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- Yo no pienso entrar -dice con calma-. Te espero aquí sentada. Será lo mejor.

- Bien -asiento-. Buena idea. O sea, que no quieres.. .

Se me apaga la voz. No soy capaz de continuar, pero tampoco de decir lo que pienso de verdad. La idea que me ronda la cabeza como una melodía siniestra y cada vez más atronadora.

¿No vamos a decirlo ninguna de las dos?

- Bueno. -Trago saliva.

- Bueno qué. -Su voz suena brillante y nítida como un trocito de diamante. Y deduzco que también ella lo está pensando.

- ¿Qué crees que ocurrirá cuando.. . cuando.. . ?

- ¿Quieres saber si finalmente te librarás de mí? -me ayuda Sadie, con más ligereza que nunca.

- ¡No! Quería decir.. .

- Ya. Tienes prisa por deshacerte de mí. Estás harta de verme. -Le tiembla la barbilla, pero me lanza una sonrisa-. Pues no creas que lo conseguirás tan fácilmente.

Me mira a los ojos y leo el mensaje con claridad. «No pierdas los papeles. Nada de lamentos. La cabeza bien alta.»

- Así que estoy condenada a aguantarte. -Me las arreglo para adoptar un tono burlón-. Fantástico.

- Me temo que sí.

- Lo que me faltaba. -Pongo los ojos en blanco-. Un fantasma mandón acosándome toda la eternidad.

- Un ángel de la guarda mandón -me corrige.

- ¿Señorita Lington? -El viejo se asoma por la puerta-. Cuando quiera.

- Gracias. Sólo un segundo.

Cuando se cierra la puerta, me ajusto la chaqueta varias veces, aunque no haga falta, para ganar tiempo.

- Entonces dejo el collar allí y nos vemos en un par de minutos, ¿de acuerdo? -digo en tono práctico.

- Te espero aquí. -Sadie da unas palmaditas al banco.

- Y luego nos vamos a ver una película. O algo así.

- De acuerdo.

Doy un paso.. . y me detengo. Sé que estamos fingiendo y no quiero dejarlo así. Me giro en redondo, decidida a no perder los papeles, a no decepcionarla.

- Pero.. . por si acaso. Por si no.. . -No me atrevo a decirlo, ni siquiera a pensarlo-. Sadie, ha sido.. .

No puedo decirlo. No hay palabras suficientes. Nada que pueda describir lo que ha representado para mí conocerla.

- Ya lo sé -murmura, con los ojos centelleantes como dos estrellas oscuras-. También para mí. Venga, muévete.

Cuando alcanzo la puerta, miro atrás por última vez. Está sentada muy erguida, en una postura impecable. Su cuello largo y pálido, el vestido ciñendo su figura esbelta. Mira directamente al frente, con los pies juntos y las manos enlazadas sobre las rodillas, como esperando.

No puedo imaginar lo que debe de estar pasando por su cabeza.

Advierte que estoy mirándola, alza la barbilla y me dirige una sonrisa encantadora y desafiante.

- ¡Al ataque! -me anima.

- ¡Al ataque! -respondo. Le lanzo un beso impulsivamente, me vuelvo y abro la puerta con súbita determinación. Ha llegado la hora.

El encargado de la funeraria me ha preparado una taza de té y un platito con un par de mantecados. Es un hombre de barbilla huidiza que ante cualquier comentario reacciona con un «Ajá» musitado y sombrío, antes de formular la respuesta. Algo que resulta irritante.

Me conduce por un pasillo de tono pastel y se detiene ante una puerta con el rótulo «Suite de los Lirios».

- La dejo sola unos momentos. -Abre la puerta con un diestro giro de muñeca y la entorna antes de añadir-: ¿Es cierto que ella había sido la chica de ese cuadro tan famoso? ¿El que ha salido últimamente en los periódicos?

- Así es.

- Ajá. -Baja la cabeza-. Qué extraordinario. Cuesta creerlo. Una dama tan anciana.. . Ciento cinco, ¿no? Una edad muy avanzada.

Sé que trata de mostrarse amable, pero sus palabras me hieren en lo más vivo.

- Yo no pienso en ella de esa manera -replico-. No la imagino anciana.

- Ajá. -Se apresura a asentir-. Naturalmente.

- En fin. Quiero dejar una cosa.. . en el ataúd. No hay inconveniente, ¿verdad? ¿Ningún riesgo?

- Ajá. Ningún riesgo, descuide.

- Y no debe saberlo nadie -le advierto-. No quiero que entre ninguna persona después de mí. Si alguien se lo pidiese, avíseme primero. ¿De acuerdo?

- Ajá -dice, cabizbajo y respetuoso-. Desde luego.

- Gracias. Voy a.. . entrar.

Entro, cierro la puerta y permanezco inmóvil unos segundos. Ahora que estoy aquí me flaquean un poco las piernas. Trago saliva, tratando de dominarme para no dejarme impresionar. Tras un minuto, hago un esfuerzo y doy un paso hacia el enorme ataúd. Y luego otro.

Ésta es Sadie. La Sadie real. Mi tía abuela de ciento cinco años. Que vivió y murió sin que yo llegara a conocerla. Al inclinarme sobre el féretro con respiración agitada, veo un mechón de pelo blanco y distingo una porción de piel vieja y reseca.

- Aquí lo tienes, Sadie -murmuro.

Suavemente, con infinito cuidado, le deslizo el collar alrededor del cuello. Ya está.

Por fin. Ya está.

Se la ve tan diminuta y encogida. Tan vulnerable. Pienso en todas las veces que he querido tocar a Sadie, en todas las veces que he intentado apretarle la mano o darle un abrazo.. . y aquí la tengo ahora. En carne y hueso. Con cautela, le acaricio el pelo y le arreglo el vestido, deseando que llegue a sentir mi contacto. Este cuerpo anciano y frágil a punto de desmoronarse fue la morada de Sadie durante más de un siglo. Era ella.

Procuro respirar con calma y que mis pensamientos sean serenos y apropiados. Quizá debiera decir unas palabras. Quiero hacer las cosas bien, pero al mismo tiempo siento un impulso urgente y cada vez más intenso. Mi corazón, la verdad sea dicha, no está aquí.

He de irme.

Con piernas temblorosas, alcanzo la puerta y me precipito fuera, para sorpresa del encargado, que esperaba paseándose por el pasillo.

- ¿Va todo bien? -pregunta.

- Todo bien. -Trago saliva-. Perfecto, muchas gracias. Seguiremos en contacto. Ahora debo irme.. .

Noto una opresión tan fuerte en el pecho que apenas puedo respirar. Me bullen extrañas ideas en la cabeza. He de salir de aquí. Cruzo el pasillo y el vestíbulo casi corriendo. Salgo a la calle.. . y me detengo en seco, jadeante, sosteniendo aún la puerta.

El banco está vacío.

Y entonces lo sé.

Claro que lo sé.

No obstante, las piernas me llevan a todo correr a la acera de enfrente. Busco, desesperada, por todos lados. Grito «¿Sadie? ¡Sadie!» hasta quedarme ronca. Me seco las lágrimas, esquivo las amables preguntas de varios desconocidos y vuelvo a mirar a derecha e izquierda, sin darme por vencida. Luego me siento en el banco y lo aferró con ambas manos. Por si acaso. Y espero.

Finalmente, al anochecer, cuando empiezo a tiritar, lo asumo en el fondo de mí misma, que es donde importa.

No volverá. Ha seguido adelante.

Una chica años veinte - _28.jpg

Capítulo 27

- ¡Damas y caballeros!

Mi voz resuena con tal fuerza que me detengo para aclararme la garganta. Nunca he hablado por unos altavoces tan potentes y, aunque antes he hecho una prueba de sonido («¿Sí? ¿Sí? Bienvenidos a Wembley. Uno, dos; uno, dos»), todavía estoy un poco impresionada.

- Damas y caballeros -repito-, muchas gracias por estar aquí, en esta hora de tristeza y celebración.. . -escudriño los rostros que me observan expectantes: filas y filas enteras que llenan los bancos de la iglesia de Saint Botolph- en esta hora de aprecio y admiración por una mujer extraordinaria que nos ha impresionado a todos.

Me vuelvo para mirar la enorme reproducción del cuadro de Sadie que domina la iglesia. Alrededor y por debajo de ella han dispuesto los arreglos florales más preciosos que he visto en mi vida, con lirios y orquídeas y hiedra colgante, y hasta con una reproducción del collar de la libélula, hecha con rosas de un amarillo pálido en un lecho de musgo.

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