Contábamos con un piano desafinado, al que en un arranque fantasioso yo había pintado de verde limón y decorado con una cortesana recostada en un diván. La casa entera retumbaba con estremecimientos telúricos cuando ese coro monumental danzaba como vestales griegas, brincaban al ritmo de un rock'n roll, lucían las enaguas en un frenético cancán y saltaban en punta de pies bajo los acordes levísimos de un Lago de los cisnes que hubiera liquidado a Tchaikovsky de un síncope. Michael debió reforzar el piso del escenario y el de nuestra casa para que no se hundieran con aquellas embestidas de paquidermos. Esas mujeres, que nunca habían hecho ejercicio físico, comenzaron a adelgazar de modo alarmante y para evitar que sus carnes sensuales se derritieran, la Granny las alimentaba con grandes ollas de tallarines con crema y tartas de manzana. Para el estreno de la obra pusimos un letrero en el foyer pidiendo que en vez de ofrecer a las coristas ramos de flores, por favor les mandaran pizza. Así mantuvieron las colinas redondas y hondanadas profundas de sus vastos territorios carnales a lo largo de dos años de arduo trabajo, incluyendo giras por el resto del país. Michael, entusiasmado con esas aventuras artísticas, pasaba seguido al teatro y vio esos espectáculos tantas veces que los conocía de memoria y en una emergencia hubiera podido reemplazar a cualquiera de los actores, incluyendo a las voluminosas vestales del coro. También Nicolás y tú se aprendieron las canciones y diez años más tarde, cuando yo no recordaba ni los títulos de las obras, ustedes todavía podían representarlas enteras. Mi abuelo asistió varias veces, primero por sentido de familia y luego por darse un gusto, y en cada oportunidad al caer
el telón aplaudía y gritaba de pie, enarbolando su bastón. Se enamoró de las coristas y me daba largas disertaciones sobre la gordura como parte de la hermosura y el horror contra natura que significaban las modelos desnutridas de las revistas de moda. Su ideal de belleza era la dueña de la licorería con su pechuga de valkiria, su trasero epopéyico y su buena disposición para venderle ginebra disimulada en botellas de agua mineral, con ella soñaba a hurtadillas para que no lo sorprendiera el fantasma vigilante de la Memé.
Los bailes de Aurelia, la poetisa epiléptica de tu sala, con sus boas de plumas despelucadas y sus vestidos de lunares, me recuerdan aquellas obesas bailarinas y también una aventura personal. Ataviada con sus ropajes de zarzuela, Aurelia se contonea en la madurez de su vida con mucha más gracia de la que yo tenía en mi juventud. Un día apareció un aviso en el periódico ofreciendo trabajo en un teatro frívolo a muchachas jóvenes, altas y bonitas. La directora de la revista me ordenó conseguir el empleo, introducirme tras las bambalinas y escribir un reportaje sobre las vidas de esas pobres mujeres, como las definió con su máximo rigor feminista. Yo estaba lejos de cumplir los requisitos que exigía el aviso, pero se trataba de uno de esos reportajes que nadie más quería hacer. No me atreví a ir sola y le pedí a una buena amiga que me acompañara. Nos vestimos con las ropas vistosas que suponíamos usan las bataclanas en la calle y le pusimos un broche de brillantes falsos en el copete a mi perro, un bastardo de mal carácter a quien bautizamos Fifí para la ocasión. Su verdadero nombre era Drácula. Al vernos así ataviadas, Michael decidió que no podíamos salir de la casa sin protección y como no teníamos con quién dejar a los niños, fuimos todos. El teatro quedaba en pleno centro de la ciudad, fue imposible estacionar el automóvil cerca y debimos caminar varias cuadras. Adelante marchábamos mi amiga y yo con Drácula en brazos y en la retaguardia Michael a la defensiva con sus dos hijos de la mano.
El trayecto fue como una corrida de toros, los varones nos embestían con entusiasmo lanzándonos cornadas y gritando olé; eso nos dio confianza. Una larga fila aguardaba ante la boletería para comprar entradas, sólo hombres, por supuesto, la mayoría viejos, algunos conscriptos en su día libre y un curso de adolescentes bulliciosos en uniforme escolar, que naturalmente enmudecieron al vernos. El portero, tan decrépito como el resto del lugar, nos condujo por una vetusta escalera hacia un segundo piso. Como en las películas, esperábamos encontrarnos ante un pandillero gordo con anillo de rubí y un cigarro masticado, pero en un enorme desván en penumbra, cubierto de polvo y sin muebles, nos recibió una señora con aspecto de tía de provincia arropada en un abrigo parduzco, con gorro de lana y guantes de dedos recortados. Cosía un vestido de lentejuelas bajo una lámpara, a sus pies ardía un brasero a carbón como única fuente de calor, y en otra silla descansaba un gato gordo, quien al ver a Drácula se erizó como un puercoespín. En una esquina se alzaba un triple espejo de cuerpo entero con un marco desportillado y del techo colgaban en grandes bolsas de plástico los vestidos del espectáculo, incongruentes pájaros de plumas iridiscentes en aquel lúgubre lugar.
— Venimos por el aviso–dijo mi amiga, con forzado acento de barrio del puerto.
La buena mujer nos miró de pies a cabeza con expresión de duda, algo no calzaba en sus esquemas. Nos preguntó si teníamos experiencia en el oficio y mi amiga se lanzó en un resumen de su biografía: se llamaba Gladys, era peluquera de día y cantante nocturna, tenía buena voz, pero no sabía bailar, aunque estaba dispuesta a aprender, seguro no era tan difícil. Antes de que yo alcanzara a proferir palabra me señaló con un dedo y agregó que su compañera se llamaba Salomé y era estrella frívola con larga trayectoria en Brasil,
donde tenía un espectáculo de gran éxito, en el cual aparecía desnuda en escena, Fifí, el can amaestrado, traía la ropa en el hocico y un mulato grandote me la ponía. El artista de color no se había presentado por hallarse en el hospital recién operado de apendicitis, dijo. Cuando mi amiga terminó su perorata, la mujer había dejado de coser y nos observaba con la boca abierta.
— Desnúdense–nos ordenó. Creo que sospechaba algo.
Con esa falta de pudor de las personas delgadas, mi compañera se quitó la ropa, se colocó unos zapatos dorados de tacones altos y desfiló ante la señora del abrigo color musgo. Hacía un frío glacial.
— Está bien, no tiene senos, pero aquí rellenamos todo. Ahora le toca a Salomé–me apuntó la tía con un índice perentorio.
No había anticipado ese detalle, pero no me atreví a negarme. Me desnudé tiritando, me sonaban los dientes, y descubrí con horror que llevaba calzones de lana tejidos por la Abuela Hilda. Sin soltar al perro, que le gruñía al gato, me encaramé en los zapatos dorados, demasiado grandes para mí, y eché a andar arrastrando los pies con aire de pato herido. De súbito mis ojos dieron con el espejo y me vi en esa facha, por triplicado y desde todos los ángulos. Aún no me repongo de aquella humillación.
— A usted le falta estatura, pero no está mal. Le pondremos plumas más largas en la cabeza y bailará adelante, para que no se note. El perro y el negro están de más, aquí tenemos nuestro propio espectáculo. Vengan mañana para comenzar los ensayos. El sueldo no es mucho, pero si son gentiles con los caballeros, hay buenas propinas.
Eufóricas, nos reunimos en la calle con Michael y los niños, sin poder creer el tremendo honor de haber sido aceptadas al primer intento. No sabíamos que había una crisis permanente de coristas y en su desesperación los empresarios del teatro estaban dispuestos a contratar hasta un chimpancé. Pocos días después me encontré vestida con los verdaderos atuendos de una bataclana, es decir, un rectángulo de lentejuelas brillantes en el pubis, una esmeralda en el ombligo, pompones luminosos en los pezones y sobre la cabeza un casco de plumas de avestruz pesado como un saco de cemento. Por detrás nada. Me miré en el espejo y comprendí que el público me recibiría con una lluvia de tomates, los espectadores pagaban por ver carnes firmes y profesionales, no las de una madre de familia sin atributos naturales para aquel oficio. Para colmo se había presentado un equipo de la Televisión Nacional a filmar el espectáculo de esa noche, estaban instalando sus cámaras mientras el coreógrafo intentaba enseñarme a bajar por una escalera, entre doble fila de mozos musculosos, pintados de dorado y vestidos de gladiadores, que sostenían antorchas encendidas.