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¿Quién era Salvador Allende? No lo sé y sería pretencioso de mi parte intentar describirlo, se requieren muchos volúmenes para dar una idea de su compleja personalidad, su difícil gestión y el papel que ocupa en la historia. Por años lo consideré un tío más en una familia numerosa, único representante de mi padre; fue después de su muerte, al salir de Chile, cuando comprendí su dimensión legendaria. En privado fue buen amigo de sus amigos, leal hasta la imprudencia, no podía concebir una traición y le costó mucho darse cuenta cuando fue traicionado. Recuerdo la rapidez de sus respuestas y su sentido del humor. Había sido derrotado en un par de campañas y era todavía joven cuando una periodista le preguntó qué le gustaría ver en su epitafio y él replicó al instante: aquí yace el futuro presidente de Chile. Me parece que sus rasgos más notorios fueron integridad, intuición, valentía y carisma; seguía sus corazonadas, que rara vez le fallaban, no retrocedía ante el riesgo y era capaz de seducir tanto a las masas como a los individuos. Se comentaba que podía manipular cualquier situación a su favor, por eso el día del Golpe Militar los generales no se atrevieron a enfrentarlo en persona y prefirieron comunicarse con él por teléfono y a través de mensajeros. Asumió el cargo de Presidente con tal dignidad que parecía arrogante, tenía gestos ampulosos de tribuno y una manera de caminar característica, muy erguido, sacando pecho y casi en la punta de los pies, como un gallo de pelea. Descansaba muy poco por la noche, sólo tres o cuatro horas, solía ver el amanecer leyendo o jugando al ajedrez con sus más fieles amigos, pero podía dormir durante pocos minutos, por lo general en el automóvil, y despertaba fresco. Era un hombre refinado, amante de perros de raza, objetos de arte, ropa elegante y mujeres fuertes. Cuidaba mucho su salud, era prudente con la comida y el alcohol. Sus enemigos lo acusaban de rajadiablo y llevaban minuciosa cuenta de sus gustos burgueses, amoríos, chaquetas de gamuza y corbatas de seda. La mitad de la población temía que llevara al

país a una dictadura comunista y se dispuso a impedirlo a toda costa, mientras la otra mitad celebraba el experimento socialista con murales de flores y palomas.

Entretanto yo andaba en la luna, escribiendo frivolidades y haciendo locuras en televisión, sin sospechar las verdaderas proporciones de la violencia que se gestaba en la sombra y que finalmente nos caería encima. Cuando el país estaba en plena crisis, la directora de la revista me mandó a entrevistar a Salvador Allende para averiguar qué pensaba de la Navidad.

Preparábamos el número de diciembre con mucha anticipación y no era fácil acercarse en octubre al Presidente, que tenía en la mente urgentes asuntos de Estado, pero aproveché una visita en casa de mis padres para abordarlo con timidez. No me preguntes huevadas, hija, fue su escueta respuesta. Así empezó y terminó mi carrera como periodista política. Seguí garrapateando horóscopos de factura doméstica, decoración, jardín y crianza de hijos, realizando entrevistas con personajes estrambóticos, el Correo del Amor, crónicas de cultura, arte y viajes. Delia desconfiaba de mí, me acusaba de inventar reportajes sin moverme de mi casa y de poner mis opiniones en boca de los entrevistados, por eso rara vez me asignaba temas importantes.

A medida que el abastecimiento empeoraba, la tensión se hizo insoportable y la Granny comenzó a beber más. Siguiendo las instrucciones de su marido, salía a menudo a la calle con las vecinas para protestar contra la escasez de alimentos del modo usual, golpeando cacerolas. Los hombres permanecían invisibles mientras las mujeres desfilaban con sartenes y cucharones en una sonajera de fin de mundo. El ruido es inolvidable, empezaba como un gong solitario, se sumaba el martilleo en los patios de las casas hasta que el bullicio se contagiaba y se repartía exaltando los ánimos, pronto las mujeres salían a la calle y una algarabía ensordecedora convertía media ciudad en un infierno. La Granny lograba ponerse a la cabeza de la manifestación y la desviaba para evitar que pasara frente a nuestra casa, donde se sabía que vivía alguien de la familia Allende. De todos modos, en la eventualidad de que las agresivas señoras nos atacaran, la manguera estaba siempre preparada para disuadirlas con chorros de agua fría. Las diferencias ideológicas no alteraron la camaradería con mi suegra, compartíamos los niños, las cargas de la vida cotidiana, planes y esperanzas, en el fondo ambas pensábamos que nada podría separarnos. Para darle cierta independencia le abrí una cuenta en el banco, pero al cabo de tres meses debí cerrarla porque ella nunca entendió el mecanismo, creía que mientras le quedaran cheques en el libreto había dinero en la cuenta, no anotaba los gastos y en menos de una semana consumió los fondos en regalos para los nietos. La política tampoco alteró la paz entre Michael y yo, nos amábamos y éramos buenos compañeros.

En esa época comenzó mi pasión por el teatro. El tío Ramón fue nombrado Embajador justo cuando en América Latina se ponían de moda los secuestros de personajes públicos. La posibilidad de que eso le sucediera me inspiró una obra de teatro: un grupo de guerrilleros rapta a un diplomático para canjearlo por presos políticos. La escribí a gran velocidad, me senté a la máquina y no pude dormir ni comer hasta que puse la palabra fin tres días más tarde. Una prestigiosa compañía aceptó ponerla en escena y así fue como me encontré una noche leyéndola con los actores en torno a una mesa en un escenario desnudo, a media luz, entre ráfagas de corrientes de aire, con los abrigos puestos y provistos de termos con té. Cada actor leyó y analizó su parte poniendo en evidencia los garrafales errores del texto. A medida que avanzaba la lectura me sumía en la silla hasta

que desaparecí bajo la mesa, por último recogí los libretos avergonzada, partí a casa y los rehice desde la primera línea, estudiando cada personaje por separado para darles coherencia. La segunda versión estaba algo mejor, pero faltaba más tensión y un desenlace dramático. Asistí a todos los ensayos e incorporé la mayor parte de las modificaciones que me señalaron, así aprendí algunos trucos que más tarde resultaron útiles para las novelas. Diez años después, al escribir La casa de ¡os espíritus, recordé esas sesiones en torno a una mesa en el teatro y procuré que cada personaje tuviera una biografía completa, un carácter definido y una voz propia, aunque en el caso de ese libro los desafueros de la historia y la tenaz indisciplina de los espíritus malograron mis intenciones. La obra se llamó lógicamente El embajador y la dediqué al tío Ramón, quien no pudo verla porque estaba en Buenos Aires. Se estrenó con buena crítica, pero no puedo atribuirme el mérito porque fueron el director y los actores quienes realmente hicieron el trabajo, de mi idea original sólo quedaron unas hilachas. Se me ocurre que salvó a mi padrastro de ser raptado, porque de acuerdo con la ley de probabilidades era imposible que le ocurriera en la vida real lo que yo había puesto sobre un escenario, sin embargo no protegió a otro diplomático que fue secuestrado en Uruguay y sufrió las pruebas que imaginé en la seguridad de mi casa en Santiago. Ahora tengo más cuidado con lo que escribo porque he comprobado que si algo no es cierto ahora, mañana puede serlo. Otra compañía me pidió un guión y terminé haciendo un par de comedias musicales que llamamos café–concierto a falta de un nombre para definir su género y que se estrenaron con éxito inesperado. La segunda resultó memorable porque contaba con un coro de damas gordas para animar el espectáculo con cantos y bailes. No fue fácil conseguir mujeres obesas y atractivas dispuestas a hacer el ridículo sobre un escenario; con el director nos colocamos en una esquina concurrida del centro y a cada señora rubicunda que veíamos pasar la deteníamos para preguntarle si deseaba ser actriz. Muchas aceptaban con entusiasmo, pero apenas comprendían las exigencias del trabajo partían en estampida, nos costó varias semanas conseguir seis aspirantes. Como el teatro estaba ocupado con otra producción, los ensayos se llevaban a cabo en la exigua sala de nuestra casa, que debíamos vaciar de muebles.

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