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Me quedé callada, más rato del que quería. No estaba segura de qué contestar, y esta vez él había hecho una pausa como incitándome a decir algo. En pocas frases Díaz-Varela había rebajado mis sentimientos y me había dado a conocer los suyos clavándome un pequeño aguijón superfluo, puesto que yo ya estaba al tanto sin haberle oído nunca algo tan claro al respecto, o no palabras tan hirientes como las que acababa de pronunciar. Por idiotas que fueran, como en realidad lo son todos los sentimientos cuando se los describe o explica o simplemente se enuncian, había colocado los míos muy por debajo de la calidad de los suyos hacia otra persona, cómo iban a compararse. ¿Qué sabía él de mí, tan callada y prudente como había sido siempre? ¿Tan vencida de antemano, tan falta de aspiraciones, tan poco dispuesta a competir y a luchar, o no dispuesta en absoluto? Desde luego yo no era capaz de planear y encargar un asesinato, pero quién hubiera sabido más tarde, de haberse enquistado durante años nuestra relación de ahora, o más bien la que había existido hasta hacía dos semanas, la conversación con Ruibérriz lo había trastocado todo, o mejor dicho, que yo la escuchara. De no haberlos espiado, Díaz-Varela podía haber seguido aguardando la lenta recuperación y el vaticinado enamoramiento de Luisa indefinidamente y no haberme sustituido ni haber prescindido de mí mientras tanto, ni yo haberme apartado sino haber continuado viéndolo en los mismos términos. Y entonces, ¿quién está libre de empezar a querer más, a impacientarse y a no estar ya conforme, de sentir que ha adquirido derechos con el transcurso de los meses y de los años iguales, por la sola acumulación de tiempo, como si algo tan insignificante y tan neutro como la sucesión de días supusiera un mérito para el que los atraviesa, o quizá es para el que los aguanta sin abandonar ni rendirse? El que no esperaba nada acaba exigiendo, el que se acercaba con devoción y modestia se torna tiránico e iconoclasta, el que mendigaba sonrisas o atención o besos de la persona amada se hace de rogar y se vuelve soberbio, y se los escatima ahora a esa misma persona a la que la mera llovizna del tiempo ha subyugado. El paso del tiempo exaspera y condensa cualquier tormenta, aunque al principio no hubiera ni una nube minúscula en el horizonte. Uno ignora lo que el tiempo hará de nosotros con sus capas finas que se superponen indistinguibles, en qué es capaz de convertirnos. Avanza sigilosamente, día a día y hora a hora y paso a paso envenenado, no se hace notar en su subrepticia labor, tan respetuosa y mirada que nunca nos da un empujón ni un sobresalto. Cada mañana aparece con su semblante tranquilizador e invariable, y nos asegura lo contrario de lo que está sucediendo: que todo está bien y nada cambia, que todo es como ayer —el equilibrio de fuerzas—, que nada se gana y nada se pierde, que nuestro rostro es el mismo y también nuestro pelo y nuestro contorno, que quien nos odiaba nos sigue odiando y quien nos quería nos sigue queriendo. Y es todo lo contrario, en efecto, sólo que no nos permite advertirlo con sus traicioneros minutos y sus taimados segundos, hasta que llega un día extraño, impensable, en el que nada es como fue siempre: en el que dos hijas beneficiadas por él abandonan a su padre a la muerte en un granero, sin blanca, y se queman los testamentos que a los vivos son ingratos; en el que las madres despojan a sus hijos y los maridos roban a sus mujeres, o las mujeres matan a sus maridos valiéndose del amor que les inspiraban para volverlos locos o imbéciles, a fin de vivir en paz con un amante; en el que otras mujeres le dan al niño de un primer lecho gotas que debían traerle la muerte, a fin de enriquecer a otro hijo, el del amor que ahora sí sienten, aunque ignoren cuánto más va a durarles; en el que una viuda que heredó posición y fortuna de su marido soldado, caído en la batalla de Eylau en medio del frío más frío, reniega de él y lo acusa de farsante cuando al cabo de los años y las penalidades consigue regresar de entre los muertos; en el que Luisa le suplicará a Díaz-Varela, hacia el que tanto tardó en volverse, que no la abandone y permanezca a su lado, y abjurará de su antiguo amor por Deverne, que será rebajado y no será nada y no podrá compararse con el que le profesa a él ahora, a ese segundo marido inconstante que amenaza con dejarla; en el que será Díaz-Varela el que me implore a mí que no me aleje, que me quede junto a él y comparta para siempre su almohada, y se burlará del amor obstinado e ingenuo que sintió por Luisa largo tiempo y lo llevó a matar a un amigo, y se dirá y me dirá: ‘Qué ciego estuve, cómo es que no supe verte, cuando aún estaba a tiempo’; un día extraño, impensable, en el que yo planearé el asesinato de Luisa, que se interpone entre nosotros sin ni siquiera saber que hay ‘nosotros’ y contra la que no tengo nada, y quizá lo lleve a cabo, todo es posible ese día. Sí, es todo cuestión de desesperante tiempo, pero el nuestro se ha interrumpido, para nosotros se ha acabado ese que consolida y prolonga y a la vez pudre y arruina y vuelve las tornas, y no se nota en ningún caso. No me alcanzará a mí ese día, para mí no hay ‘más adelante’ o ‘a partir de ahora’, como no lo hubo para Lady Macbeth, estoy a salvo de esa prórroga benefactora o dañina, esa es mi desgracia y mi suerte.

—¿Quién te ha dicho que no estoy enamorada de ti? Qué sabrás tú, si nunca te he hablado. Si nunca me has preguntado.

—Vamos, vamos, no exageres —respondió él sin sorprenderse. Habían sido comedia sus últimas palabras, estaba al cabo de la calle de lo que yo sentía, o de lo que había sentido hasta dos semanas antes. Quizá ahora lo sentía también, pero con mancha y con mezcla de lo que no puede manchar ni mezclarse, no al menos en los enamoramientos. Estaba al cabo de la calle, el que es amado lo percibe siempre, si está en sus cabales y no lo ansía, porque el que lo ansía no distingue, e interpreta las señales equivocadamente. Pero él estaba libre de eso, no quería que yo lo quisiese, poco había hecho por alentarme, eso era justo reconocérselo—. De ser así —añadió—, no estarías tan espantada por lo que has descubierto, ni habrías sacado tus conclusiones tan rápido. Estarías en vilo, a la espera de una explicación aceptable. Pensarías que quizá no había habido más remedio por algún motivo que desconoces. Estarías dispuesta, estarías deseando engañarte.

Hice caso omiso de estos comentarios capciosos que buscaban conducirme a algún sitio por él previsto. Sólo contesté a lo primero.

—Tal vez no exagere. Tal vez no exagere en absoluto, y tú lo sabes. Lo que pasa es que no te gusta esa responsabilidad, aunque ya sé que no es palabra adecuada: a nadie puede responsabilizarse de que otro se le enamore. Descuida, yo no te responsabilizo de mis sentimientos idiotas y que sólo a mí me conciernen. Pero es inevitable que los veas como una pequeña carga. Si Luisa supiera de la intensidad de los tuyos (puede que en su ensimismamiento sólo se haya dado cuenta de lo superficial, de tu galantería y tu afecto por la viuda de tu mejor amigo); no digamos si se enterara de lo que han sido causa, los sentiría como una carga insoportable. Hasta es posible que se matara, al no ser capaz de sobrellevarla. Por eso, entre otras razones, no voy a decirle nada. No tienes que preocuparte por eso, no soy una desalmada. —Aún no había tomado una decisión definitiva al respecto, mi intención iba oscilando a medida que le escuchaba y me indignaba o no tanto (‘Ya lo pensaré más adelante, con calma, a solas, en frío’, pensaba), pero en todo caso me convenía tranquilizarlo para poder salir de allí sin sensación de amenaza, presente o futura, aunque esta última nunca desaparecería del todo, suponía, en toda mi vida. Y me atreví a añadir con un poco de guasa, también la guasa me convenía—: Claro que esa sería la mejor manera de quitarla de en medio, de hacer lo que has hecho tú con Desvern, sólo que manchándome mucho menos las manos.

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