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Ahora sí escribe, rápida y firmemente, una carta ambigua, ceremoniosa, que es, sin embargo, un ruego desgarrador. Luego la dobla, guardándola en un sobre con sus dedos que tiemblan, y murmura:

—Para Juan... Para Juan de Dios... Sí... Es mejor así...

—¿Juan de Dios? —se extraña la sirvienta.

—Alguien le llama así... El entenderá perfectamente... Pero tú dile que la carta es mía, que estoy realmente enferma, que la escribí llorando desesperada... Anda... Ve, corre, no vayas a perder la oportunidad de esa carreta...

—¡Qué va, mi ama! El que la lleva es Esteban y ése sí que es amigo mío para todo lo que sea...

Aimée ha empujado violentamente a la sirvienta y ha vuelto a la ventana. El último rayó de sol ha desaparecido y una sola estrella, enorme, refulgente, brilla en el cielo azul muy pálido, sobre la cima del Mont Pelée...

—Bueno, Renato, en definitiva...

La voz se ha apagado en labios del notario, dándose cuenta de que Renato D'Autremont no le escucha... Cruzados los brazos, de pie en medio de la amplia habitación que fuera el despacho de su padre, los claros ojos inquisitivos recorren los estantes que llegan al techo, como si interrogasen a los viejos volúmenes pretendiendo arrancarles el secreto que encierran...

—¿Qué tanto miras ahí, muchacho?

—Era en este panel... Sí... Detrás de los libros, no sé si más arriba o más abajo, pero por aquí se abría un hueco... Era un escondite, una especie de caja de hierro a la moda del siglo pasado... Seguramente ahí guardaría papá valores, papeles, cosas importantes...

—Tu padre tenía cuentas corrientes en todos los bancos de Saint-Pierre. No creo que guardara nada importante en los escondrijos del despacho.

—Pues algo guardaba. Noel, y más de una vez, siendo yo niño, vi a mi padre registrar en él. La última fue la noche que precedió a la madrugada en la que nos lo trajeron moribundo después de su accidente... Esta casa es muy vieja. La mandó hacer uno de mis abuelos... La han ensanchado y renovado en muchas partes, pero el despacho no lo ha tocado nadie desde entonces...

—El despacho tiene, efectivamente, una puerta secreta en aquella esquina, y tú la conociste de niño. Al menos, eso me dijo doña Sofía esta mañana...

—¿Mamá? ¿Habló mamá esta mañana con usted?

—Acabo de cometer una indiscreción diciéndotelo; pero, en fin, ya está hecho y no es posible recoger velas. En efecto, hijo, hablamos... Entró aquí cuando menos lo esperaba, precisamente por la puertecilla esa, y me dio el gran susto...

—¿Por qué entró mi madre de esa manera? Por esquivar a Juan, ¿verdad? Por no verlo ni siquiera de lejos...

—Bueno, hijo, sí. Es inútil que te lo niegue. Tu madre lo aborrece... y algo peor: le tiene miedo. A veces parece uno tonto y supersticioso dejándose llevar de esas cosas, pero cuando el corazón de una madre da un aviso...

—No diga tonterías. Noel. Usted también le tiene miedo a Juan del Diablo y no es por corazonadas ni por presentimientos. Hay algo más positivo, más concreto... ¿Qué es lo que teme? ¿Que reclame su herencia? No, no se alarme, Noel. Siéntese... vuelva a sentarse. Ya le dije, al traerlo a éste despacho, que tenía que contarme varias historias viejas, y la primera de ellas la de mi padre... La de mi padre y la de Juan...

—De Juan nadie sabe nada, hijo mío...

—Usted si sabe, Noel, y mi madre también sabe... Y algo de Juan había en aquellos papeles que yo le vi esconder a mi padre. Después de eso ocurrió la única escena realmente desagradable y vergonzosa que recuerdo de mi niñez... Prefiero no hablar de eso, pero vuelvo a preguntarle, Noel: ¿Qué temen de Juan mi madre y usted? Dígame la verdad... la verdad, por cruda, por desagradable que parezca...

—Bueno, hijo, yo sólo temo a su carácter, a sus arrebatos, a su poca educación...

—Pero mi madre le temió siempre. Desde niño le inspiró odio y horror, y ahora evita el verlo porque su presencia le hace daño. Cuando se enfrentó con él, se puso tan pálida que temí verla caer sin sentido. ¿Y sabe por qué? Juan se parece extraordinariamente a mi padre... Puede ser una coincidencia... pero puede no serlo. Y son tantos los detalles alrededor de ese asunto, que yo...

—Renato, hijo mío... yo te ruego... —le interrumpe Noel hondamente apurado.

—Yo soy quien le ruego que se calle, Noel. Soy ya un hombre hecho y derecho. Conozco la vida y no voy a asustarme a estas alturas de que mi padre me haya dado un hermano fuera de la ley. ¿Por qué esa turbación? ¿Por qué ese susto, Noel?

—No es susto, es preocupación y angustia... ¿Cómo has llegado a pensar todo eso?, ¿Y cómo tomará tu madre que lo sepas?

—¡Luego es cierto! Cálmese, cálmese, Noel, no le he tendido una trampa. Tenía la convicción moral... La tengo desde hace mucho tiempo... Creo que desde niño, aunque en forma inconsciente. Hasta hace poco no he querido pensar en ello porque a mí también me molestaba, pero lo he hecho y no ha sido difícil. Anoche mismo estuve rondando por todos esos libreros. ¿Ve usted? En uno de estos lienzos, en uno de estos tres, estaba el escondrijo...

—¿Para qué buscar escondrijos? —observa Noel dándose por vencido.

—Es cierto. ¿Para qué? Tengo la convicción y con ella debe bastarme, pero también me interesan los detalles. ¿Cómo fueron las cosas? ¿Hasta qué punto tuvo razón mi madre para ser implacable? ¿Hasta dónde sabe Juan quién es?

—A tu madre no la culpes, hijo mío, sufrió mucho y todavía sigue sufriendo.

—Supongo que su conversación secreta con usted fue alrededor de eso...

—Pues bien, sí. Ella está ahora dispuesta a ser generosa...

—Con tal que Juan se vaya, naturalmente —apostilla Renato con un dejo de amargura.

—Bueno, hijo, no hay que pedirle demasiado a una, mujer que vio su vida amargada y destrozada por causa de esos amores que le dieron a Juan la existencia. Ella quiere borrar huellas que le hieren, olvidar un pasado cuyo recuerdo le es insoportable, verte feliz sin lastres ni taras en tu vida, y nada de eso es criticable. Yo siempre sentí por Juan compasión y afecto...

—Lo sé muy bien y por eso me sorprende su actitud de estos días. Aparte de nacer... como nació, ¿qué ha hecho Juan para que usted haya cambiado así con él?

—No es lo que ha hecho...

—Ya. Es lo que puede hacer. Pero, ¿qué es ello? ¿Ha redamado? ¿Ha amenazado? ¿O acaso son temores de otro género?

Su mano se ha apoyado, apremiante, en el hombro del notario. Tras breve lucha con su indecisión, Noel parece decidirse:

—Mira, Renato, yo no sé más que lo que presiento, y lo que presiento son amarguras y disgustos que pueden evitarse sin darle a las cosas tantas vueltas. Juan quiere irse, quiere volver al mar... Déjale que se vaya... Más adelante, cuando las cosas cambien, buscaremos la fórmula de compensarle con una buena cantidad de dinero que en una u otra forma se haga llegar a él. Pero, de momento...

—No, Noel, no decidiré nada hasta hablar con Juan, hasta mostrarle mi corazón y obligarle a que me muestre el suyo. Es mi hermano, ¿se da usted cuenta? Esta verdad que para mí sólo existía a medias, ahora está clara y diáfana. Tengo un hermano, un hermano en el que la noble figura de mi padre parece revivir. Usted no puede imaginarse lo que significa esto para mí, y acaso tampoco pueda medir toda la felicidad que me negaron de niño al negarme esta verdad íntima y humana. —Renato ha hablado con exaltado entusiasmo, y en un arranque de emoción, ruega—: Cuéntemelo todo, Noel, dígame cuanto sepa de eso... Es la historia de mi propia sangre... ¡no me la niegue!

El viejo notario empieza a relatar la historia, tan bien conocida de él, desde aquella noche tormentosa en la que el pequeño Juan del Diablo hizo el papel de mensajero de la muerte. Renato bebe, sediento de saber, el relato pormenorizado, y, de pronto, indaga:

—¿Y esa carta, Noel?

—Bueno... quedó en manos de tu padre, desde luego. Yo supongo que él la quemó o la rompió después...

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