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—¡Calle! —le ataja Mónica con gesto imperioso—. Alguien viene... Alguien viene, sí... ¡Váyase, escóndase...! —De pronto, como si el mundo se le viniese encima, lanza un grito—: ¡Renato! —Y aun más espantada—: ¡Aimée!

—¡Yo, sí...! —confirma Renato, llegando junto a ellos—. En el mejor momento, Mónica. Ya sé que pretendías que lo ignorase todo. Ya sé que reprocharás a tu hermana por habérmelo dicho, pero ella no podía callar, no era posible que siguiera callando, porque, quieras o no, yo soy el amo de esta casa y el jefe de esta familia...

—¡Renato...! —murmura Mónica completamente desconcertada.

—Me importa poco lo que pienses, ni lo que Juan pueda decir. Están en mi casa, y en mi casa se va por el camino recto, se juega limpio, se procede con dignidad y decoro... Y si lo has olvidado, Juan, aquí estoy para recordártelo y para exigirte cuentas muy estrechas de la forma en que has procedido con Mónica.

—¿Qué? —se extraña Juan, sin comprender el alcance de las palabras de Renato.

—Entiende de una vez, Juan, que en este asunto es conmigo, y no con las mujeres, con quien vas a medirte.

—¡No sabes cuánto celebro que sea contigo!—acepta Juan en tono insolente—. ¡Deseando estaba encontrarte cara a cara!

—¡Pues aquí me tienes! —se ofrece Renato violentamente—. ¡Te entenderás conmigo, y sólo conmigo!

—¡Cuando quieras! —desafía Juan dando un paso adelante y echando mano a su cintura.

—¡No! ¡No! ¡Ese cuchillo...! —advierte Mónica en un grito de espanto.

—¡Yo no tengo armas! —indica Renato con gesto noble y fiero.

—¡Mejor es así! —acepta Juan arrojando el cuchillo al suelo—. ¡Cara a cara... de hombre a hombre! Con los puños, con los dientes, con las uñas... ¡Como quieras! ¡He venido a llevármela, y me la llevaré por encima de ti!

—¡No te la llevarás sin hacerla tu esposa!

—¿Qué? —se desconcierta Juan. ¿Hacerla mi esposa?

—Mónica es para mí una hermana. ¡Si le debes la honra, tendrás que cumplir!

—¿Mónica...? —tartamudea Juan estupefacto.

—¡Mónica... sí... sí! —interviene Aimée con decisión—. No lo niegue usted, Juan del Diablo, no intente mentir. Usted ha arrastrado a mi pobre hermana a los peores extremos... Usted la tiene asustada, acorralada y sometida por el terror... ¡Usted... usted...!

—¡Aimée...! —reprueba Mónica con acento desgarrador.

—¡Es la verdad! ¡Es la verdad! Perdóname que se lo haya dicho a Renato, pero yo no podía callarme esto. ¡No podía! ¡Perdóname, Mónica, perdóname! Tuve que decirle... Fue necesario...! ¿Me oyes? ¿Me entiendes? Era horrible lo que Renato creía. Tuve que decirle la verdad. ¡Que eras tú... tú... tú!

Ha ido a ella, estrujando su brazo, pero Mónica la rechaza de un brusco empujón, irguiéndose fría, tensa, sacudida por un temblor nervioso. Juan ha retrocedido, ahogada de asombro la voz en su garganta pero Renato ha dado un paso sujetando a Aimée con sus manos como zarpas, clavadas las pupilas en el rostro de Mónica como si se asomara al fondo de un abismo:

—Mónica, Aimée me ha dicho que Juan es tu amante. ¿Es verdad, o es mentira?

—Es verdad, Renato... —murmura Mónica en voz ronca. Y cobrando fuerzas y valor, prosigue con su engaño—: Es el hombre a quien quiero, el hombre a quien le di mi amor y mi vida, y no te doy derecho a intervenir. ¡No te doy derecho...!

La mirada de Renato ha ido hacia Juan como un relámpago. Ve el rostro viril endurecido, apretadas las mandíbulas, ardientes los ojos con una llama indefinible y le espeta:

—Esto se arregla de hombre a hombre, Juan: ¡tu vida contra la mía!

—¿Por qué? ¿Por quién? ¿Por esa...? —salta Juan en un estallido de ira y de asco.

—¡Por la mujer que es una hermana para mí! —sentencia Renato en tono rotundo y amenazador—. ¡Cumplirás con ella! ¡Te portarás como un hombre, o te mataré como a un perro!

—¡No... no, Renato! —interviene Mónica con la angustia reflejada en su pálido rostro—. Este asunto es mío, sólo mío. No puedo consentir...

—¡Calla! —la interrumpe Renato imperioso. Y dirigiéndose a Juan, exclama—: ¡Sólo a mí has de darme cuentas, Juan!

—Te las daré cumplidas... ¿Me aceptas por esposo, Mónica de Molnar?

—¡No... no! —rechaza Mónica con la desesperación enroscada en su garganta.

—¿Que no, has dicho? ¡Pues yo digo que sí! Te casarás con Juan del Diablo, ¡o no saldrá él vivo de aquí!

Es un instante, uno de esos instantes largos como siglos en que las almas tiemblan. Desesperadamente, Renato ordena, pide, exige... No ha creído más que a medias las palabras de Aimée, apenas ha podido dar crédito a sus ojos al hallar juntos a Mónica y a Juan y se agiganta en su pecho la resolución terrible, el ansia salvaje de matar, hasta ahora desconocida para él. Quiere hallar la verdad... la verdad que al mismo tiempo le espanta, y tiembla también él al ver temblar a Mónica, que vacila como si un momento considerara la profundidad de aquel abismo repentinamente abierto a sus pies...

—Ya has visto que no quiere casarse conmigo —expone Juan con el más amargo sarcasmo—. Soy muy poca cosa para una Molnar. Como esposo, no sirvo... Sirvo como juguete, como diversión, como amante de un día, como muñeco con el cual divertirse durante los meses de espera para una boda de su rango. Para eso es para lo único que sirvo...

Ha sonreído... ha sonreído como Satanás pudiera sonreír. Y no mira a Mónica, sino a Aimée que se mantiene tensa y rígida, sintiendo apretarse un poco más las manos de Renato, devolviéndole aquella mirada con la suya fija. Como si contemplase la moneda que salta en el aire para caer, jugando a cara o cruz la muerte o la vida. Y es Mónica quien rompe el silencio expectante:

—¡Acepto!

—Yo creo, Renato... —empieza a decir Aimée; pero Renato la ataja imperativo:

—¡Tú, calla! Aceptas, ¿eh? Naturalmente que aceptas, Mónica. Y tú, naturalmente que cumples, Juan. —Y con indefinible amargura, comenta—: ¿Qué razón puede haber para que esa boda no se realice? ¿Cuál es el impedimento legal? ¿Por qué citarse detrás de la iglesia, Juan, cuándo puedes llevártela tras recibir la bendición de Dios en el altar, con la alegría de todos y el aplauso de la sociedad? ¿Por qué no casarlos, Aimée? ¿No es eso colmar la medida de tu deseo, cumplir como Dios manda, como una buena hermana? ¿Por qué no ser nosotros padrinos de esa boda? ¿Por qué proceder como criminales cuando no están haciendo nada, absolutamente nada para lo que no tengan derecho legal? Aceptas... ¡naturalmente que aceptas, Mónica! Te casas... ¡naturalmente que te casas, Juan!

Hay un rumor de pasos y voces que se acercan, y unos y otros se miran sorprendidos, hasta que Renato comenta:

—Creo que viene mi madre... Seguramente Catalina corrió a darle aviso... Bienvenidos todos para escuchar la buena nueva. —Y alzando la voz, llama—: ¡Madre... Noel... aquí estamos...! Ya verán cómo van a alegrarse todos...

—Renato... Renato... —suplica Aimée presa de angustia—. No les hables a ellas... no les digas...

—¡Aimée... hija...! —prorrumpe Catalina llegando junto al grupo. Y sorprendiéndose, exclama—: ¡Oh, Mónica...!

—Mónica, sí —confirma Renato—. Mónica y Juan de Dios... ¿No es ese el nombre que Mónica gusta darle? ¡Juan de Dios...! Acércate, madre. Sí, Juan está aquí, pero no hay nada por lo que tengan que alarmarse...

Sofía D'Autremont ha llegado junto a Renato, pálida, temblorosa, como si viera llegar por fin la desgracia tantas veces presentida para su hijo; pero Renato sonríe... sonríe con una sonrisa nueva en él: desafiante, amarga, casi agresiva, cuando explica:

—Tengo que dar a todos una gran noticia: Mónica y Juan han decidido casarse, y lo harán en seguida. ¡En seguida!

—Renato, te suplico...

—Ni una palabra más por esta noche, querida —corta Renato con ira el ruego de Aimée—. Necesitas descansar y dormir. Mañana te aguarda un día terrible... Mañana mismo será la boda. Tengo también el mayor empeño en que mañana mismo estén lejos de aquí.

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