pinos y eucaliptos, el mar estaba gris y lloviznaba en el pueblo de casas cerradas y calles vacías. El poeta vivía en un laberinto de madera y piedra, criatura caprichosa formada de construcciones añadidas y parches. En el patio había una campana marinera, esculturas, maderos de naufragios rescatados del mar y por un acantilado de rocas se divisaba la playa, donde se estrellaba infatigable el Pacífico. La vista se perdía en la extensión sin límites del agua oscura contra un cielo de plomo. El paisaje, de una pureza de acero, gris sobre gris, palpitaba. Pablo Neruda, con un poncho en los hombros y una gorra coronando su gran cabeza de gárgola, me recibió sin formalidades, diciendo que le divertían mis artículos de humor, a veces les sacaba fotocopia y se los enviaba a los amigos. Estaba débil, pero le alcanzó la fuerza para conducirme por los maravillosos vericuetos de esa cueva atiborrada de modestos tesoros, mostrándome sus colecciones de conchas, de botellas, de muñecas, de libros y cuadros. Era un comprador infatigable de objetos: Amo todas las cosas, no sólo las supremas, sino las infinitamente chicas, el dedal, las espuelas, los platos, los floreros… También gozaba la comida. Nos sirvieron de almuerzo congrio al horno, ese pez de carne blanca y firme, rey de los mares chilenos, con vino blanco seco y frío.