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Lejos de apreciar el humor —bien es verdad que un humor tétrico—, esta observación lo puso serio y como a la defensiva. Ahora sí se subió más las mangas efectivamente, con sendos gestos enérgicos como si se aprestara a combatir o a hacerme una demostración física, se las subió hasta por encima de los bíceps como un galán tropical de los años cincuenta, Ricardo Montalbán, Gilbert Roland, uno de aquellos hombres simpáticos ya olvidados por casi todo el mundo. No iba a combatir, desde luego, ni tampoco a pegarme, eso no entraba en su carácter. Comprendí que algo lo había contrariado sobremanera y que iba a refutármelo.

—Yo no me las he manchado, no te olvides. He llevado todo el cuidado. Tú no sabes lo que es manchárselas de veras. No sabes lo que delegar aleja de los hechos, no tienes ni idea de cuánto ayuda poner gente en medio. ¿Por qué te crees que lo hace todo el que puede, a las primeras de cambio, ante la menor situación incómoda o ligeramente desagradable? ¿Por qué te crees que intervienen abogados en los pleitos, y en los divorcios? No es sólo por su sapiencia y sus mañas. ¿Por qué te crees que los actores y actrices tienen representantes, y los escritores agentes, y los toreros apoderados, y los boxeadores managers, cuando aún había boxeo? Acabarán con todo estos puritanos de ahora. ¿Por qué te crees que los empresarios se valen de testaferros, o que cualquier criminal con dinero envía matones o contrata sicarios? No es sólo por no mancharse las manos literalmente, ni por cobardía, para no dar la cara ni arriesgarse a salir dañado. La mayoría de los tipos que recurren habitualmente a esas figuras (otra cosa son los que lo hacen excepcionalmente, como yo mismo) empezaron ejerciendo sus mismas tareas y quizá han sido maestros en ellas: están acostumbrados a dar palizas o incluso a meterle una bala a alguien, sería improbable que salieran maltrechos de un encuentro de esos. ¿Por qué crees que los políticos mandan tropas a las guerras que declaran, si es que se molestan aún en declararlas? Ellos, a diferencia de los otros, no podrían hacer el trabajo de los soldados, pero es más que eso. En todos los casos hay una autosugestión enorme, que proporcionan la mediación y la distancia de lo que ocurre, y el privilegio de no presenciarlo. Parece increíble, pero así funciona, yo lo he comprobado personalmente. Uno llega a convencerse de que no tiene que ver con lo que sucede a ras de suelo, o en el cuerpo a cuerpo, aunque lo haya originado y desencadenado y haya pagado por que acontezca. El divorciado acaba por persuadirse de que su exigencia mezquina y la saña no son suyas, sino de su abogado. Los actores y los escritores de fama, los toreros y los boxeadores se disculpan por las pretensiones económicas de sus representantes o por las trabas que ponen, como si éstos no obedecieran sus órdenes ni trabajaran a su dictado. El político ve en la televisión o en la prensa los efectos de los bombardeos que él ha iniciado, o se entera de las atrocidades que su ejército está cometiendo sobre el terreno; niega con la cabeza con desaprobación y con asco, se pregunta cómo es que sus generales son tan bestias o tan torpes, cómo es que no pueden controlar a sus hombres en cuanto empieza la lucha y los pierden un poco de vista, pero jamás se ve como culpable de lo que pasa a millares de kilómetros, sin que él tome parte ni sea testigo: en seguida ha logrado olvidarse de que dependió todo de él, de que él dio la voz de ‘Adelante’. Lo mismo el capoque ha lanzado a sus matones: lee o le informan de que éstos se han sobrepasado, de que no se han limitado a cargarse a unos cuantos, de acuerdo con sus indicaciones, sino que además les han cortado la cabeza y los testículos y se los han metido en la boca; se estremece un instante al figurárselo y piensa que esos esbirros suyos en verdad son unos sádicos, ya no recuerda que les dejó la imaginación y las manos libres y que les dijo: ‘Que la cosa espante a todo el mundo. Que sirva bien de escarmiento. Que con esto cunda el pánico’.

Díaz-Varela se detuvo, como si esta enumeración lo hubiera dejado momentáneamente exhausto. Se sirvió otra copa y bebió un buen trago, sediento. Encendió otro pitillo. Se quedó mirando al suelo, absorto. Durante unos segundos vi la imagen de un hombre abatido, abrumado, quizá lleno de remordimientos, quizá arrepentido. Pero no había habido nada de eso hasta ahora, en su relato ni en sus digresiones. Más bien lo contrario. ‘¿Por qué se asocia a sí mismo con estos individuos?’, pensé. ‘¿Por qué me los trae a la memoria, en vez de ahuyentármelos? ¿Qué gana con que yo vea sus actos a esta luz tan repugnante? Siempre puede hallarse alguna que embellezca el crimen más feo, que lo justifique mínimamente, una causa no del todo siniestra que al menos permita entenderlo sin náusea. “Así funciona, yo lo he comprobado personalmente”, ha dicho incluyéndose en la nómina. Se comprende en el caso de los divorciados y los toreros, no en el de los políticos cínicos y los criminales de oficio. Es como si no buscara paliativos, como si quisiera horrorizarme todavía más, a ratos. Tal vez sea para predisponerme a abrazar cualquier excusa, las que vengan luego, tienen que llegar pronto o tarde, no es posible que me reconozca sin más su egoísmo y su vileza, su traición, su falta de escrúpulos, ni siquiera hace mucho hincapié en su enamoramiento de Luisa, en su apasionada necesidad de ella, no se ha rebajado a decir frases ridículas pero que emocionan a veces y ablandan, como “No puedo vivir sin ella, ¿comprendes? No aguantaba más, para mí es como el aire, me ahogaba sin ninguna esperanza y ahora en cambio tengo una. No le deseaba a Miguel mal alguno, al contrario, era mi mejor amigo; pero estaba en medio de mi única vida, de la única que quiero, mala suerte, y lo que nos impide vivir hay que quitarlo”. Se aceptan los excesos de los enamorados, no todos, claro, pero en ocasiones basta con decir que alguien lo está mucho o lo estuvo para ahorrarse otras razones. “Es que la quería tanto”, se dice, “que no sabía lo que hacía”, y la gente asiente y se hace cargo, como si se le hablara de algo conocido por todos. “Vivía por y para él, no había nadie más en la tierra, habría sacrificado lo que fuera, el resto no le importaba”, y con eso ya se entienden tantos actos innobles y ruines, y hasta se disculpan algunos. ¿Por qué no insiste Javier en su condición enfermiza que cree poder padecer todo el mundo? ¿Por qué no se escuda más en ella? La da por supuesta pero no la subraya, no la pone por delante, y, en contra de lo que le convendría, se vincula con personajes despreciables y fríos. Sí, quizá sea eso: cuanto más me espante y me someta el pánico, cuanto más sienta el arrastre del vértigo, más proclive seré a aferrarme a cualquier atenuante. No le faltaría razón, de ser ese su propósito. Estoy deseando que aparezca alguna, alguna explicación o atenuante que me levante un poco de peso. Ya no puedo más de estos hechos, tal como son y me los imaginaba desde el maldito día en que escuché tras esa puerta. Estaba al otro lado aquel día, donde ya nunca más volveré a estar, ahora es seguro. Aunque se me acercara Javier y me abrazara por la espalda, y me acariciara con dedos y labios. Aunque me susurrara al oído palabras que jamás ha pronunciado. Aunque me dijera: “Qué ciego he estado, cómo es que no he sabido verte, pero aún estoy a tiempo”. Aunque tirara de mí hacia esa puerta, y me lo suplicara.’

Nada de eso iba a suceder en ningún caso. Ni siquiera si le hacía chantaje, si lo amenazaba con contarlo o era yo quien le suplicaba. Seguía metido en sus pensamientos, extrañamente ajeno, continuaba con la vista fija en el suelo. Lo saqué de su ensimismamiento en vez de aprovechar para largarme, ya era tarde: habría preferido quedarme con mis conjeturas sombrías y no saber nada seguro, después de haberle escuchado; pero ahora quería que terminara, por ver si su historia era algo menos mala, algo menos triste de lo que sonaba.

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