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—¡Renato! ¿Estás loco?

—¡Loco y ciego tuve que haber sido! ¡Hipócrita! ¡Perdida!

—¿Por qué hablas de ese modo? ¿Por qué me miras así? —Y con ahogado espanto intenta defenderse—: Renato, ¿has perdido el juicio?

—¿Recuerdas esta carta? ¡Dime!

—Yo... Yo... Yo... —balbucea Aimée sin encontrar salida.

—Es tuya... No lo niegues, no puedes negarlo. ¡Es tuya, sí, tú la escribiste! ¡Me engañabas!

—¡No, Renato, no... ¡

—En esta carta gimes, suplicas, le pides compasión a otro hombre, y es a mí a quien debías pedirla... Pero no lo hagas, porque será inútil... ¡Será inútil!

Aimée ha tratado de huir, pero las manos de Renato la atenazan oprimiéndola, suben a su garganta, rudas y decididas... Con la suprema audacia del terror, Aimée logra rehuirlas para destilar el veneno de una acusación:

—No soy yo la culpable. ¡Te lo juro! ¡Es ella... ella...! Pido compasión, pero no para mí. Pido piedad, pero es para ella. Me humillo y suplico, pero es para salvarla a ella. ¡A Mónica!

—¿Qué es lo que dices?

—¡Mónica es la amante de Juan del Diablo!

—¡No! ¡Imposible!

—Juré callar a costa de todo... Juré no decirlo... Por mi madre. Renato, por nuestra pobre madre, quise salvar a mi hermana. Quise salvarla a costa de mi misma. ¡Ten piedad de ella, Renato! ¡Ten piedad de ella, y ten piedad de mí!

Como si un golpe brusco le despertara, como si ascendiera del fondo de un abismo, como si en sus tinieblas se hiciera la luz de repente, como si en medio de su desesperación sin límites un rayo de esperanza llegara deslumbrándole, Renato ha retrocedido buscando la verdad en los ojos de Aimée, que ahora lloran de espanto, en sus manos extendidas que piden compasión y piedad, es aquella voz que el terror ha quebrado en sollozos, mientras torpe y desesperadamente barbota su mentira:

—Es Mónica... Es Mónica... Mi pobre hermana que está loca, ya te lo dije. Le escribí a esa fiera de Juan para detenerlo. No era posible abandonarla en manos de esa bestia sin corazón. Darla a Juan es igual que entregarla indefensa en las garras de un tigre... ¿No me entiendes, Renato? ¡Mónica es la amante de Juan! Se entregó a él en un momento de locura, sin saber lo que hacía, y él la ha convertido en su esclava, en su víctima. ¿No comprendes?

—¿Y cómo puedo comprender...?

—Ella le quiso, perdió la razón un momento, y ahora él es el amo. Manda, ordena, la arrastra como a un guiñapo... y amenaza con el escándalo. Y ella se muere de espanto, y sufre, y llora y... ¡Es un canalla, Renato, un canalla, un bandido! Pero no le provoques, no te pongas frente a él... Deja que sea yo quien le hable, quien le diga...

—¡No mientas más! —estalla con furia Renato.

—¿No crees lo que te digo? ¡Te juro que es por Mónica que escribí esta carta! Ella estaba enloquecida de espanto y me pidió auxilio. La tiene acorralada, aterrada, y ahora mismo...

—Ahora mismo, ¿qué?

—¡Están discutiendo allí, tras la iglesia! Ella lucha por convencerlo de que se aleje, de que la deje volver a su convento... Es lo único que le pide, lo único que le implora...

—¿Detrás de la iglesia dijiste?

—Renato querido, ten lástima de Mónica... y perdóname... Perdóname por no habértelo dicho. Ella no me perdonaría jamás si supiera que tú lo sabes. Ella está arrepentida... Quiere matarse, morirse...

—¿Por Juan del Diablo? —prorrumpe Renato con desbordado sarcasmo y amargura.

—No por él, sino por su pecado, por su vergüenza... Yo quiero ayudarla a que él se aleje. Se lo he prometido... Comprar su marcha y su silencio... Tal vez un poco de dinero bastaría...

—¿Crees tú que basta con un poco de dinero —salta Renato con ira concentrada— ¿Crees que Juan es el más vil, el más canalla, el más prostituido de los hombres?

—Sí, Renato, sí. Es todo eso... Por ello Mónica está enloquecida. Sabe que mamá se moriría si ella diera un escándalo así. Le prometí hablar con esa fiera, detenerle, pedirle... —Se interrumpe de pronto y al observar el movimiento de Renato, pregunta espantada—: ¿Dónde vas?

—¡Voy allí, y tú vienes conmigo!

Ha arrastrado a Aimée, llevándola consigo. En vano ella lucha, en vano se resiste... Él va como loco, como ciego, sin acertar siquiera a distinguir en qué caos de sentimientos, en qué torbellino de locura van envueltas su razón y su vida. Y forcejeando, Aimée suplica:

—¡No, Renato, no! ¡Por favor, espera... óyeme!

—¡Frente a Dios dirás lo que tengas que decir!

—¡No... no...! ¿Estás loco? ¡No me lleves así! —Y en su desesperación grita Aimée—: ¡Por favor...!

—¡Renato... Aimée... Hija... Hija...! —En vano ha clamado la voz espantada de Catalina, pues tomo una tromba cruza Renato salas y jardines, arrastrando a Aimée consigo, mientras la voz de Catalina de Molnar, persiste en un grito—: ¡Renato... Aimée...!

La anciana intuye la tragedia, la presiente, la adivina. Quiere correr, pero le falta el aire, se le nubla la vista, y cae fin de rodillas... Ha visto cruzar una pequeña sombra oscura... Es Colibrí, pero éste no se detiene a la voz desesperada que clama en un sollozo:

—¡Muchacho... muchacho! ¡Pronto... Socorro...!

—¿Qué pasa? ¿Quién llama? —Es la voz del viejo notario que espantado ante los gritos de auxilio se acerca y, asombrado, exclama—: ¡Doña Catalina...!

—¡Oh, Noel, amigo mío! ¡Pronto! ¡Hay que impedirlo! ¡Llame a doña Sofía! ¡Hay que impedirlo!

—Pero, ¿impedir qué?

—¡Va a matar a mi hija! ¡Ay...!

Se ha quedado inmóvil, sin sentido. Noel, trémulo, mira a todas partes. Sombra y silencio caen sobre campos y jardines... Un trueno cercano parece agitar el espacio y una ráfaga de viento silba entre el follaje y la espesura. También él presiente, intuye, adivina, tiembla ante el terror de lo que ve venir, y alza en vano los ojos al cielo mientras la tormenta se avecina... Tan inútil como el deseo de detener la tormenta, tan imposible como sujetar el rayo, es impedirlo... Y ante su impotencia, exclama como en un rezo:

—¡Dios mío! ¡Dios mío...!

4

—¡MIENTE! USTED VINO a atravesarse en mi camino porque averiguó que íbamos a huir, porque vive a la espía...

—¡Yo vine porque Aimée me pidió que viniera! ¡Vine en su nombre para hacerle comprender a usted su locura y su vileza! Vine para pedirle...

—¡Es inútil pedirme!

Fieramente, Juan ha enfrentado a Mónica, encendidas de cólera las soberbias pupilas. Ha ido a ella como si quisiera destrozarla, golpearla con sus puños poderosos, pero la pálida figura helada y triste que se alza ante él, le detiene, inspirándole un respeto invencible, mientras un relámpago rojo, que es ya de odio, brilla en sus ojos magníficos...

—Le advierto que si Aimée no aparece dentro de cinco minutos, voy a buscarla adonde esté, sin que nada ni nadie me detenga. ¡Ni siquiera su marido!

—¿Pretende llevársela por la fuerza? ¿Es que no entiende que ella no quiere ir? —protesta Mónica en un arrebato de ira—. ¡Ella le ruega...!

—¡Pues bien, sin ruegos! —se exaspera Mónica—. No quiere ir con usted; no quiere seguirle... Vuelva en sí de esa estúpida vanidad por la que pretende ser para ella más que nada en el mundo... Aimée está arrepentida de su locura. Llorando me ha pedido que le detenga; ha rezado, acaso por primera vez en su vida, pidiéndole a Dios que la salve de usted, de su violencia, de su barbarie, de la brutal pasión que usted significa...

—¿Quién dijo eso?

—¡Ella misma! Ya lo sabe, Juan: ella no quiere seguirle. ¡Ella sólo pide que la deje tranquila!

—¿Burlándose de mí?

—No hay burla. Hay arrepentimiento, dolor de sus pecados, deseo de rehacer su vida, de ser fiel y leal al hombre honrado de quien es esposa.

—¡Mentira! ¡Mentira! ¡Que venga ella! Que cara a cara me lo diga, que me jure todo eso a mí, que me diga que no quiere volver a verme, que me pida ella, ella misma, que olvide su nombre, y entonces...

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