Литмир - Электронная Библиотека
A
A

—De un mal gusto exagerado —repetí—. Pero ¿qué estás diciendo, Javier? ¿Tú crees que ese detalle cambia en algo lo principal? Me estás hablando de un asesinato. —Y aproveché para darle su nombre—. ¿Crees que fijar un día u otro puede añadirle o restarle gravedad a eso? ¿Añadirle buen gusto o restarle algo de malo? No te entiendo. Bueno, tampoco aspiro a entender nada, no sé ni por qué te estoy escuchando. —Y ahora fui yo quien encendió un segundo cigarrillo y bebió, alterada; me atropellé, casi me atraganté, bebí cuando aún no había expulsado el primer humo.

—Claro que lo entiendes, María —me contestó rápidamente—, y por eso me estás escuchando, para acabar de creértelo, para comprobarlo. Te lo has contado y recontado sin cesar, todos los días y noches de estas dos semanas. Has comprendido que para mí mis anhelos están por encima de toda consideración y todo freno y todo escrúpulo. Y de toda lealtad, figúrate. Yo he tenido muy claro, desde hace algún tiempo, que quiero pasar junto a Luisa lo que me quede de vida. Que sólo hay una y que es esta y que no se puede confiar en la suerte, en que las cosas ocurran por sí solas y se aparten como por ensalmo los obstáculos y las resistencias. Uno tiene que ponerse a la faena. El mundo está lleno de perezosos y de pesimistas que nada consiguen porque a nada se aplican, después se permiten quejarse y se sienten frustrados y alimentan su resentimiento hacia lo externo: así son la mayoría de los individuos, holgazanes idiotas, derrotados de antemano, por su instalación en la vida y por sí mismos. Yo he permanecido soltero todos estos años; sí, con historias muy gratificantes, distrayéndome, a la espera. Primero a la espera de que apareciera alguien que me trajera debilidad, y por quien la tuviera. Luego... Para mí es el único modo de reconocer ese término que todo el mundo emplea con desenvoltura pero que no debería ser tan fácil puesto que no lo conocen muchas lenguas, sólo el italiano además de la nuestra, que yo sepa, claro está que yo sé pocas... Tal vez el alemán, la verdad es que lo ignoro: el enamoramiento. El sustantivo, el concepto; el adjetivo, el estado, eso sí es más conocido, por lo menos el francés lo tiene y el inglés no, pero se esfuerza y se acerca... Nos hacen mucha gracia muchas personas, nos divierten, nos encantan, nos inspiran afecto y aun nos enternecen, o nos gustan, nos arrebatan, incluso nos vuelven locos momentáneamente, disfrutamos de su cuerpo o de su compañía o de ambas cosas, como me sucede contigo y me ha sucedido otras veces, unas pocas. Hasta se nos hacen imprescindibles algunas, la fuerza de la costumbre es inmensa y acaba por suplir casi todo, incluso por suplantarlo. Puede suplantar el amor, por ejemplo; pero no el enamoramiento, conviene distinguir entre los dos, aunque se confundan no son lo mismo... Lo que es muy raro es sentir debilidad, verdadera debilidad por alguien, y que nos la produzca, que nos haga débiles. Eso es lo determinante, que nos impida ser objetivos y nos desarme a perpetuidad y nos haga rendirnos en todos los pleitos, como acabó rendido el Coronel Chabert ante su mujer en cuanto volvió a verla a solas, te hablé de esa historia, te la leíste. Lo logran los hijos, dicen, y no tengo inconveniente en creerlo, pero ha de ser de una índole distinta, son seres desprotegidos desde que aparecen, desde el primer instante, la debilidad que nos traen debe de venirnos ya impuesta por su indefensión absoluta, y al parecer permanece... En general la gente no experimenta eso con un adulto, ni en realidad lo busca. No aguarda, es impaciente, es prosaica, quizá ni siquiera lo quiere porque tampoco lo concibe, así que se junta o se casa con el primero que se le aproxima, no es tan extraño, esa ha sido la norma durante toda la vida, hay quienes piensan que el enamoramiento es una invención moderna salida de las novelas. Sea como sea, ya la tenemos, la invención, la palabra y la capacidad para el sentimiento. —Díaz-Varela había dejado alguna frase inacabada o medio en el aire, había titubeado, había estado tentado de hacer digresiones de sus digresiones, se había frenado; no quería discursear, pese a su tendencia, sino contarme algo. Se había ido echando hacia delante, estaba sentado en el borde del sillón ahora, los codos sobre las rodillas y las manos juntas; su tono se había hecho vehemente dentro de la frialdad y el orden expositivo, casi didáctico, que empleaba cuando peroraba. Y, como siempre que hablaba seguido, yo no podía apartar la vista de su cara, de sus labios que se movían veloces al soltar las palabras. No es que no me interesara lo que decía, me había interesado en todos los casos, y más ahora en que me estaba confesando lo que había hecho y por qué y cómo, o lo que él creía que yo creía, y acertaba. Pero aunque no me hubiera interesado, habría continuado oyéndolo indefinidamente, oyéndolo mientras lo miraba. Encendió otra luz, la de la lámpara que tenía al lado (se sentaba a leer en ese sillón a veces), ya había anochecido del todo y la que había no bastaba. Lo vi mejor, le vi sus pestañas bastante largas y su expresión algo ensoñada, también entonces. Su semblante no denotaba preocupación ni violencia por lo que estaba contando. De momento no le costaba. Yo tenía que recordarme cuán odiosa resultaba su tranquilidad dominante en aquellas circunstancias, porque lo cierto era que no me lo resultaba—. Uno sabe que es incondicional de esa persona —prosiguió—, que la va a ayudar y a apoyar en lo que sea, aunque se trate de un empeño horrible (por ejemplo cargarse a alguien, uno pensará que le han dado motivos o que no hay más remedio), y que hará por ella lo que se tercie. Son personas que no es que a uno le hagan gracia, en el sentido más noble del término; es que le caen en gracia, que es diferente y mucho más fuerte y duradero. Como todos sabemos, esa incondicionalidad apenas tiene que ver con la razón, ni siquiera con las causas. De hecho, es curioso, el efecto es enorme y no hay causas, no suele haberlas o no son formulables. A mí me parece que interviene no poco la decisión, una decisión arbitraria... Pero en fin, esa es otra historia. —De nuevo le había apetecido disertar, se forzaba a no caer en ello. Dentro de todo, procuraba ir al grano, y tuve la sensación de que, si aun así se espaciaba, no era contra su voluntad y porque no pudiera evitarlo, sino que buscaba algo con ello, quizá envolverme y acostumbrarme más a los hechos. De vez en cuando yo me paraba y pensaba: ‘Estamos hablando de lo que estamos hablando, un asesinato, es insólito; y yo le presto atención en vez de colgarlo de un árbol’. Y en seguida acudía a mi pensamiento la contestación de Athos a d’Artagnan cuando éste había exclamado lo mismo: ‘Sí, un asesinato, no más’. Y cada vez lo pensaba menos—. Casi nadie puede responder a esa pregunta que los demás sí se hacen sobre uno, sobre cualquiera: ‘¿Por qué se habrá enamorado de ella? ¿Qué le habrá visto?’. Sobre todo cuando es alguien que se juzga insoportable, no es el caso de Luisa, yo creo; pero bueno, no soy quién para decirlo, por lo que acabo de exponer, justamente. Pero ni tú misma, María, sin ir más lejos, sabrías responder por qué te has encaprichado de mí durante esta temporada, con todos mis defectos y a sabiendas de que mi verdadero interés estaba en otra parte desde el principio, de que tenía un objetivo irrenunciable desde hacía tiempo, de que no había posibilidad de que tú y yo fuéramos más allá de donde hemos ido. No sabrías, quiero decir, fuera del balbuceo de cuatro subjetividades imprecisas y poco airosas, tan discutibles como indiscutibles: indiscutibles para ti (¿quién osaría contradecirte?), discutibles para los otros. —‘Es verdad, no sabría’, pensé. ‘Como una estúpida. ¿Qué iba a decir, que me gustaba mirarlo y besarlo, y acostarme con él, y la zozobra de no saber si iba a hacerlo, y escucharlo? Sí, son razones idiotas y que no convencen a nadie, o así suenan siempre a oídos del que no siente lo mismo o no ha probado nada semejante en su vida. Ni siquiera son razones, como ha dicho Javier, seguramente tienen más que ver con una manifestación de fe que con ninguna otra cosa; aunque tal vez sí sean causas. Y su efecto es enorme, eso es cierto. Es invencible.’ Debí de sonrojarme levemente, o acaso me removí en el sofá con incomodidad, con vergüenza. Me molestaba que me hubiera mencionado abiertamente, que hubiera hecho referencia a mis sentimientos hacia él cuando yo había sido siempre discreta y parca en palabras, nunca lo había atosigado con peticiones ni declaraciones, ni con indirectas sutiles que lo hubieran invitado a expresarme algo de afecto, me había abstenido de hacerle sentir la menor responsabilidad u obligación o necesidad de respuesta, ni sombra de ello; tampoco había albergado esperanzas de que la situación cambiara, o sólo en la soledad de mi alcoba mirando los árboles, lejos de él, en secreto, como quien fantasea cuando empieza a venirle el sueño, todo el mundo tiene derecho a eso, a imaginarse lo imposible cuando la vigilia inicia por fin su retirada, qué menos, y se clausura el día. Me desazonaba que me hubiera incluido en todo aquello, podía habérselo ahorrado; no lo habría hecho inocentemente, alguna intención guardaría, no se le habría escapado. Otra vez me entraron ganas de levantarme y marcharme, de salir de una vez de aquella casa querida y temida y no volver; pero ahora ya sabía que no iba a irme hasta que terminara, hasta que me contara enteras su verdad o su mentira, o su verdad y su mentira, las dos juntas, no todavía. Díaz-Varela advirtió mi rubor o mi desasosiego, lo que fuese, porque se apresuró a añadir, como quien templa gaitas—: Ojo, no estoy insinuando que tú estés enamorada de mí ni que me seas incondicional ni que yo te haya caído en gracia, nada de eso. No soy tan presuntuoso. Sé bien que no es tanto, que estás muy lejos, que no puede compararse lo que tú sientes por mí desde hace poco con lo que yo siento por Luisa desde hace años. Sé que soy sólo un entretenimiento, que te he hecho gracia. Como tú a mí, no hay apenas diferencia, ¿me equivoco? Si lo menciono es como prueba de que hasta los encaprichamientos más pasajeros y leves carecen de causas. No digamos lo que es mucho más, infinitamente más que eso.

45
{"b":"146232","o":1}