Un cartero que pasa por mi lado me mira extrañado y yo me apresuro a llevarme la mano a la oreja, como para ajustar un auricular. Debería empezar a llevar uno para disimular.
Sadie no ha respondido a mi pregunta. Así que cuando llegamos a la estación del metro, me paro en seco y la observo con curiosidad.
- ¿De veras nunca te enamoraste?
Un breve silencio. Ella abre los brazos con un tintineo de pulseras y echa la cabeza atrás.
- Yo me lo pasé bien. Era lo que me importaba. La diversión, las aventurillas, el chisporroteo…
- ¿Qué chisporroteo?
- Así lo llamábamos Bunty y yo. -Sus labios se curvan en una sonrisa evocadora-. Empieza como un escalofrío cuando ves a cierto hombre por primera vez. Y luego él te mira a los ojos y el escalofrío te recorre la espalda y se convierte en un chisporroteo en el estómago. Y piensas: «Quiero bailar con él.»
- ¿Y después?
- Bailas, te tomas unos cócteles, flirteas… -Los ojos le brillan.
- ¿Y? -«¿Te lo tiras?», quiero preguntarle, pero no estoy segura de que sea la pregunta adecuada para tu tía abuela de ciento cinco años. Entonces me acuerdo de la visita que tuvo en la residencia-. Ya -alzo las cejas-, tú dirás lo que quieras, pero yo sé que sí hubo alguien especial en tu vida.
- ¿Qué quieres decir? ¿De qué me estás hablando?
- De un caballero llamado… Charles Reece.
Esperaba que se sonrojara o soltara un gritito, pero me mira con aire inexpresivo.
- No sé quién es.
- ¡Sí, mujer! ¡Charles Reece! Fue a verte a la residencia. Hace pocas semanas.
Sadie menea la cabeza.
- No lo recuerdo. -El brillo de sus ojos parece apagarse cuando añade-: No recuerdo gran cosa de ese lugar.
- Ya… Habías sufrido un derrame años atrás.
- Eso ya lo sé -replica airada.
Dios mío, ¿por qué es tan susceptible? Yo no tengo la culpa. De repente, mi móvil vibra. Lo saco del bolsillo. Es Kate.
- Hola, Kate.
- ¿Lara? Oye, quería saber si piensas venir hoy al despacho. -Y como si temiera molestarme con la pregunta, añade-: Vamos, que no hay problema, todo va bien…
Vaya por Dios. Estaba tan absorta con lo de Josh que se me ha ido el santo al cielo.
- Voy de camino. Estaba haciendo… ya sabes, un poco de investigación desde casa. ¿Alguna llamada?
- Sólo Shireen. Quería saber qué ha pasado con el asunto de su perro. Parecía muy contrariada, incluso ha hablado de renunciar al puesto.
Joder. No me acordaba del maldito chucho.
- ¿Podrías llamarla y decirle que estoy en ello, que tendrá noticias mías muy pronto? Gracias, Kate.
Cuelgo y me masajeo las sienes un momento. Qué desastre. Aquí estoy, en la calle, espiando a mi ex y olvidándome de mi empresa en crisis. He de replantearme mis prioridades. Darme cuenta de lo que es importante de verdad.
Dejaré lo de Josh para el fin de semana.
- Hemos de irnos. -Me apresuro hacia el metro-. Tengo un problema.
- ¿Con otro hombre? -dice Sadie, flotando a mi lado.
- No; con un perro.
- ¿Un perro?
- Bueno, es mi cliente. -Bajo deprisa las escaleras-. Quiere llevarse el perro al trabajo y le han dicho que no está permitido. Pero ella cree que hay un chucho en el edificio.
- ¿Por qué?
- Porque lo ha oído ladrar más de una vez. Pero bueno, ¿qué puedo hacer yo? -Ahora casi hablo conmigo misma-. Estoy en un atolladero. Los de recursos humanos niegan que haya algún perro y no hay manera de demostrar que mienten. Y tampoco puedo ir al edificio y registrar cada despacho…
Me paro en seco. Sadie se ha plantado delante de mí.
- Quizá tú no -dice con ojos chispeantes-. Pero yo sí.
Capítulo 7
Macrosant se encuentra en un enorme edificio de Kingsway que cuenta con una gran escalinata, un globo terráqueo de acero y grandes ventanales de cristal. Desde el Costa Coffee de enfrente tengo una visión estupenda.
- Cualquier cosa perruna -le digo a Sadie, parapetada tras el Evening Standard-. Un ladrido, una cesta debajo de una mesa, algún juguete para perros… -Bebo un sorbo de mi capuchino-. Yo espero aquí.
El edificio es tan grande que tal vez me pase esperando un buen rato. Hojeo el periódico y mordisqueo un brownie de chocolate. Acabo de pedir otro capuchino cuando Sadie se materializa a mi lado con las mejillas encendidas y los ojos brillantes. Parece radiante de felicidad. Saco el móvil, le sonrío a la chica de la mesa vecina y finjo marcar un número.
- ¿Y bien? -digo al teléfono-. ¿Has encontrado el perro?
- Ah, eso -dice, como si lo hubiera olvidado-. Sí, hay un perro, pero adivina lo que…
- ¿Dónde? -la corto, excitada-. ¿Dónde está el perro?
- Arriba. En una cesta, debajo de una mesa. Es el pekinés más gracioso…
- ¿Puedes conseguirme un nombre? ¿Y el número de la oficina o algo así? ¡Gracias!
Se volatiliza otra vez y yo sigo bebiendo mi capuchino. ¡Shireen tenía razón! ¡Jean me ha mentido! Que se prepare cuando hable con ella. Voy a exigirle una disculpa en toda regla y derecho de entrada para Flash sin restricciones. Y tal vez incluso una cesta de regalo, como reparación simbólica…
Miro por la ventana y diviso a Sadie, que se acerca por la acera con indolencia. Me da un poco de rabia, la verdad. No parece tener ninguna prisa. ¿No se da cuenta de lo importante que es esto?
Ya tengo preparado el móvil cuando entra.
- ¿Qué tal? -le digo-. ¿Has vuelto a encontrar el perro?
- Sí. Está en la planta catorce, despacho catorce dieciséis; la dueña se llama Jane Frenshew. Y yo acabo de conocer -añade, soñadora- a un hombre delicioso.
- ¿Cómo que has.. . ? -replico mientras lo anoto todo en un papel-. Tú no puedes conocer a un hombre, estás muerta. A menos que.. . -Levanto la vista-. ¡No me lo digas! ¿Has conocido a otro fantasma?
- No es un fantasma. -Menea la cabeza con impaciencia-. Pero es divino. Estaba hablando en una de las salas que he cruzado. Igualito que Rodolfo Valentino.
- ¿Quién?
- ¡El actor de cine! Alto, moreno, apuesto. Un chisporroteo instantáneo.
- Suena prometedor.
- Y tiene la estatura perfecta -prosigue, balanceando las piernas en un taburete-. Me he puesto a su lado para comparar nuestras estaturas. Podría apoyar la cabeza en su hombro si bailáramos juntos.
- Fantástico. -Cierro el móvil, cojo el bolso y me levanto-. Bueno, debo volver al despacho y arreglar este asunto.
Salgo de la cafetería y me dirijo hacia la estación de metro, pero Sadie me cierra el paso.
- Tiene que ser mío.
- ¿El qué?
- Ese hombre que acabo de conocer. Lo he notado aquí.. . El chisporroteo. -Se toca el estómago, liso como una tabla-. Tengo que bailar con él.
¿Me está tomando el pelo?
- Sería bonito -intento aplacarla-. Pero yo debo ir al despacho.. . -Hago ademán de moverme, pero ella interpone un brazo.
- ¿Sabes cuánto hace que no bailo? -me suelta en un repentino arrebato-. ¿Cuánto hace que no.. . muevo las ancas, como tú dices? ¡Todos estos años, atrapada en el cuerpo de una anciana! En un sitio sin música y sin vida.. .
Siento un espasmo de culpa al recordar su fotografía, una Sadie arrugada y viejecita, con su chal rosado.
- Vale -le digo-. De acuerdo. Bailaremos en casa. Pondremos música, atenuaremos las luces y montaremos una fiestecita.. .
- ¡Yo no quiero bailar en casa con música de la radio! -me espeta-. ¡Quiero salir con un hombre y divertirme!
- ¿Qué pretendes? ¿Tener una cita? -digo incrédula, y su mirada se ilumina.
- ¡Exacto! Una cita. Con él -añade, señalando el edificio.
¿Es que no ha entendido aún qué significa ser un fantasma?
- Sadie.. . tú estás muerta.
- ¡Ya! -se irrita-. No hace falta que me lo recuerdes a cada momento.