- No puedes tener una cita, lo siento. Así son las cosas. -Me encojo de hombros y echo a andar.
Dos segundos después, se pone otra vez delante con la mandíbula apretada.
- Pídeselo tú.
- ¿Qué?
- No puedo hacerlo sola. Necesito una celestina. Si consigues la cita y salís juntos, yo también podré salir con él. Y si vais a bailar, también yo bailaré con él.
Habla en serio. Poco me falta para estallar en carcajadas.
- ¿Quieres que tenga una cita con un tipo al que no conozco, para que puedas bailar con él?
- Sólo quiero una última dosis de diversión con un hombre atractivo, ahora que aún puedo. -Baja la cabeza y esboza un triste mohín-. Una última vuelta por la pista de baile -añade con voz lastimera-. Es mi último deseo. Mis últimas voluntades.
- ¡De eso nada! ¡Tú ya expresaste tu último deseo! Era buscar el collar, ¿recuerdas?
Por un instante, parece atrapada.
- Pues éste es mi otro último deseo -dice por fin.
- Escucha, Sadie. -Procuro mostrarme razonable-. No puedo pedirle una cita por las buenas a un desconocido. Tendrás que olvidarte de este capricho. Lo lamento.
Me mira con una expresión tan herida y temblorosa que me pregunto si la he ofendido.
- Me estás diciendo que no -balbucea-. Me estás rechazando.. . Un último deseo inocente. Una petición insignificante.
- Escucha.. .
- Me he pasado años en la residencia. Sin visitas, sin diversiones, sin vida de ninguna clase. Sólo vejez, soledad y tristeza.. .
Ay, Dios. No puede hacerme esto. No es justo.
- Cada Navidad, sola. Sin recibir ninguna visita, sin un regalo.. .
- No fue culpa mía -aduzco débilmente, pero ella no parece escucharme.
- Y ahora que vislumbro una rodajita de felicidad, un bocado de placer, mi propia sobrina nieta, insensible y egoísta.. .
- ¡Vale! -exclamo, rascándome la frente-. ¡Vale! ¡Lo que tú digas! ¡Está bien! Lo haré.
Al fin y al cabo, todos los que me conocen ya están convencidos de que estoy como una cabra. Pedirle una cita a un desconocido no cambiará las cosas. De hecho, a mi padre le encantará la idea.
- ¡Eres un ángel! -dice con súbito entusiasmo. Se pone a dar vueltas en la acera y los tules de su vestido ondean-. Te enseñaré dónde está. ¡Vamos!
La sigo por la escalinata y entro en un amplio vestíbulo de dos niveles. Si voy a hacerlo, será mejor que sea enseguida, antes de que me arrepienta.
- Bueno, ¿dónde está? -Abarco con la mirada el vestíbulo cubierto de mármol.
- ¡Arriba! ¡Vamos! -Es como un cachorro tirando de la correa.
- ¡No puedo entrar así como así en un edificio de oficinas! -susurro-. Necesito un plan, una excusa.. . Ajá.
Veo en una esquina un panel con el rótulo: «Seminario de Estrategia Global.» Dos chicas de aire aburrido se hallan tras una mesa con las placas de identificación. Creo que servirá.
- Hola. -Me acerco con paso enérgico-. Perdón. Llego tarde.
- No hay problema. Acaban de empezar. -Una de las chicas se pone en pie con la lista en la mano; la otra se dedica a mirar las musarañas-. ¿Tu nombre es.. . ?
- Sarah Connoy -digo, tomando una placa al azar-. Gracias. Será mejor que me apresure.. .
Me dirijo deprisa al mostrador de seguridad, le muestro al guardia la placa sin detenerme y enfilo un amplio corredor con las paredes cubiertas de cuadros de aspecto carísimo. No tengo ni idea de dónde estoy. El edificio alberga veinte empresas distintas y la única que he visitado es Macrosant, que ocupa de la planta 11 a la 17.
- ¿En qué planta está el tipo? -le susurro a Sadie.
- En la veinte.
Llego a los ascensores y saludo con toda seriedad a las personas que aguardan. Cuando me bajo en la planta 20, me encuentro en otra zona de recepción grandiosa. A cinco metros hay un mostrador de granito atendido por una mujer de traje chaqueta gris y aire intimidante. Una placa en la pared reza: «Turner Murray Consulting.»
¡Vaya! Estos tipos de Turner Murray son los genios que se dedican a asesorar a las grandes empresas. No conozco al jefe, pero debe de ser un pez muy gordo.
- ¡Vamos! -Sadie se acerca bailoteando alegremente a una puerta con panel de seguridad. Un par de hombres trajeados pasan por mi lado y uno de ellos me mira con curiosidad. Saco el móvil, me lo pongo en la oreja para evitar cualquier conversación y los sigo. Al llegar a la puerta, uno de ellos introduce un código en el panel.
- Gracias. -Le hago un gesto muy serio y entro tras ellos-. Gavin, ya te dije que las cifras de Europa que me habías pasado no cuadran -digo al teléfono.
El tipo más alto vacila, como si fuera a darme el alto. Mierda. Acelero, paso por su lado y los dejo atrás.
- Tengo una reunión en dos minutos, Gavin -digo-. Quiero ya esas cifras revisadas en mi BlackBerry. Ahora tengo que dejarte. He de analizar.. . los porcentajes.
Hay un servicio de señoras a mano izquierda. Me apresuro a entrar y me encierro en un cubículo de mármol.
- ¿Qué haces? -dice Sadie, materializándose a mi lado.
Dios, ¿es que no sabe respetar la intimidad más elemental?
- ¿Qué crees que hago? -susurro-. Hay que esperar un poco.
Aguanto sentada tres minutos y luego salgo. Los dos tipos ya no están. El pasillo permanece vacío y silencioso. Es un largo trecho de moqueta gris con algún que otro dispensador de agua y puertas a cada lado. Oigo un murmullo amortiguado de conversaciones y algún que otro sonido de ordenadores.
- Bueno, ¿dónde es?
- Humm. -Sadie mira indecisa alrededor-. Una de estas puertas.. .
Avanza por el pasillo y la sigo con cautela. Esto es surrealista. ¿Se puede saber qué hago, colándome en unas oficinas en busca de un desconocido?
- Sí. ¡Aquí! -Sadie reaparece a mi lado, sonrojada de emoción-. Tiene los ojos más penetrantes que he visto. De puro escalofrío. -Me señala una puerta de madera maciza.
«Oficina 2012», pone el rótulo. No hay ventanas ni paneles de cristal, así que no veo el interior.
- ¿Estás segura?
- ¡Acabo de entrar! ¡Está ahí! ¡Pídeselo! -Trata de empujarme con las manos.
- ¡Espera! -digo, retrocediendo unos pasos. Necesito pensar. No puedo entrar a lo loco. He de preparar un plan.
1. Llamar y entrar en el despacho de un desconocido.
2. Decirle hola de un modo natural y agradable.
3. Pedirle una cita.
4. Morirme de vergüenza mientras él llama a Seguridad.
5. Largarme a toda prisa.
6. No dar mi nombre en ninguna circunstancia. Así podré huir y borrarlo todo de mi mente y nadie se enterará nunca de que era yo. Quizá él mismo llegue a creer que ha sido una alucinación transitoria.
Todo el proceso durará treinta segundos como máximo y luego Sadie dejará de darme la lata. Vale, vamos allá.
Me acerco a la puerta. Mi corazón se ha puesto al galope, pero no hago caso. Inspiro hondo, alzo la mano y llamo suavemente.
- ¡No se ha oído! -exclama Sadie a mi espalda-. ¡Llama más fuerte! Y entra sin más. Está ahí. ¡Vamos!
Cierro los ojos, doy un golpe seco, giro el pomo y entro.
Hay veinte personas trajeadas sentadas en torno a una larga mesa y todas se vuelven a la vez. El hombre que está al fondo interrumpe su presentación en PowerPoint.
Los miro, petrificada.
No es un despacho, sino una sala de juntas. Me he colado en una empresa desconocida, en una reunión de alto nivel a la que no estoy invitada, y todos aguardan a que diga algo.
- Perdón -balbuceo-. No quería interrumpir. Continúen.
Con el rabillo del ojo veo un par de sillas vacías. Sin saber muy bien lo que hago, cojo una y me siento. La mujer de al lado me echa un vistazo titubeante y luego me pasa un bloc y un bolígrafo.
- Gracias -murmuro.
No puedo creerlo. Nadie me ha dicho que me largue. ¿No saben que soy una intrusa? El tipo en la cabecera de la mesa reanuda su discurso y algunos se ponen a tomar notas. Echo una ojeada furtiva alrededor. Hay unos quince hombres. El de Sadie podría ser cualquiera. Al otro lado de la mesa hay uno de pelo rubio rojizo bastante mono. El que está haciendo la presentación tampoco está mal. Tiene el pelo ondulado y ojos azul pálido, y lleva la misma corbata que le compré a Josh por su cumpleaños. Ahora muestra un gráfico y habla con animación.