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Miguel Desvern o Deverne tenía unas facciones muy gratas y una expresión varonilmente afectuosa, lo cual lo hacía atractivo de lejos y me llevaba a suponerlo irresistible en el trato. Es probable que me fijara antes en él que en Luisa, o que fuera él quien me obligara a fijarme también en ella, ya que, si a la mujer la vi sin su marido a menudo —éste se marchaba antes de la cafetería y ella se quedaba unos minutos más casi siempre, a veces sola, fumando, a veces con una o dos compañeras de trabajo o madres del colegio o amigas, que alguna que otra mañana se les agregaban a última hora, cuando él ya estaba a punto de despedirse—, al marido no llegué a verlo nunca sin su mujer al lado. Para mí su imagen sola no existe, es con ella (fue una de las razones por las que al principio no lo reconocí en el periódico, porque allí no estaba Luisa). Pero en seguida pasaron a interesarme los dos, si ese es el verbo.

Desvern tenía el pelo corto, tupido y muy oscuro, con canas solamente en las sienes, que se le adivinaban más crespas que el resto (si se hubiera dejado crecer las patillas, quién sabe si no le habrían aparecido unos caracolillos incongruentes). Su mirada era viva, sosegada y alegre, con un destello de ingenuidad o puerilidad cuando escuchaba, la de un individuo al que la vida en general divierte, o que no está dispuesto a pasar por ella sin disfrutar de los mil aspectos graciosos que encierra, incluso en medio de las dificultades y las desgracias. Bien es verdad que él habría sufrido muy pocas para lo que es el destino más común de los hombres, lo cual lo ayudaría a conservar aquellos ojos confiados y sonrientes. Eran grises y parecían registrarlo todo como si todo fuera novedoso, hasta lo que se les repetía a diario insignificante, aquella cafetería de la parte alta de Príncipe de Vergara y sus camareros, mi figura muda. Tenía hoyuelo en la barbilla. Me hacía acordarme de algún diálogo de película en el que una actriz le preguntaba a Robert Mitchum o a Cary Grant o a Kirk Douglas, no recuerdo, cómo se las ingeniaba para afeitarse allí, a la vez que se lo tocaba con el dedo índice. A mí me daban ganas de levantarme de mi mesa todas las mañanas, acercarme hasta la de Deverne y preguntarle lo mismo, y tocarle a mi vez el suyo con el pulgar o el índice, levemente. Siempre iba muy bien afeitado, el hoyuelo incluido.

Ellos se fijaron en mí mucho menos, infinitamente menos que yo en ellos. Pedían su desayuno en la barra y una vez servido se lo llevaban a una mesa junto al ventanal que daba a la calle, mientras que yo tomaba asiento en una más al fondo. En primavera y verano nos sentábamos todos en la terraza y los camareros nos pasaban las consumiciones por una ventana abierta a la altura de su barra, lo cual daba pie a varias idas y venidas de unos y otros y a mayor contacto visual, porque de otra clase no hubo. Tanto Desvern como Luisa cruzaron conmigo alguna mirada, de mera curiosidad, sin intención y jamás prolongada. Él no me miró nunca de manera insinuante, castigadora o presumida, eso habría sido un chasco, y ella tampoco me mostró nunca recelo, superioridad o displicencia, eso me habría supuesto un disgusto. Eran los dos los que me caían bien, los dos juntos. No los observaba con envidia, en absoluto era eso, sino con el alivio de comprobar que en la vida real podía darse lo que a mi entender debía de ser una pareja perfecta. Y aún me parecían más esto último en la medida en que el aspecto de Luisa no casaba con el de Deverne, en cuanto a estilo y vestimenta. Junto a un hombre tan trajeado como él uno habría esperado ver a una mujer de sus mismas características, clásica y elegante, aunque no necesariamente previsible, con faldas y zapatos de tacón alto las más de las veces, con ropa de Céline, por ejemplo, y pendientes y pulseras notables pero de buen gusto. En cambio ella alternaba un estilo deportivo con otro que no sé si calificar de fresco o de desentendido, nada historiado en todo caso. Tan alta como él, era morena de piel, con una media melena castaña muy oscura, casi negra, y poquísimo maquillaje. Cuando llevaba pantalón —a menudo vaquero—, lo acompañaba de una cazadora convencional y de bota o zapato plano; cuando llevaba falda, los zapatos eran de medio tacón y sin originalidades, casi idénticos a los que calzaban muchas mujeres en los años cincuenta, o en verano sandalias finas que dejaban al descubierto unos pies pequeños para su estatura y delicados. Nunca le vi ninguna joya y sus bolsos eran de bandolera. Se la veía tan simpática y alegre como él, aunque su risa era menos sonora; pero igual de fácil y quizá más cálida, con su dentadura resplandeciente que le confería una expresión algo aniñada —habría reído de la misma forma desde los cuatro años, sin poder evitarlo—, o eran las mejillas, que se le redondeaban. Era como si hubieran adquirido la costumbre de darse un respiro juntos, antes de ir a sus respectivos trabajos, tras poner fin al ajetreo matinal de las familias con hijos pequeños. Un rato para ellos, para no desprenderse el uno del otro en medio del trajín y charlar animadamente, me preguntaba de qué hablaban o qué se contaban —cómo es que tenían tanto que contarse, si se acostaban y levantaban juntos y se mantendrían al día de sus pensamientos y andanzas—, su conversación sólo me alcanzaba en fragmentos, o en palabras sueltas. En una ocasión le oí a él llamarla ‘princesa’.

Por así decir, les deseaba todo el bien del mundo, como a los personajes de una novela o de una película por los que uno toma partido desde el principio, a sabiendas de que algo malo va a ocurrirles, de que algo va a torcérseles en algún momento, o no habría novela o película. En la vida real, sin embargo, no tenía por qué ser así y yo esperaba seguir viéndolos cada mañana tal como eran, sin descubrirlos un día con desapego unilateral o mutuo y sin saber qué decirse, impacientes por perderse de vista, con un gesto de irritación recíproca o de indiferencia. Eran el breve y modesto espectáculo que me ponía de buen humor antes de entrar en la editorial a bregar con mi megalómano jefe y sus autores cargantes. Si Luisa y Desvern se ausentaban unos días, los echaba de menos y me enfrentaba a mi jornada con más pesadumbre. En cierta medida me sentía en deuda con ellos, porque, sin saberlo ni pretenderlo, me ayudaban a diario y me permitían fantasear sobre su vida que se me antojaba sin mácula, tanto que me alegraba de no poder cerciorarme ni averiguar nada al respecto, y así no salir de mi encantamiento pasajero (yo tenía la mía con muchas máculas, y la verdad es que no volvía a acordarme de ellos hasta la mañana siguiente, mientras maldecía en el autobús por haber madrugado, eso me mata). Yo habría deseado ofrecerles algo parecido, pero no era el caso. Ellos no me necesitaban, ni probablemente a nadie, yo era casi invisible, borrada por su contento. Sólo un par de veces, al él marcharse, y tras darle el acostumbrado beso en los labios a Luisa —ella nunca esperaba ese beso sentada, sino que se ponía de pie para devolvérselo—, me hizo un ligero ademán con la cabeza, casi una inclinación, después de haber alargado el cuello y alzado la mano a media altura para despedirse de los camareros, como si yo fuera uno de éstos, pero femenina. Su mujer, observadora, me hizo un gesto parecido cuando yo me fui —siempre después que él y antes que ella— las mismas dos veces en que su marido había tenido esa deferencia. Pero cuando yo les quise corresponder con mi inclinación aún más leve, tanto él como ella habían desviado ya la mirada y no me vieron. Tan rápidos fueron, o tan prudentes.

Mientras los vi, no supe quiénes eran ni a qué se dedicaban, aunque se trataba sin duda de gente con dinero. Tal vez no riquísimos, pero sí acomodados. Quiero decir que de haber sido lo primero, no habrían llevado a sus niños a la escuela en persona, como tenía la seguridad de que hacían antes de su pausa en la cafetería, posiblemente al colegio Estilo, que estaba muy cerca, aunque hay varios en la zona, chalets de El Viso rehabilitados, u hotelitos, como se los llamaba antiguamente, yo misma fui a uno de ellos en párvulos, en la calle Oquendo, no muy lejana; ni habrían desayunado casi a diario en aquel local de barrio, ni se habrían marchado a sus respectivos trabajos hacia las nueve, él un poco antes de esa hora, ella un poco después, según me confirmaron los camareros cuando les inquirí acerca de ellos y también una compañera de la editorial con la que comenté más adelante el suceso macabro y que, pese a conocerlos no más que yo, se las había arreglado para saber unos cuantos datos, supongo que las personas cotillas y malpensadas siempre encuentran manera de averiguar lo que quieren, sobre todo si es negativo o hay por medio una desgracia, aunque no les vaya nada en ello.

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