Habló de las memorias que intentaba escribir antes que se las birlara la muerte, de mis artículos de humor–sugirió que los recopilara en un libro–y de cómo había descubierto en diversos lugares del mundo sus mascarones de proa, esas enormes tallas de madera con rostro y senos de sirena, que presidían las naves antiguas. Estas bellas muchachas nacieron para vivir entre las olas, dijo, se sienten desgraciadas en tierra firme, por eso las rescato y las coloco mirando hacia el mar. Se refirió largamente a la situación política, que lo llenaba de angustia, y se le quebró la voz al hablar de su país dividido en extremos violentos. Los diarios de la derecha publicaban titulares a seis columnas:
¡Chilenos, junten odio! e incitaban a los militares a tomar el poder y a Allende a renunciar a la Presidencia o cometer suicidio, como había hecho el Presidente Balmaceda el siglo pasado para evitar una guerra civil.
— Debieran tener más cuidado con lo que piden, no vaya a ser que lo consigan–suspiró el poeta.
— En Chile nunca habrá un golpe militar, don Pablo. Nuestras Fuerzas Armadas respetan la democracia–traté de tranquilizarlo con los clichés tantas veces repetidos.
Después del almuerzo empezó a llover, la habitación se llenó de sombras y la mujer portentosa de un mascarón de proa cobró vida, se desprendió del madero y nos saludó con un estremecimiento de sus senos desnudos. Comprendí entonces que el poeta estaba cansado, a mí se me había ido el vino a la cabeza y debía apresurarme.
— Si le parece, hacemos la entrevista… — le sugerí.
— ¿Qué entrevista ?
— Bueno… a eso vine ¿no?
— ¿A mí? ¡Jamás permitiría que me sometiera a semejante prueba! — se rió-. Usted debe ser la peor periodista de este país, hija. Es incapaz de ser objetiva, se pone al centro de todo, y sospecho que miente bastante y cuando no tiene una noticia, la inventa. ¿Por qué no se dedica a escribir novelas mejor? En la literatura esos defectos son virtudes.
Mientras te cuento esto, Aurelia se prepara para recitar una poesía compuesta especialmente para ti, Paula. Le pedí que no lo hiciera porque sus versos me desmoralizan, pero ella insiste. No tiene confianza en los médicos, cree que no te recuperarás.
— ¿Usted cree que se pusieron todos de acuerdo para mentirme, Aurelia?
— ¡Ay, mujer, qué inocente es usted! ¿No ve que entre ellos siempre se protegen? Nunca admitirán que fregaron a su niña, son unos bribones con poder sobre la vida y la muerte. Se lo digo yo, que he vivido de hospital en hospital. Si supiera las cosas que me ha tocado ver…
Su extraño poema es sobre un pájaro con las alas petrificadas.
Dice que ya estás muerta, que quieres irte, pero no puedes hacerlo porque yo te retengo, te peso como un ancla en los pies.
— No se afane tanto por ella, Isabel. ¿No ve que en realidad está luchando contra ella? Paula ya no está aquí, mírele los ojos, son como agua negra. Si no conoce a su madre es que ya se fue, acéptelo de una vez.
— Cállese, Aurelia…
— Déjela que hable, los locos no mienten–suspira el marido de Elvira.
¿Qué hay al otro lado de la vida? ¿Es sólo noche silenciosa y soledad? ¿Qué queda cuando no hay deseos, recuerdos ni esperanzas?
¿Qué hay en la muerte? Si pudiera permanecer inmóvil, sin hablar ni pensar, sin suplicar, llorar, recordar o esperar, si pudiera sumergirme en el silencio más completo, tal vez entonces podría oírte, hija.
A comienzos de 1973 Chile parecía un país en guerra, el odio gestado en la sombra día a día se había desatado en huelga, sabotaje y actos de terrorismo de los cuales se acusaban mutuamente los extremistas de izquierda y derecha. Grupos de la Unidad Popular se apoderaban de terrenos privados donde establecían poblaciones, fábricas para nacionalizarlas y bancos para intervenirlos, creando tal clima de inseguridad que la oposición al Gobierno no tuvo que esmerarse demasiado para sembrar el pánico. Los enemigos de Allende perfeccionaron sus métodos agravando los problemas económicos hasta convertirlos en ciencia, circulaban rumores de espanto incitando a la gente a retirar el dinero de los bancos, quemaban cosechas y mataban ganado, hacían desaparecer del mercado artículos fundamentales, desde cauchos para camiones hasta minúsculas piezas de los más sofisticados aparatos electrónicos. Sin agujas ni algodón, los hospitales se paralizaban, sin repuestos para las máquinas, no funcionaban las fábricas. Bastaba eliminar una sola pieza y se detenía una industria completa, así quedaron miles de obreros en la calle. En respuesta los trabajadores Se organizaban en comités, expulsaban a los jefes, tomaban el mando en sus manos y levantaban campamentos en la puerta, vigilando día y noche para que los dueños no arruinaran sus propias empresas. Empleados de bancos y funcionarios de la administración pública también montaban guardia para evitar que sus colegas del bando contrario mezclaran papeles en los archivos, destruyeran documentos y colocaran bombas en los baños. Se perdían horas preciosas en interminables reuniones donde se pretendía tomar decisiones colectivas, pero todos se disputaban la palabra para exponer sus puntos de vista sobre insignificancias y rara vez se lograba un acuerdo; aquello que normalmente decidía el jefe en cinco minutos, a los empleados les tomaba una semana de discusiones bizantinas y votaciones democráticas. En mayor escala, lo mismo ocurría en el Gobierno, los partidos de la Unidad Popular se repartían el poder en cuotas y las decisiones pasaban por tantos filtros, que cuando finalmente algo se aprobaba no se parecía ni remotamente al proyecto original. Allende no tenía mayoría en el Congreso y sus proyectos se estrellaban contra el muro inflexible de la oposición. Aumentó el caos, se vivía un clima de precariedad y violencia latente, la pesada maquinaria de la patria estaba atascada. Por las noches Santiago tenía el aspecto de una ciudad devastada por un cataclismo, las calles permanecían oscuras y casi vacías porque pocos se atrevían a circular a pie, la locomoción colectiva funcionaba a medias por las huelgas y la gasolina estaba racionada. En el centro ardían fogatas de los compañeros, como se llamaban los partidarios del Gobierno, que durante la noche custodiaban edificios y calles. Brigadas de jóvenes comunistas pintaban murales panfletarios en los muros y grupos de extrema derecha circulaban en automóviles de vidrios oscuros disparando a ciegas. En los campos donde se había aplicado la reforma agraria, los patrones planeaban la revancha provistos de armas que introducían de contrabando por la larga frontera de la cordillera andina. Miles de cabezas de ganado fueron llevadas a Argentina por los pasos del sur y otras fueron sacrificadas para evitar su distribución en los mercados. A veces los ríos se teñían de sangre y la corriente arrastraba cadáveres hinchados de vacas lecheras y cerdos de engorde. Los campesinos, que habían vivido por generaciones obedeciendo
órdenes, se reunieron en asentamientos para trabajar, pero les faltaban iniciativa, conocimiento y crédito. No sabían usar la libertad y muchos añoraban secretamente el regreso del patrón, ese padre autoritario y a menudo odiado, pero que al menos daba órdenes claras y en caso de necesidad los protegía contra las sorpresas del clima, las plagas de los sembrados y las pestes de los animales, tenía amigos y conseguía lo necesario, en cambio ellos no se atrevían a cruzar la puerta de un banco y eran incapaces de descifrar la letra chica de los papeles que les ponían por delante para firmar. Tampoco entendían qué diablos mascullaban los asesores enviados por el Gobierno, con sus lenguas enredadas y sus palabras difíciles, gentes de ciudad con las uñas limpias que no sabían usar un arado y nunca habían tenido que arrancar a mano un ternero mal colocado de las entrañas de una vaca. No guardaron granos para replantar los campos, se comieron los toros reproductores y perdieron los meses más útiles del verano discutiendo de política mientras las frutas se caían de maduras de los árboles y las verduras se secaban en los surcos. Por último los camioneros se declararon en huelga y no hubo manera de trasladar carga a lo largo del país, algunas ciudades quedaron sin alimento mientras en otras se pudrían hortalizas y productos del mar. Salvador Allende se quedó sin voz de tanto denunciar el sabotaje, pero nadie le hizo caso y no dispuso de gente ni poder suficientes para arremeter contra sus enemigos por la fuerza. Acusó a los norteamericanos de financiar la huelga; cada camionero recibía cincuenta dólares diarios si no trabajaba, de modo que no había esperanza alguna de resolver el conflicto, y cuando mandó al Ejército a poner orden, comprobaron que faltaban piezas de los motores y no podían mover las carcasas atascadas en las carreteras, además el suelo estaba sembrado de clavos torcidos que molieron los cauchos de los vehículos militares. La televisión mostró desde un helicóptero aquel estropicio de hierros inútiles oxidándose sobre el asfalto de los caminos. El abastecimiento se convirtió en una pesadilla, pero nadie pasaba hambre porque los que podían hacerlo pagaban el mercado negro y los pobres se organizaban por barrios para conseguir lo esencial. El Gobierno pedía paciencia y el Ministerio de Agricultura repartía panfletos para enseñar a la ciudadanía a cultivar hortalizas en los balcones y en las tinas de baño.