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Ed suelta una carcajada.

- ¡Cuenta! -le exijo.

Él levanta las manos en señal de disculpa.

- Está bien, confesaré. Vine el viernes. Era una salida de trabajo para fomentar el espíritu de equipo. Pudimos charlar con algunos alabarderos y resultó fascinante. -Hace una pausa y añade con una mueca-. Así fue como supe que la construcción de la Torre se inició en mil setenta y ocho. Durante el reinado de Guillermo el Conquistador. Y la entrada es por allí.

- ¡Podrías habérmelo dicho! -refunfuño.

- Perdona. Estabas tan entusiasmada con hacer de guía.. . Pero podemos ir a otro sitio. Tú esto ya debes de tenerlo muy visto. A ver. -Coge la guía y se pone a ojear el índice.

Jugueteo con las entradas, indecisa, mientras un grupo de colegiales se toman fotos unos a otros. Tiene razón, claro. Ya vio la Torre el viernes. ¿Para qué vamos a recorrerla otra vez?

Aunque, por otro lado, ya tenemos las entradas. Y parece tan increíble.. . Quiero verla.

- Podríamos ir directamente a la catedral de San Pablo -dice, estudiando el mapa del metro-. Queda bastante cerca.. .

- Yo quiero ver las joyas de la Corona -murmuro.

- ¿Cómo dices?

- Que quiero ver las joyas de la Corona. Ya que estamos aquí.

- ¿Me estás diciendo que nunca las has visto? -Me mira con incredulidad-. ¿Nunca has visto las joyas de la Corona?

- ¡Yo vivo en Londres! -alego-. Es distinto. Puedo verlas cuando quiera, cuando surja una ocasión. Sólo que.. . la ocasión nunca había surgido.

- ¿No es un poco estrecho de miras por tu parte, Lara? -Ahora disfruta de lo lindo-. ¿Cómo es que no te interesa el patrimonio de tu gran ciudad? ¿No te parece un crimen ignorar estos monumentos únicos?

- ¡Basta! -Me he puesto roja como un tomate.

Él sonríe.

- Venga. Voy a mostrarte las maravillosas joyas de la Corona de tu propio país. Son increíbles. Conozco todos los detalles. ¿Sabías que las más antiguas datan de la Restauración?

- ¿De veras?

- Ya lo creo -dice, guiándome entre la multitud-. La corona imperial contiene un diamante enorme, tallado a partir del célebre diamante Cullinan, el más grande que se ha extraído nunca.

- Vaya -digo con educación. Parece que se aprendió todo el rollo de memoria.

- Ajá -asiente-. Al menos, es lo que creía todo el mundo hasta mil novecientos noventa y siete, cuando se descubrió que era falsificado.

- ¿En serio? -Me detengo en seco-. ¿Es una falsificación?

Le asoma una sonrisa por la comisura de los labios.

- Sólo quería comprobar si atendías.

Vemos las joyas de la Corona, vemos los cuervos y vemos la Torre Blanca y la Torre Sangrienta. En fin, todas las torres. Ed se empeña en seguir la guía y en leer todas las historias relacionadas con ellas mientras hacemos el recorrido. Algunas son ciertas, otras son invenciones baratas y otras.. . no estoy muy segura. Él lee imperturbable todo el rato, sólo con un ligero brillo en los ojos, y no sé a qué carta quedarme, la verdad.

Cuando terminamos la visita guiada por un alabardero, me hierve la cabeza con visiones de traidores y torturas. Creo que no quiero volver a escuchar ninguna anécdota más sobre lo que sucede cuando la ejecución sale espantosamente mal y hay que repetirla una y otra vez.. . Paseamos por los patios, dejamos atrás a dos tipos con atuendos medievales que escriben con útiles de la época (supongo) y entramos en una sala con troneras y con una chimenea enorme.

- Vale, sabelotodo. ¿Qué me dices de ese armario? -Señalo al azar una puertita de aspecto inocuo empotrada en la pared-. ¿Era ahí donde Walter Raleigh cultivaba patatas, o qué?

- Veamos. -Ed consulta la guía-. Ah, sí. Ahí guardaba sus pelucas el séptimo duque de Marmaduke. Un personaje histórico interesante. Decapitó a muchas de sus esposas. A otras las congeló con técnicas criogénicas. También inventó la versión medieval de la máquina de hacer palomitas de maíz.

- ¿De veras? -Adopto un tono serio.

- Sin duda habrás estudiado la fiebre de las palomitas que se desató en mil quinientos ochenta y tres. -Mira la guía guiñando los ojos-. Por lo visto, en lugar de Mucho ruido y pocas nueces, Shakespeare estuvo a punto de titular su obra «Vaya ruido y qué pocas palomitas».

Estamos mirando aún la puertita de roble cuando se nos une una pareja de ancianos con impermeables.

- Es un armario para las pelucas -le susurra Ed a la mujer, que pone cara interesada-. El maestro peluquero estaba obligado a vivir encerrado ahí dentro con las pelucas.

- ¿De verdad? -dice boquiabierta-. ¡Qué espanto!

- No tanto -observa Ed con toda seriedad-. El maestro peluquero era un hombre muy menudo. -Se lo muestra con las manos-. Diminuto. La palabra «peluca», de hecho, deriva originalmente de la frase «hombre diminuto en un armario».

- ¿De verdad? -La pobre mujer parece perpleja.

Le doy un codazo a Ed.

- Que vaya bien el tour -les dice, encantador, y seguimos adelante.

- ¡Tienes una vena malévola! -le digo en cuanto nos alejamos.

Reflexiona y luego me dedica una sonrisa desarmante.

- Quizá sí. Cuando tengo hambre. ¿Quieres comer? ¿O visitamos primero el Museo de los Fusileros?

Me quedo pensativa, como sopesando ambas opciones. Vamos, no hay ninguna persona más interesada que yo en nuestro patrimonio cultural. Pero lo que pasa con las rutas turísticas es que, al cabo de un rato, empiezan a pesarte los pies y las bellezas del recorrido se convierten en una borrosa secuencia de muros y peldaños de piedra y de historias de cabezas cortadas y clavadas en una pica.

- Podemos comer algo -digo con falsa indiferencia-. Si ya has tenido bastante por ahora.

Ed me mira con un brillo astuto en los ojos. Intuyo que sabe perfectamente lo que estoy pensando.

- Soy americano -dice, imperturbable- y tengo una capacidad de concentración algo limitada. Quizá será mejor almorzar.

Entramos en un café donde sirven cosas como sopa de cebolla georgiana y guisado de jabalí salvaje. Se empeña en pagar él, ya que yo he comprado las entradas, y nos sentamos en un rincón junto a la ventana.

- Bueno, ¿qué más quieres ver de Londres? -le pregunto-. ¿Qué más había en tu lista?

Ed parpadea y advierto de golpe que no tendría que haberlo formulado así. Su lista de monumentos debe de ser todavía un punto doloroso.

- Perdona -digo torpemente-. No pretendía recordarte que.. .

- No, no importa. -Mira el bocado que tiene en el tenedor, como pensando si llevárselo a la boca o no-. ¿Sabes una cosa? Tenías razón en lo que me dijiste el otro día. Estas cosas ocurren y uno ha de seguir adelante. Me gusta el símil de tu padre, la escalera mecánica. He estado dándole vueltas desde que hablamos. Hacia arriba y hacia delante -dice, y se lleva el tenedor a la boca.

- ¿En serio? -Me siento conmovida. Tengo que explicárselo enseguida a papá.

- Mmm-hmm. -Mastica un momento y luego me mira, inquisitivo-. Me dijiste que tú también habías pasado por una ruptura. ¿Cuándo fue?

El viernes. Hace menos de veinticuatro horas. Sólo de pensarlo me entran ganas de cerrar los ojos y empezar a gemir.

- Hace un tiempo. -Me encojo de hombros-. Se llamaba Josh.

- ¿Y qué pasó? Si no te molesta que pregunte.

- No, claro que no. Fue.. . me di cuenta.. . no éramos.. . -Me detengo con un suspiro y levanto la vista-. ¿Alguna vez te has sentido muy, muy idiota?

- Nunca. -Niega con la cabeza, muy serio-. Aunque de vez en cuando sí me siento muy, muy, muy idiota.

No puedo evitar una sonrisa. Hablar con Ed ayuda a ver las cosas en su justa medida. No soy la única persona del mundo que se siente estúpida. Al menos Josh no me engañó. Al menos no he acabado abandonada en una ciudad extraña.

- Oye, hagamos algo que no estuviera en tu lista -le digo impulsivamente-. Vamos a ver alguna cosa que no hubieras planeado. ¿Hay alguna?

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