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Una mañana de finales de junio no aparecieron, lo cual no tenía nada de particular, pasaba a veces, yo suponía que estarían de viaje o demasiado atareados para tomarse aquel respiro del que debían de disfrutar tanto. Luego me ausenté yo durante casi una semana, enviada por mi jefe a una estúpida Feria del Libro en el extranjero, a hacer relaciones públicas y el memo en su nombre, más que nada. A mi regreso seguían sin aparecer, ningún día, y eso me intranquilizó, más que por ellos por mí misma, que de pronto perdía mi aliciente mañanero. ‘Qué fácil resulta la esfumación de alguien’, pensaba. ‘Basta con que cambie de trabajo o de casa para que uno ya no vuelva a saber más de él ni a verlo en la vida. O incluso con que le modifiquen el horario. Qué frágiles son los vínculos tan sólo visuales.’ Eso me hizo preguntarme si acaso no debía cruzar con ellos unas palabras alguna vez, tras tanto tiempo de dotarlos de una significación alegre. No con ánimo de dar la lata ni de estropearles su ratito de compañía mutua ni de entablar trato fuera de la cafetería, claro está, eso no habría venido a cuento; sino tan sólo de mostrarles mi simpatía y mi aprecio, de darles los buenos días de entonces en adelante, y de así sentirme obligada a despedirme si era yo quien un día me largaba de la editorial y no volvía a pisar aquella zona, y de obligarlos un poco a ellos a hacer otro tanto si eran ellos quienes se trasladaban o alteraban sus hábitos, de la misma manera que un comerciante de nuestro barrio nos suele advertir de que va a cerrar o a traspasar su negocio, o que los avisamos nosotros a casi todos cuando estamos a punto de mudarnos. Por lo menos tener conciencia de que vamos a dejar de ver a gente de cada día, aunque siempre la hayamos visto a distancia o de forma utilitaria y sin apenas reparar en sus caras. Sí, eso suele hacerse.

Así que acabé por preguntar a los camareros. Me contestaron que, según tenían entendido, la pareja se había marchado ya de vacaciones. Me sonó más a suposición que a dato. Era un poco pronto, pero hay personas que prefieren no pasar julio en Madrid, cuando el calor es más de fuego, o quizá Luisa y Deverne podían permitirse salir los dos meses, parecían lo bastante adinerados y libres (tal vez sus salarios dependían de ellos mismos). Aunque lamenté no ir a disponer ya hasta septiembre de mi pequeño estímulo matutino, también me tranquilizó saber que regresaría entonces, y que no había desaparecido de la faz de mi tierra para siempre.

Recuerdo haber caído, en aquellos días, sobre un titular del periódico que hablaba de la muerte a navajazos de un empresario madrileño, y haber pasado rápidamente de página, sin leer el texto completo, precisamente por la ilustración de la noticia: la foto de un hombre tirado en el suelo en mitad de la calle, en la calzada, sin chaqueta ni corbata ni camisa, o con ella abierta y los faldones fuera, mientras los del Samur intentaban reanimarlo, salvarlo, con un charco de sangre a su alrededor y esa camisa blanca empapada y manchada, o eso me figuré al vislumbrarlo. Por el ángulo adoptado no se le veía bien la cara y en todo caso no me detuve a mirársela, detesto esa manía actual de la prensa de no ahorrarle al lector o al espectador las imágenes más brutales —o será que las piden éstos, seres trastornados en su conjunto; pero nadie pide nunca más que lo que ya conoce y se le ha dado—, como si la descripción con palabras no bastara y sin el más mínimo miramiento hacia el individuo brutalizado, que ya no puede defenderse ni preservarse de las miradas a las que no se habría sometido jamás con su conciencia alerta, como no se habría expuesto ante desconocidos ni conocidos en albornoz o en pijama, juzgándose impresentable. Y como fotografiar a un hombre muerto o agonizante, más aún si es por violencia, me parece un abuso y la máxima falta de respeto hacia quien acaba de convertirse en una víctima o en un cadáver —si aún puede vérselo es como si no hubiera muerto del todo o no fuera pasado enteramente, y entonces hay que dejarlo que se muera de veras y se salga del tiempo sin testigos inoportunos ni público—, no estoy dispuesta a participar de esa costumbre que se nos impone, no me da la gana de mirar lo que se nos insta a mirar o casi se nos obliga, y a sumar mis ojos curiosos y horrorizados a los de centenares de miles cuyas cabezas estarán pensando mientras observan, con una especie de fascinación reprimida o de seguro alivio: ‘No soy yo sino otro, este que tengo delante. No soy yo porque le veo el rostro y no es el mío. Leo su nombre en la prensa y tampoco es el mío, no coincide, así no me llamo. Le ha tocado a otro, qué habría hecho, en qué líos o deudas se habría metido o qué perjuicios terribles habría causado para que lo hayan cosido a navajazos. Yo no me meto en nada ni me creo enemigos, yo me abstengo. O sí me meto y hago mi daño, pero no me han pillado. Por suerte es otro y no soy yo el muerto que aquí se nos muestra y del que se habla, luego estoy más a salvo que ayer, ayer me he escapado. A este pobre diablo, en cambio, lo han cazado’. En ningún momento se me ocurrió asociar aquella noticia que dejé pasar de largo con el hombre agradable y risueño que veía desayunar a diario, y que con su mujer, sin darse cuenta, tenía la gentileza infinita de levantarme el ánimo.

Durante unos días, ya después de mi viaje, eché en falta al matrimonio pese a saber que no vendría. Ahora llegaba a la editorial con puntualidad (daba cuenta de mi desayuno y listo, sin motivo para el remoloneo), pero con cierto decaimiento y más desgana, es sorprendente lo mal que nuestras rutinas aceptan las variaciones, hasta las que son para bien, esta no lo era. Me daba más pereza enfrentarme a mis tareas, ver inflarse a mi jefe y recibir las pesadísimas llamadas o visitas de los escritores, lo cual, no se sabía por qué, había acabado por convertirse en uno de mis cometidos, quizá porque tendía a hacerles más caso que mis compañeros, que directamente los rehuían, sobre todo a los más engreídos y exigentes, por un lado, y por otro a los más pelmas y desorientados, a los que vivían solos, a los desastrosos, a los que coqueteaban inverosímilmente, a los que marcaban nuestro teléfono para empezar la jornada y comunicarle a alguien que aún existían, valiéndose de cualquier pretexto. Son gente rara, la mayoría. Se levantan de la misma forma que se acostaron, pensando en sus cosas imaginarias que sin embargo les ocupan tanto tiempo. Los que viven de la literatura y sus aledaños y por lo tanto carecen de empleo —y ya van siendo unos cuantos, en este negocio hay dinero, en contra de lo que se proclama, principalmente para los editores y distribuidores— no se mueven de sus casas y lo único que tienen que hacer es volver al ordenador o a la máquina —todavía hay algún pirado que sigue utilizando esta última y al que después hay que escanearle los textos, cuando los entrega— con incomprensible autodisciplina: hay que ser un poco anormal para ponerse a trabajar en algo sin que nadie se lo mande a uno. Y así, me sentía con mucho menos humor y paciencia para ayudar a vestirse, como hacía casi a diario, a un novelista llamado Cortezo que me llamaba con alguna excusa absurda para a continuación preguntarme, ‘aprovechando que te tengo al teléfono’, si me parecía que iba bien combinado con los adefesios o antiguallas que se había puesto o pensaba ponerse, y que me describía.

‘¿Tú crees que con este pantalón mil rayas y mocasines marrones con borla, ya sabes, a modo de adorno, van bien unos calcetines de rombos?’

Me guardaba de decirle que me horrorizaban los calcetines de rombos, los pantalones mil rayas y los mocasines marrones con borla, porque eso lo habría preocupado en exceso y la conversación se habría eternizado.

‘¿De qué colores son los rombos?’, le preguntaba.

‘Marrones y naranja. Pero también los tengo rojos y azules, y verdes y beige, ¿qué te parece?’

‘Mejor marrones y azules, tal como me has dicho que vas’, le contestaba.

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